Chernobyl

Por Federico Karstulovich

EE.UU., 2019, 5 episodios de 60′
Creada por Craig Mazin
Con Jared Harris, Stellan Skarsgard, Emily Watson, Joshua Leese, Ross Armstrong, Philip Barrantini, Jessie Buckley, James Cosmo, Karl Davies,  David Dencik, Caoilfhionn Dunne, Robert Emms, Fares Fares, Alex Ferns,  Peter Guinness, Ralph Ineson, Mark Lewis Jones, Gerard Kearns, Barry Keoghan, James Kermack, Hilton McRae, Diarmaid Murtagh, Adam Nagaitis,  Kieran O’Brien, Con O’Neill, Ian Pirie, William Postlethwaite, Adrian Rawlins, Paul Ritter, Lucy Russell, Michael Shaeffer, Jay Simpson, Jamie Sives, Michael Socha, Lucy Speed, Laurence Spellman, Sam Strike, Sam Troughton, Joe Tucker, Sakalas Uzdavinys, Laura Elphinstone.

Un fantasma recorre Europa



Una de las líneas más célebres de Hamlet supone una de las mayores omisiones a la hora de acercarse a esa extraordinaria obra. Escuchada mil veces, citada más, “ser o no ser” no es el fragmento lamentario de un emo o de un adolescente depresivo. No: Hamlet tiene en su centro a la mentira de estado como motor. No, no es el estado-nación moderno, pero la mentira es el núcleo duro de esa obra. La mentira da sustentabilidad al poder. La mentira construye un modo de articular relaciones entre personas y naturaliza un contrato de agresividad. La línea en cuestión no está ahí porque si. Hamlet hijo pertenece a un sistema de mentiras y simulaciones, en donde su tío y usurpador del trono reina (en todo sentido de la interpretación: reina y es el rey de la mentira). Pero Hamlet también miente, acaso como casi todos los que pertenecen a ese sistema. Quien no miente, quien habla con verdad es el padre muerto, aquel que está más allá de las fronteras. Los muertos hablan porque no tienen nada que perder, nos dice Shakespeare. Los muertos hablan con verdad, si, pero tampoco son entidades existentes. Hamlet hijo asume, con bastante dolor, que esa conciencia, es la única que podrá atormentarlo a la vez que darle paz: sigo perteneciendo al mundo de los que mienten, de los que tienen existencia terrenal en donde la mentira es articuladora de espacios de poder o debo acercarme al mundo de la verdad, asumiendo todas las consecuencias, que es la de ser un paria, un expatriado o peor aún, alguien que pierde la vida?

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Cuando la mentira se convierte en cuestión de estado, los muertos hablan. El estado puede hablar a través de distintas vías, una de las cuales es el sistema de estadísticas. Al fin y al cabo las estadísticas no hacen otra cosa que traducir información humana a datos duros. El dato duro, entonces, no es inhumano, sino una traducción sintética que habilita la lectura de problemas humanos para, en algún momento, volver sobre los mismos y modificarlos. Carecer de información publica y de estado, carecer de datos duros (incluso los más duros, incluso los peores) es no solo un acto canalla sino que es un acto peligroso e inhumano. Los medios de comunicación podrán informar en mayor o menor medida. Pero el estado está obligado a hacerlo. Salvando la extremidad de la situación, mientras veía Chernobyl (una serie que quizás vuelva a poner de moda a los viejos thrillers de los 60’s-70s sobre conspiraciones de estado) no podía dejar de pensar en el INDEC. No podía dejar de pensar en la clave que supone la manipulación de estadísticas y datos que deben ser públicos en pos de una narrativa de estado. El ocultamiento, la mentira sistematizada, la sustitución de los datos por una narrativa, por una simulación, nos dice la serie de Craig Mazin, también genera muertos. Y los muertos hablan. Por eso, en alguna medida, la serie tiene un espectro fantasmagórico. Esos fantasmas que provienen de un mundo fenecido, un mundo que terminó hace 33 años (y que volvió a terminar un par de veces más luego) son los fantasmas que hablan.

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Ahora bien, es interesante que esos fantasmas son la inversión del fantasma del Marx del manifiesto comunista. O en todo caso son los mismos fantasmas, que con más de un siglo encima, hablan de otro modo, en otro idioma. Esos fantasmas son las voces silenciadas por la narrativa estatal. Son, entonces, los espectros de los desamparados (porque siempre los primeros en morir van a ser los más pobres: en inundaciones, en accidentes ferroviarios, en atentados, en incendios, los pobres siempre mueren primero) los que se convocan. Porque la mentira de estado no tiene una sola matriz ideológica. De hecho, vaya como pequeño y breve excursus, me llama la atención las volteretas retóricas que varios colegas críticos han realizado para no llamar a la mentira de estado que ocupa el centro de Chernobyl como los hechos mandan. Estimados colegas: si, la serie pone en el centro la mentira sistemática del sistema del comunismo soviético. Y esa mentira es revelada en una escena, que como toda escena, es también una representación.

