The Exiles

Por David Obarrio

EE.UU., 1961, 72′
Dirigida por Kent MacKenzie
Con Yvonne Williams, Homer Nish, Tom Reynolds, Rico Rodríguez, Clifford Ray Sam, Clydean Parker, Mary Donahue, Eddie Sunrise

La conquista de Los Angeles

Mirar catálogos de antiguos Baficis es una distracción menos rara de lo que se cree. Se trata en realidad de una actividad poco prestigiosa que permite quizá recuperar los nombres de rarezas olvidadas o de joyas demasiado expuestas, de esas cuyo brillo se pierde en la sorna o la resignación de lo visto demasiadas veces. De tanto en tanto, ofrece también la posibilidad del encuentro con algo de lo que apenas sabíamos que había existido. Con uno de esos casos estoy ahora. The Exiles es una película de voces perdidas, de rostros a la intemperie, de fantasmas que bailan. Es un documental del director inglés Kent MacKenzie que retrata un sábado a la noche cualquiera de principios de la década del sesenta, en la que los jóvenes indios que han dejado las reservaciones para vivir en la ciudad de Los Angeles salen a hacer el recorrido de bares, cines y boliches varios. Los personajes se mueven dentro de los límites de su propio mapa, un camino en medio del gentío y las luces chirriantes en el que se encuentran con sus pares. Como jóvenes de cualquier grupo o raza, sus rituales están hechos de signos de reconocimiento mutuo, de conjuros de clase, de astucias para distraer el aburrimiento y sacarse el fardo de la semana laboral de encima por unas horas. MacKenzie exhibe las mañas venerables de los documentalistas de la televisión inglesa de entonces y su relación con un cine filmado  en las fábricas, en las calles, en las cocinas, en las horas grises que anteceden al regreso a la rutina laboral. Como en las películas del Free Cinema, realistas en tema y formalmente novedosas, el doblaje se vuelve herramienta de naturaleza expresionista: las voces parecen habitar un espacio diferente de aquel en que se mueven los personajes, como si salieran de sus cabezas y hablaran un poco consigo mismas, mascullando un desconcierto de otro mundo. El desfasaje entre los movimientos de las caras y los diálogos que aparentan flotar en la maraña de miradas y gestos de urgencia –apurar los preparativos, pero no tanto como para que todo termine demasiado rápido: sostener la expectativa pertrechado con la paciencia dolorosa del que vive en la ilusión de un placer capaz de redimirlo de todo el sinsabor pasado-  produce una magia precaria en la que se refleja parte del proyecto de la película, que es el de ofrecer la noticia de sus condiciones materiales como testigo de la cercanía que aspira a establecer con lo narrado.  

La  mirada de la cámara es vibrante a la hora de captar los parpadeos de la noche que bulle de gestos incongruentes pero repetidos, las barras de los bares que se sacuden con conatos de levante, melancolía desvergonzada al son del jukebox, urgencia sexual y desencanto. También hay risas, porque sus protagonistas –anónimos, ensimismados, orgullosamente inmersos en la voluntad de sacudirse un poco, perderse, olvidar-  ríen con la mirada brillosa, con el eléctrico ardor de los dopados del tango: bailan, cortejan, son cortejados; ríen, olvidan, recuerdan. The Exiles es una película de jóvenes que no parecen más escindidos respecto de la generación de sus padres que otros jóvenes cualesquiera. La gracia del director reside acaso en postular el corte entre padres e hijos como un producto de la civilización a la que estos descendientes de cherokees, de sioux, de apaches, estos hijos directos del sistema de reservaciones, abrazan ahora, como si siempre hubieran sido parte de ella: con inconsciencia, con resignación, con natural desconfianza. 

La película empieza con una muchacha que espera un hijo, pero enseguida cambia de rumbo y se concentra en los muchachones y sus novias o conquistas ocasionales que  la rodean. Las relaciones de parentesco que unen a los personajes que atraviesan la pantalla son de naturaleza incierta. Las viviendas a las que se accede a deshoras por las cocinas siempre abiertas, los televisores encendidos, la promiscuidad resignada en la que hermanos, primos o amigos desembocan en las casas, se hacen un bife, se piden plata unos a otros o miran un segundo gatear a niños propios o ajenos antes de partir de nuevo, ahora sí, hacia la gran promesa de diversión que espera afuera, en la noche, conforman un consistente prodigio narrativo con el que MacKenzie le otorga vida auténtica a la película. Las imágenes recuperan con fiereza y convicción el pulso de una juventud inventada hacía poco tiempo, que ha cambiado las ceremonias de iniciación por un automatismo a veces taciturno aunque no exento de la emoción que parece surgir de los intersticios misteriosos en los que la diversión obligatoria se vuelve resaca, introspección y amnesia propia de supervivientes.    

No hay denuncia ni condena que contamine  la trama de la película, sin embargo. El arte de la fuga de los jóvenes que la atraviesan es un paradójico punto de libertad en el film, y su suficiencia y determinación son demasiado evidentes como para necesitar abogados ni defensas melifluas amparadas en victimismos de ninguna clase. Más o menos bien examinada, la película podría ser una pieza de observación sobre pandillas urbanas, sin necesidad de la cuestión de la conquista del oeste como vaporoso fondo histórico. Sus protagonistas salen a gastarse en la noche porque la juventud –con su red seriada de equívocos, de pudores y de desazón apenas disimulada detrás de las miradas que de pronto se opacan de una melancolía eterna- es también un modo de transitar la existencia en ese principio de década y en esa parte del mundo que incluye indios, blancos o negros. Pero a los pies de esa Babel, como se ha dicho, cada uno va por su lado. Los indios se juntan con los indios, como si cada grupo tuviera su reservación de uso propio, o como si los lazos de sangre y cultura extendieran su potestad entre estos hijos descarriados, protagonistas del exilio en que los padres y el antiguo modo de vida son un recuerdo difuso. En un momento extraordinario de la película, un personaje se pone a mirar una foto que saca de la billetera mientras espera a su amigo en la vereda. El relato, entonces, como si atravesara limpiamente tiempo y espacio, recupera por un breve lapso escenas de viejos indios en la reservación (quizá los padres o abuelos del que mira la foto, quizá en el presente, esa misma tarde o una tarde parecida), que parecen operar como la fantasmagoría de un mundo estático e inescrutable en oposición a la ruidosa noche multicolor de Los Angeles. Hacia el final de la jornada, en la madrugada que despunta con colores desteñidos, los amigos y conocidos de siempre se encuentran en un lugar solitario arriba de una colina y se despachan con canciones de su pueblo, cánticos elevados como plegarias, disparos al aire contra una incertidumbre de orden cósmico que parece descender en la consciencia y trabajar dentro de ella en las peores horas, cuando languidecen o se congelan las risas y la rutina de la ciudad acecha. Que la escena termine en una batahola con corridas y lastimados, como en un final de juerga cualquiera, quizá no sea casualidad. MacKenzie no carga las tintas, su película fluye sin aditamentos, como guiada por el pulso silvestre de esas vidas orgullosas y en el fondo un poco perdidas, pero la idea del exilio como viaje interior dramático, resto de nostalgia conjurada en formas rituales que buscan resguardar vínculos de origen remoto, sugiere el tono y dictamina un paisaje de malestar existencial.  

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