Toponimia

Por Fernando Luis Pujato

Argentina, 2015, 82′
Dirigida por Jonathan Perel.

Geografías y corbatas (*)
A los cerros tucumanos / me llevaron los caminos / y me trajeron de vuelta / sentires que nunca se harán olvido. Zamba del grillo.
Atahualpa Yupanqui.

Tal vez aquella apodíctica sentencia de Theodor Adorno según la cual, palabras más, palabras menos, constituiría un acto vandálico escribir poesía luego de Auschwitz, podría ser traslada al cine de una manera menos oclusiva, sin aquel peso absolutamente finalista de una idea discutida hasta el hartazgo y sobre la cual nadie se ha puesto de acuerdo todavía. Acaso preguntarse desde este arte tan atravesado por otros y tan perecedero ¿de qué manera mostrar el Horror después de Noche y niebla (1955), de Alain Resnais? Bueno, están las diez horas de Shoa (1985), de Claude Lanzmann, sin imágenes de archivo y sin ningún tipo de música, tan sólo los desgarradores recuerdos de los sobrevivientes, de las víctimas y de los victimarios, en locaciones diversas y no siempre donde ocurrió todo aquello que ocurrió; algo así como filmar la historia oral del Holocausto. Ya antes del monumental film de Lanzmann la ficción había sentado un precedente con El juicio de Núremberg (1961), de Stanley Kramer, sobre el juzgamiento de cuatro jueces nazis y su responsabilidad en las penas de muerte y las esterilizaciones en la Alemania nazi. Después claro, el desembarco norteamericano con La lista de Schindler (1993), de Steven Spileberg, acerca del empresario alemán que salvó la vida de miles de judíos contratándolos en su fábrica para impedir su detención. Después El pianista (2002), de Roman Polanski, sobre la historia de un pianista polaco-judío ayudado por unas cuantas voluntades afines a la música, como no podía ser de otra manera, para lograr escapar de la ocupación alemana. Después La vida es bella (2007), de Roberto Begnini, sobre un padre tratando de ocultar a su pequeño hijo la terrible situación de encontrarse ambos encerrados en un campo de concentración por medio de un inocente juego. Y después El niño con el pijama de rayas (2008), de Mark Herman, donde la relación de amistad establecida por dos niños -el hijo del comandante nazi y un detenido judío- a través de las rejas de un campo de concentración culmina con los dos muriendo en una cámara de gas; hay más ejemplos, pero es suficiente con éstos.Perel 04 2