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Volvamos a Hamlet algunos segundos. En aquella obra el centro duro está ocupado por la mentira como gran eje. Dijimos previamente que Hamlet hijo no se cuestionaba cualquier cosa. Lo que se estaba cuestionando era si valía la pena o no pertenecer a esa mentira de estado o no. Por eso el núcleo duro de la obra está en la mitad misma, de manera más concreta en la escena dos del tercer acto. Hablamos de la escena en la que se monta una obra de teatro, una simulación, por medio de la cual Hamlet hijo convoca a los fantasmas. Esos fantasmas se revelan, entonces, por medio de una simulación. Y la mentira es la que activa la reacción del rey Claudio. Solo la mentira nos llevará a los hechos. Y la extremación de esa mentira escenográfica será productora de alguna clase de verdad, porque revelará lo que los espectros saben pero los mentirosos callan. Volvamos a Chernobyl. En esta serie el centro duro, la mentira que revela algo mayor está escondida en esa central nuclear. Suele decirse (o al menos Gorbachov solía decirlo) que fue el estallido de aquella central y la sucesión de revelaciones que de ella devino lo que catapultó la caída del régimen soviético. Estamos entonces ante una serie que, amnesia millenial mediante, vuelve a recordarnos qué supo hacer el comunismo durante 72 años? Si, los estados liberales en occidente también mienten. No hace falta hacer el juego Corea del Norte-Corea del sur para entender que estamos hablando sobre los horrores del comunismo. El estallido de la central es el estallido y la expansión de esos fantasmas que mencionábamos al inicio. Pero son fantasmas que funcionan al revés que en Marx. Son los fantasmas que revelan el artificio, que revelan la narrativa de estado, que revelan el fin de una época que solo podía sostenerse en base a simulaciones, ocultamientos de datos oficiales y omnipotencia de poder autoritario. Es notable, entonces, la lectura insípida y des-ideologizada de la serie, porque es esta la que pone el problema sobre la mesa de la manera más incómoda posible: las mentiras construyen narrativas, las narrativas que niegan a los hechos son el punto de partida para cualquier proyecto autoritario y los proyectos autoritarios son responsables de muertos, que no pueden hablar hasta que las cosas estallan, chocan, se inundan, se incendian o se rompen.

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El arco dramático que construye Chernobyl tiene, entonces, a un pequeño Hamlet. Ese personaje es Valeri Legásov (Jared Harris), un doctor en física nuclear que recorre un camino similar al del personaje shekespereano y al que lo espera el mismo final (SPOILER breve: a los pocos minutos del primer capítulo se suicida, asi que no es taaaaan spoiler). Pero no solo comparte eso, sino que ambos atraviesan el cuestionamiento de pertenecer al estado al mismo tiempo que precisan revelar la mentira que sostiene el, valga la redundancia, estado de cosas. Tanto Hamlet como Valeri son héroes éticos. Son héroes que experimentan disyuntivas y que en algún momento deben tomar decisiones, aunque siempre decidan lo que decidan terminen perdiendo algo y esa decisión tenga un costo altísimo. No siempre las mentiras de estado tienen héroes éticos que pueden hablar desde dentro del sistema para revelarse. A veces, incluso, cuando se producen esas tentativas, esos héroes no ven la luz. O son muertos sobre el límite de la revelación. Pero los muertos siempre hablan. De algún modo hablan. Su voz llegará más tarde o más temprano, pero nada es para siempre. Porque los regímenes se precipitan. Por eso en paralelo al relato ético de este héroe, que se descubre a si mismo como tal más cerca del final que del inicio, también vemos el relato de los expulsados del sistema, los que siempre sufrirán, los que mueren (incluso con una dosis importante de gore a la hora de mostrar la degradación que genera la muerte por radiación), los utilizados políticos. Quizás en ese aspecto la serie cae en algunas actitudes declamatorias, como si necesitara recordarnos el terreno que estamos pisando, como si en efecto nos estuviera contando la historia reciente con lujo de detalles otra vez (no es casual la minuciosa reconstrucción de época: el hiperrealismo de la serie no es argumental ni formal, sino de verosímil: necesita que estemos en 1986, necesita simular ese mundo para que comprendamos que se nos está contando algo más que el colapso de una central nuclear, sino que estamos ante el colapso de un modo de pensar el poder a partir de una extorsión ideológica: mentir para que no se imponga el enemigo). Cuando la serie se aleja de los personajes principales y diversifica su mirada sobre otros acaso excesivamente laterales se vuelve condescendiente. Esto no se produce muy seguido, pero cuando sucede genera un ruido extraño en la fluidez narrativa de lo que estamos viendo. Quizás por eso el cuarto capítulo resulta un escollo hacia el quinto, donde todo vuelve a su centro.

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El quinto episodio de la serie retoma lo que en alguna medida los primeros tres habían dejado abierto: el accidente, la necesidad de encontrar explicaciones en paralelo a la exposición de las víctimas a los daños colaterales, la tentativa de ocultar todo y la narrativa de estado. Si el cuarto capítulo es el de las víctimas en la periferia y el de la elipsis entre el accidente y el juicio, el quinto es el de la revelación de esa narrativa, la revelación de los fantasmas que vienen para atormentar. La revelación de lo que a esta altura debería resultarnos obvio: la mentira, el ocultamiento y la narrativa no son una simple excusa para apoyar al poder de turno, sino que son generadores de muerte. Muerte real, concreta. La mentira de estado no es una tontería, nos dice Chernobyl con algo de escolástica, con algo de manual de educación cívica. Lo curioso es que en tiempos en donde los regímenes autoritarios (y totalitarios en muchos casos) parecen una rémora del pasado, cuando la relación con esos regímenes es vaga y banal, incluso hasta el punto de añorar una abstracción sin historia (no deja de darme miedo la fascinación de las generaciones recientes con ese mundo fenecido, como si el pasado en efecto tuviera las mejores respuestas para el presente: reaccionarismo puro), una serie como esta (que hace 20 años hubiera pasado de largo) termina volviéndose casi imprescindible. Hoy por hoy la alarma ideologética solo se prende ante el neoliberalismo, como eje de todos los males del mundo. Bueno, en contextos de reevaluación positiva de los autoritarismos de antaño, una refrescada a la memoria (o una invitación a googlear, al menos) no solo no viene mal. Es indispensable. Como lo es estar informado. Mejor estar triste que estar tonto.

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