Tiempo de balances (2), por Rodrigo Martín Seijas

Por Rodrigo Martín Seijas

El ejemplo de la animación

Por Rodrigo Martín Seijas

 

Mi 2017 fue un año donde no me encontré con una sola obra maestra. Vi grandes películas, si, pero no clásicos instantáneos. Eso me hace preguntarme sobre las películas que he considerado genialidades en los últimos años y si eran realmente obras maestras o si los estados de euforia me jugaron una mala pasada. También si en los tiempos actuales, a la hora de mirar películas o series, no hay una necesidad invariable y un tanto cansadora de hallar grandes obras que actualicen un canon, eventos culturales irrepetibles o fenómenos absolutamente originales. Toda la recepción alrededor del retorno de Twin Peaks o, sin ir más lejos, el estreno de Zama son ejemplos claros de esa voluntad permanente por encontrar obras que son un antes y un después en el cine y/o la televisión.

Sin embargo, hay un territorio que escapa un poco a este panorama de constante entusiasmo (o quizás se trate de una pose eufórica simplemente), que es el de la animación.

Aún hoy, a pesar de la variedad y calidad que ofrece, el género animado, salvo en esporádicos pasajes, sigue siendo subestimado por buena parte de la crítica (que no toda) y el público. Quizás por su contexto de producción o al espectador al que en general se supone que se dirige -primariamente niños, aunque se los denomina con el adjetivo infantil-, termina relegado a un lugar secundario, marginal, hasta intrascendente. Esto se potencia aún más cuando los films animados que se estrenan no provienen de sellos con prestigio como Laika o Pixar. Llamativamente, esto le está empezando a jugar a favor a los realizadores especializados en animación: es como si la falta de expectativas les quitara presión y les potenciara la libertad para experimentar y jugar con las texturas.

Por eso es que DreamWorks Animation, que hasta hace algunos años parecía condenado a la intrascendencia referencial, pudo entregar en el 2017 dos films notables como Un jefe en pañales y Las aventuras del Capitán Calzoncillos. Son propuestas casi destinadas a ser subestimadas pero que en sus pliegues esconden una multiplicidad de elementos que rozan lo rupturista a niveles que ninguna película live action ha logrado durante el año. Las dos películas mencionadas son milagros que avanzan con velocidad arrolladora, buscan romper con esquemas y convenciones de manera casi voraz; critican con total desparpajo instituciones emblemáticas; y retuercen estructuras narrativas no como gesto canchero sino como declaración de amor al relato como horizonte ético.

Pero estas dos películas no están solas: ahí podemos sumar a Lego Batman y Lego Ninjago como muestras tangibles de consolidación de un universo cuyos componentes pueden interrelacionarse y a la vez respirar por sí mismos. La primera es, por más que se la minimice, posiblemente la película definitiva sobre Batman, la que más problematiza al personaje, su estilo de heroísmo, su egomanía y las nociones del Bien y el Mal a las que apela. La segunda es una sólida demostración de cómo hacer convivir expresiones genéricas y estéticas de todo tipo en una retroalimentación explosiva. Son films divertidísimos, luminosos, felices.

Creo que hasta Pixar está exhibiendo una soltura similar, fruto quizás de la recepción dispar que han tenido algunas de sus películas más recientes, como Monsters University e Un gran dinosaurio. Y lo que se ve es a un estudio que siempre arriesgó (aún cuando sus apuestas salieran mal, como Cars 2) pero que ya no necesita tanto construir (o reconstruir) prestigio, sino seguir reivindicando el arte de contar historias. Desde ese lugar pueden pensarse a Cars 3 –aún con sus desniveles- o Coco –que se estrena en la Argentina en 2018-, films que problematizan las perspectivas que se proponen y que son, en el fondo, películas de aprendizaje, o mejor dicho de nuevos aprendizajes. Como si esos artistas consagrados nos dijeran que aprender es un acto eterno, que el trayecto (deportivo, profesional, familiar) no es lineal y está siempre abierto a reformulaciones.

Quiero quedarme con esto último, con el aprendizaje. El cine es, desde hace rato, un arte atravesado por diversas crisis (de formato, recepción, estética, narrativa, etcétera) y obligado a aprender a renovarse o repensarse. En ese esquema, creo que la animación actual es un territorio donde el aprender muestra su rostro más desafiante y, a la vez, feliz, porque trae aparejada la experimentación, que es fruto de la falta de miedo a equivocarse. La libertad, los miedos asumidos pero también superados que muestran las películas mencionadas previamente no solo son una gran noticia, sino también un ejemplo a seguir.

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