¿Suficiente para qué?, tal vez sólo para corroborar el triunfo del espectáculo hollywoodense globalizado ante aquellas imágenes con las cuales nadie podía -y a nadie le interesaba, por supuesto- rivalizar, prontamente olvidadas para contar buenas historias, excepcionales y terribles historias individuales basadas, las más de las veces, en esa fórmula tan orientada hacia la manipulación de las bellas conciencias de los espectadores denominada “hechos reales”, como para apuntalar aún más la benevolencia, la heroicidad, el irrestricto amor filial, y la amistad por sobre cualquier credo y clase social. Cuando la consideración con respecto al horror, a cualquier horror, pasa por el guion, las actuaciones, y la utilización de las imágenes -que jamás son inocentes, por cierto- al servicio de un relato, el problema de cómo representarlo ya no existe como problema, al margen de las buenas o nulas intenciones exhibidas antes, durante y después del film, y aunque se lo intente conjurar a través de una estética depurada y de un fuera de campo que no lo es tanto como en El hijo de Saúl (2015), de László Nemes, la última expresión cinematográfica acerca del campo de concentración más abominable inventado por los nazis, y aun cuando un solitario film ruso de Marlen Khutsiev, Era el mes de mayo (1970), pueda introducirnos verdaderamente en el infierno tan sólo con mostrar el descubrimiento azaroso de un campo de concentración ya abandonado, con un blanco y negro en un amanecer que lastima, por parte de una compañía de soldados rusos disfrutando, hasta ese momento, del final de la guerra; una excepción a la regla por lo tanto algo que debería ser la regla misma; debería. ¿Y qué ocurrió en el cine bien al sur del continente americano al finalizar la dictadura militar más feroz que se haya conocido a lo largo de toda su historia?, ¿qué tipo de cosas se mostraron acerca de esto? Ocurrieron y se mostraron muchas cosas, por supuesto, aunque, a diferencia de lo acontecido en los campos de exterminio europeos donde los nazis filmaron los trenes de la muerte y los prisioneros vivos o trasladados ya sin vida a fosas comunes, y también filmaron sus objetos personales, todas esas pilas de anteojos y dentaduras y relojes y juguetes imposibles de olvidar, los militares argentinos no filmaron nada de lo acontecido en los centros de detención clandestina, apenas algunas escenas sueltas de paramilitares con sus anteojos negros bajando de un automóvil, más específicamente de un Ford Falcon verde, uno de los signos funesto de los 70, y deteniendo personas; apenas eso y los desfiles cívico militares, obviamente. Nunca tuvimos una Noche y niebla, ese documento imposible para exhibir ante el resto del mundo lo sucedido en esta parte del mundo; entonces, la ficción. Dejando de lado los films producidos durante la dictadura militar que intentaron burlar la censura a través de alegorías más o menos convincentes como Tiempo de revancha (1981), de Adolfo Aristarain o Plata dulce (1982), de Fernando Ayala, y el un tanto fallido documental La República perdida (1983), de Miguel Pérez, quizá el film emblemático de la pos dictadura haya sido La historia oficial (1985), de Miguel Puenzo, ganador de un Oscar, claramente político, a la mejor película extranjera, que aborda directamente la apropiación de los hijos de los desaparecidos y los turbios negocios de un empresario privado con el gobierno de facto. Un año después La noche de los lápices (1986), de Héctor Olivera, estremece con la historia de siete adolescentes secuestrados, torturados y desaparecidos durante los primeros meses de la dictadura a raíz de su protesta contra el aumento del boleto estudiantil. Quizá, con un tono descarnado muy parecido, Garage Olimpo (1999), de Marco Bechis, explora la relación entre una detenida y su torturador, mostrando las atrocidades cometidas dentro de un centro clandestino y los así llamados vuelos de la muerte en los cuales se arrojaba vivos a los detenidos al Río de la Plata. Se podría continuar con las enumeraciones, insertar títulos acerca de la guerra de Malvinas, ese intento alocado de la dictadura para perpetuarse en el poder, y acerca del exilio y de las fugas y de biografías como la de Oesterheld, autor de la célebre historieta El Eternauta, quien corrió la misma suerte de muchos de sus compatriotas, y mencionar una excepción a la narrativa como es M (2007) de Nicolás Prividera, en el cual la búsqueda iniciática de la madre del propio Prividera, desaparecida en los primeros meses del golpe militar del 76, se convierte en la bisección de una parte de esa generación perdida detrás de las puertas de la noche; y suficiente con esto también. Los aberrantes crímenes cometidos por la dictadura militar argentina siempre estuvieron muy cerca de los realizadores argentinos, tanto en el tiempo como en el espacio, como para convertir a sus films en una forma (más) de espectáculo, aun cuando mucho de ellos operaron con las convenciones establecidas en la Industria difícilmente se pueda decir que utilizaron la manipulación, al menos conscientemente, como herramienta fílmica. Aunque el paralelo con los films sobre el Holocausto es bastante notorio: la voluntad de contar historias fue más fuerte que la de procurar un registro creativo por fuera del retrato individual o colectivo acerca del terrorismo de estado.

