Better call Saul – Sexta temporada – Parte I

Por Rodrigo Martín Seijas

EE.UU., 2022, 7 episodios de 50′
Creada por Vince Gilligan y Peter Gould 
Con Bob Odenkirk, Jonathan Banks, Rhea Seehorn, Michael McKean, Patrick Fabian, Michael Mando, Gene N. Chavez, Julie Ann Emery, Raymond Cruz, Mel Rodriguez, Jeremy Shamos, Amy Davidson, Kerry Condon, Giancarlo Esposito, Ann Cusack, Clea Duvall, Robert Forster, Tony Dalton, Dean Norris, Steven Michael Quezada, Cara Pifko, Dennis Boutsikaris, Mark Margolis, Jeremiah Bitsui, Julian Bonfiglio, Rex Linn, Vincent Fuentes, Tina Parker, Ray Campbell, Peter Diseth, Eric Steinig, Audrey Moore, Abigail Zoe Lewis

Narrar con objetos y procesos

La última secuencia de la primera parte de la última temporada de Better call Saul resume en buena medida los méritos que la hacen una serie única en el espectro de la televisión actual. No es mi intención revelar spoilers (aunque es cierto que difícilmente alguien vaya a leer esta nota sin haber visto el último episodio), pero basta con decir que la puesta en escena -y con ella la narración- se las arregla para crear un suspenso enorme con un par de planos de la llama de una vela que se mueve con el viento. Esa llama agitándose funciona como un indicador de algo más para Jimmy McGill/Saul Goodman y Kim Wexler, pero también para el espectador, que en un puñado de segundos se ve arrastrado, con el corazón en la boca, a hacer una multitud de conjeturas hasta la revelación final. El recurso -que hace recordar un poco a las ondas de agua que preanunciaban la llegada de los dinosaurios en Jurassic Park– es de una simpleza y maestría notables, aunque ya habituales en la serie.

Esos diseños estéticos en confluencia con lo argumental ya eran una marca de fábrica de Breaking bad, pero Vince Gilligan (ahora con la inestimable ayuda de Peter Gould) los lleva a otro nivel en Better call Saul. Ya no se trata solamente de utilizar objetos como disparadores narrativos, sino también de procesos que configuran conductas de distintos personajes y, con ellos, terminan de delinear un universo que ha logrado establecer su propio verosímil. Ese verosímil habilita que aceptemos como espectadores las elaboradísimas -e improbables, y milagrosas- trampas de Jimmy y Kim; o el castellano imposible que maneja Gustavo Fring -a pesar de ser chileno- que va a la par de su acciones metódicas y calculadas, por dar apenas un par de ejemplos. Pero, principalmente, permite que naturalicemos un manejo de los tiempos que suele ir contra las expectativas inmediatas: cuando esperamos que el relato acelere con fuerza rumbo a las resoluciones de conflictos, lo que terminamos viendo es una disposición pausada y precisa, que puede poner a prueba nuestra paciencia, pero que a la vez nos cautiva con su belleza, que se escapa al mero cálculo y finalmente asimilamos con fascinada parsimonia.

Por eso estos primeros siete capítulos parecen estructurarse en dos mitades, que se clausuran cada una con una muerte, aunque esa división es una forma antojadiza de asimilar un esquema que está siempre contando muchas cosas a la vez. En la primera mitad predomina la mirada al mundo del narcotráfico, con Nacho como pieza decisiva en la guerra -fría y caliente a la vez- entre Fring y Lalo Salamanca, con las andanzas de Jimmy y Kim casi en un segundo plano. Allí es donde la serie se da la mano con el policial, pero también con el western, siempre con una oscuridad medida y al mismo tiempo creciente, que se hilvana a partir de un trabajo con las miradas y los puntos de vistas de una complejidad inusitada, que incluso alcanza -en particular en el episodio Rock and hard place– ribetes directamente conmovedores. En la segunda mitad, Jimmy y Kim cobran nuevamente más protagonismo y, con ellos, el subgénero legal -o, más bien, ilegal, porque en manos de ese dúo la ley se convierte en un instrumento directamente maligno- y de estafas, con pasos de comedia que bordean lo grotesco, pero que nunca dejan de ser sumamente elegantes. Hasta que llega el último episodio, la última secuencia y, de repente, pero con toda lógica -con avisos previos de una sutileza similar a la de la saga de El Padrino-, nos vemos metidos en un thriller lindante con el horror.La ambigüedad constante es la clave de Better call Saul, que se expresa a través de sus personajes y los recorridos que realizan. De ahí que adoremos a Jimmy y Kim, aunque claramente los percibamos como seres repugnantes, que se pervierten mutuamente y se retroalimentan en sus planes y decisiones a cada paso; que Lalo Salamanca nos cautive con su carisma y al mismo tiempo nos aterrorice con su cruel profesionalismo; que Lalo llegue a ser un eje moral a pesar de la multitud de errores y miserias que carga a sus espaldas; o que Mike nos siga pareciendo un duro a prueba de balas por más que luzca como el abuelo más abuelo de toda la Historia. Esa diversidad -de géneros, tonalidades, atmósferas y actitudes- va de la mano con la mencionada paciencia: si Breaking bad cayó en algunos apresuramientos a la hora de resolver sus conflictos, Gilligan y Gould parecen haber aprendido la lección y con esta precuela, por ahora, vienen haciendo todo bien. Si, como dice el dicho, “el diablo está en los detalles”, Better call Saul se muestra como una serie hermosamente diabólica.

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