Gambito de dama

Por Mariano Bizzio

The Queen’s Gambit
EE.UU., 2020, 8 episodios de 60′
Creada por Scott Frank 
Con Anya Taylor-Joy, Thomas Brodie-Sangster, Bill Camp, Harry Melling, Isla Johnston, Moses Ingram, Chloe Pirrie, Janina Elkin, Marielle Heller, Marcin Dorocinski, Patrick Kennedy, Matthew Dennis Lewis, Russell Dennis Lewis, Rebecca Root, Christiane Seidel, Millie Brady, Akemnji Ndifernyan, Eloise Webb, Alexander Albrecht, Tatsu Carvalho, Michel Diercks, Murat Dikenci, Rebecca Dyson-Smith, Reda Elazouar, Sam Gilroy, Hubertus Grimm, Charlie Hamblett, Madeline Holliday, John Hollingworth, Tim Kalkhof, Raphael Keric, David Masterson, Steffen Mennekes, Alberto Ruano, Kyndra Sanchez, Sarah Schubert, John Schwab, Ricky Watson, Martin Müller

Cortes, quebradas, giros

Hay un recorrido sinuoso que proponen algunas series. Ese recorrido nos hace entrar y salir de manera zigzagueante. Así como hay otras tantas que nos expulsan de inmediato y otras que no nos permiten ni siquiera atinar a comernos una milanés fría entre capítulos, hay una clase de series que nunca terminamos de entender (no porque no nos deee la cabeza, sino porque no atinamos a descubrir cuál es su plan de máxima). En este grupo ingresa, como es de prever, Gambito de dama, la serie que si bien no va a popularizar al ajedrez por lo pronto lo va a traer de vuelta a primeras lineas, ya que habrá logrado que vuelva a ser observado desde una lógica deportiva no exenta de pasión (acaso el deporte mental por excelencia).

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Esta serie, en la que Anya Taylor-Joy se adueña de uno y mil registros (se trata de una actriz dueña de un arsenal amplio de capacidades sobre las que trabaja con paciencia y sobre las que construye un display discreto pero fascinante de posibilidades: cuántas personas pueden mirar con el mismo gesto pero que a la vez la mirada sea completamente distinta? Actuar con los ojos, no con las cejas ni con la cara, con los ojos, es cosa seria), se vale de su protagonista para contar una evolución dramática acaso previsible, acaso poco interesante, acaso un cuentito dickensiano tardío. De la huérfana brillante y adicta precoz a las pastillas tranquilizantes a la joven que descolla en el ajedrez irrumpiendo en un mundo preponderantemente masculino para luego experimentar la caída de abandonos varios -de padres adoptivos a amigos y parejas- para luego, finalmente, aprender el cuento moral de la autosuperación y el reconocimiento de si mismo, ya que el de terceros siempre estuvo. Puede ser entonces el centro de la serie esa evolución previsible? Yo asumo que no, que nos están metiendo el perro, que hay otra cosa.

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El primer indicio me lo dio el flashforward inicial: ¿me van a contar la historia de una partida final perdida debido a las adicciones? Lo dudo seriamente. ¿Me van a contar la historia de la salida del closet de una chica insegura en un mundo de hombres abusivos? Puede ser, hay una tentativa de eso, pero no puedo afirmarlo plenamente. ¿Me van a contar la historia de una persona que decide salir de su cabeza y abandonar el mundo cerebral para conocer el mundo exterior, es decir, en el fondo me van a contar un coming of age? Puede ser que haya algo de eso. ¿Me van a contar el cuento del proceso de cambio histórico de los 60s a los 70s en clave íntima? Puede haber algo de eso, pero no lo creo. ¿Resultado? Todas tentativas planteadas, abiertas, como quien ve bailar a una bailarina con una falda hecha de flecos en donde a cada movimiento se produce un reacomodamiento de los hilos pero se nos hace imposible definir exactamente el dibujo final de la trama, de la tela, porque todo el tiempo se mueve. O al menos esto sucede durante seis de los ocho episodios. Es recién en el séptimo en donde las cosas se empiezan a acomodar. Ahora bien: ¿es un beneficio que se acomoden o, contrariamente, termina siendo una pérdida para todo lo que sigue?

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Los últimos dos episodios de la serie, contrarios a lo que venían haciendo los capítulos previos. De hecho en la sucesión de los últimos tres episodios no hacemos sino frustrarnos frente a todas y cada una de las tentativas que se nos prometían, como si la serie se dedicara continuamente a frustrarnos para que terminemos de abandonarla luego de quedar algo descentrados. Pero no la abandonamos. Llegamos a la escena que cierra el flashforward inicial y nos damos cuenta que hemos sido vilmente engañados. No en el mal sentido, para nada: el creador de la serie, Scott Frank, es un especialista en construir castillos de naipes disfrazados de ladrillos para luego tumbarlos y decirnos en la cara “viste? no era nada”. Hay algo de cinismo detrás de esa clase de decisiones pero también hay una necesidad de repensar al espectador contemporáneo ya entrenado para esa clase de artilugios. No se nos promete para cumplir ni se nos promete para quebrar sino que se nos promete para vaciar informativamente, para desdramatizar. Quizás, entonces, sea esa la palabra que define al tono de la serie: subir para desdramatizar, jugar al clasicismo para luego vaciarlo desde una modernidad a veces cínica, a veces simplemente destructiva de las expectativas.

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Hacia el final, no obstante, la serie abandona un poco ese ímpetu para retomar, sobre todo en el capítulo 8, un costado más clásico, tanto para los personajes, como para la moral de la narrativa como para el tempo y el tono. El último capítulo es, en esencia, una película deportiva hecha y derecha, una película deportiva en pequeña escala. Por eso también se disfruta mucho más que otros episodios anteriores, acaso más abiertos a la experimentación. Así las cosas no deja de ser una elección interesante: esa revaloración de la ética de la narrativa clásica es también, a su manera, un quiebre con las expectativas…del quiebre de expectativas. Cortes, quebradas, giros. La curiosidad es que esta serie que tiene más cambios de ritmo que un tango es protagonizada por una actriz mezcla estadounidense mezcla argentina. Es un dato estupido, lo se. Pero entre tantas casualidades no me pareció un hecho menor.

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