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Pero, cuando ya parecía que a muy pocos -a casi nadie en realidad- les interesaba seguir explorando, a través del cine, el legado simbólico de aquellos años tan atroces y, por consiguiente, contribuir a seguir ejerciendo una memoria tan activa como esclarecedora aparece, casi como de repente, Toponimia (2015), una cartografía poética de lo inconcebible de una doctrina. Casi, porque su director, Jony Perel, ya venía trabajando sobre los trazos que la dictadura militar había dejado a su paso, más específicamente ya en su primer film, El predio (2010), se adentra en la ex-ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), uno de los centros de tortura y exterminio más tristemente célebre, intentando mostrar un espacio discursivo en construcción de los familiares y amigos de las víctimas, algunas de cuyas fotos se encuentran colgadas en una suerte de llamador de ángeles entre los árboles; una visita no guiada a un lugar donde aún presiden los fantasmas. En Los murales (2011) las paredes, persianas, y carteles, saturadas de inscripciones individuales de los desaparecidos, con nombre, apellido, edad, y profesión, se superponen con pintadas a favor o en contra de los desaparecidos o los “terroristas” en los ex centros El Olimpo y Automotores Orletti; la fijación no sólo de unas identidades ya inexistentes sino también de una disputa aún sin resolver. En 17 Monumentos (2012) son precisamente estos monumentos erigidos en los centros clandestinos de detención a partir de una nota preliminar indicando sus medidas y demás, sobre los que la mirada debe posarse e imaginar, un gran fuera de campo de aquél reino de las tinieblas con tres palabras conmovedoras: Memoria – Verdad – Justicia; no es necesario agregar nada más. En Tabula rasa y Las aguas del olvido, ambas del 2013, existe algo así como una complementariedad entre la demolición, literalmente, de la ex Esma y la contemplación de las turbias aguas del Río de la Plata. El lugar donde se torturaba y asesinaba ya no existe más pero las ominosas aguas del río donde se arrojaba a los detenidos permanecen y la memoria acerca de esto también, porque tal vez no importe tanto donde, tal vez importe más el recordar.

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Este breve resumen, que no incluye el número de planos fijos, en algunos films marcados nítidamente y en otros no tanto, ni tampoco referencias al sonido directo, algunas veces en paralelo con el registro fílmico y otras veces no, tan sólo da cuenta del camino cinematográfico emprendido por Perel hace muy poco tiempo, de su intento por registrar los espacios donde se entremezclan los dolorosos recuerdos y la porfía del no olvidar, nunca. Pero Toponimia, incluso dentro de aquella primaria preocupación de Perel es otra cosa, porque aquí no sólo el espacio es público y cotidiano -esto quiere decir: un espacio habitado en el presente- sino también un espacio anclado, literalmente, en el pasado. Pueblos enteros construidos a partir del Operativo Independencia, basado en un decreto del año 75 emitido por el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, en un intento de los militares para aglutinar las poblaciones dispersas en el monte tucumano y así evitar el contacto de estas con la compañía Ramón Rosa Jiménez perteneciente al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) la cual ya para el año del golpe militar en 1976 se encontraba prácticamente desmantelada. La historia de este operativo se encuentra en el film de Perel a partir del registro fílmico de sus implicancias materiales, o mejor, edilicias en el sentido más amplio del término. Estructurado en cuatro capítulos y un epílogo, cada uno de los capítulos parte de comunicados militares especificando el lugar donde se debía emplazar el pueblo, el nombre de las personas o los organismos que donaron las tierras, el número de hectáreas, el número también de montoneros (42, 45…) aniquilados por la Fuerzas Armadas -aunque esto último no se especifique de este modo- con planos del trazado de sus calles y detallando las diferentes dependencias (escuela, plaza campo de deportes, cantina, capilla, comuna, depósito fabril) que debían cumplir los propósitos que, se supone siempre, deben cumplir estos organismos: educar, recrear, facilitar, dar trabajo y demás. La cámara de Perel registra todo esto en planos fijos, con una duración de veinte segundos aproximadamente cada plano, en los cuatro pueblos cuyos nombres y los nombres de sus plazas también corresponden, según rezan las inscripciones de las placas incrustadas en monolitos, a militares caídos en la lucha armada contra la subversión: Teniente tal, Capitán tal, Sargento tal, Soldado tal; no es necesario conocer sus apellidos. Algunos pueblos se encuentran en mejor estado que otros, más o menos limpios, más o menos cuidados, los enormes tanques de agua aún conservan las inscripciones -consignas sería la palabra adecuada- en letras grandes tales como “Paz y concordia”, “Soberanía o muerte”, “Dios, Patria Hogar”, “Libertad, Libertad, Libertad”, las canchas de básquetbol nunca fueron utilizadas aunque sí las de fútbol, los centros comerciales son un esqueleto vacío, los galpones de las fábricas se encuentran abandonados y, al parecer, sí funcionan las escuelas y las comunas rurales y las capillas pero, salvo por algunas antenas digitales y algunos automóviles pertenecientes más o menos a esta época, absolutamente todas sus edificaciones parecen estar ancladas en aquél tiempo en el cual fueron construidas; de hecho lo están. Antes de esto, y de escuchar voces de niños y adultos, ladridos de perros y música, sonidos del presente desgajados de estas imágenes del pasado, el film inicia con fotos aéreas de los pueblos y con una serie de fotos de desfiles militares y actos escolares. Después de todo esto, ya en su epílogo, el film se desplaza fuera de la última población por medio de una serie de planos fijos que comienzan en el río y terminan en el monte cerrado. Toda esta geometría fílmica bien podría hacer pensar que Toponimia es solo eso, una suerte de manual cinematográfico de como objetivar las imágenes y depositar al espectador en el plácido ensueño -en este caso no tan plácido- de la pura contemplación. No es así, al menos no lo es en el sentido al cual se refiere la palabra contemplación cuando es utilizada con respecto a un film, una observación profunda y placentera de las imágenes y de aquello que pueden vehiculizar, y tampoco lo es en cuanto a ver aquí sólo un ordenamiento histórico espacial destinado a lograr, o al menos intentar lograr, acercarse a una comprensión de lo sucedido en aquél breve lapso de tiempo, porque Toponimia no es una representación de lo que sea ni tampoco, como podría pensarse, una reparación ante lo que fue; es un discurso acerca de lo absurdo. Acerca de todos esos asentamientos surgidos de la nada, desplazando familias enteras de su hábitat cultural e insertándolas en cuadrículas absolutamente ajenas a su universo inmediato sólo para cumplir un objetivo militar. Acerca también de una corbata ancha sobresaliendo del guardapolvo blanco de un pequeño niño que se encuentra en el centro mismo de una foto de aquellos años, una corbata seguramente propiedad de su padre o de sus tíos o de algún vecino, probablemente usada sólo para fiestas de cumpleaños o casamientos, y ahora utilizada en un homenaje hacia un prócer cívico o militar presidido por dos militares. Entre esta foto y aquella geografía se juega el absurdo en el film de Perel que culmina, precisamente, en el lugar donde todo empezó, donde se instaló la guerrilla perteneciente al ERP intentando crear un foco revolucionario, donde los militares golpistas forzaron el éxodo masivo de sus pobladores, donde quizá nació aquel pequeño niño de la corbata ancha. El monte tucumano alberga relatos de vida y de muerte, sueños nunca soñados y fantasmas sin olvido. Parece un lugar salvaje e inexplorado, tal vez algún día lo fue.

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La dictadura militar argentina concluyó hace cuarenta años y la derrota final de Alemania hace más de setenta años, sin embargo los recuerdos siguen golpeando en las conciencias de los que lograron sobrevivir, en la de sus familiares, en la de sus amigos, en la de todos los involucrados, directa o indirectamente, con lo sucedido. Y también en los que siempre pensamos a esa frase luminosa de Marc Bloch, ese “comprender el pasado a través del presente y el presente a través del pasado” como un antídoto contra la pereza de intentar un discernimiento más o menos genuino de nuestro presente a través de todo aquello por lo que hemos pasado: la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente. Las huellas de la historia, de cualquier historia en cualquier lugar del mundo, permanecen de alguna u otra manera, pero permanecen. A veces son tangibles y otras veces no tanto. Sólo es necesario que alguien se atreva a rastrearlas y convertirlas en formas visibles. El cine aún puede mostrar, imaginativamente, esas formas. Una de ellas se llama Toponimia.

(*) Publicada en Septiembre de 2017 en el Blog La noche del cazador

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