EE.UU., 2011-2017, 12 episodios de 50 min por temporada. Seis temporadas.
Con Claire Danes, Damian Lewis, Mandy Patinkin, Rupert Friend, F. Murray Abraham, Morena Baccarin, Miranda Otto, Sebastian Koch, Nina Hoss, Elizabeth Marvel, Alexander Fehling, Sarah Sokolovic, David Harewood, Michael O’Keefe, Diego Klattenhoff, James Rebhorn.
El signo de los tiempos
Por Diego Maté
La primera temporada de Homeland fue una cosa rara: una serie de espionaje que gravitaba en torno de un melodrama familiar. La extrañeza de la mezcla era rematada con una premisa narrativa inusual: un soldado era rescatado de una prisión en Medio Oriente después de años de cautiverio y presentado como prenda de triunfo de la administración estadounidense. El conflicto consistía en que, ni bien regresaba, Brodie tenía problemas para reintegrarse a su antigua vida y existía el riesgo de que el tipo fuera un doble agente al servicio del terrorismo islámico. La primera temporada se movía en ese terreno inestable y mostraba una ambigüedad atípica para ese tipo de productos. Cada movimiento del relato alimentaba una intriga: Brodie, ¿es o se hace?
De paso, ese vaivén confirmaba la inutilidad (la estupidez) de mirar series, o películas, o lo que fuera, a la caza de mensajes “pro yanquis”: Homeland retrataba la amenaza del terrorismo y la maquinaria bélica estadounidense con el mismo desencanto y contaba la historia de un hombre que era aplastado por las dos. Esa especie de humanismo iba de la mano de un relato desparejo que alternaba diferentes registros con suerte dispar: la duda de un hombre + drama de familia + espionaje + romance. No se sabe bien cómo pudo llevarse a buen puerto semejante rejunte.
Sexta temporada: Homeland abandona el mundo árabe, regresa a Estados Unidos y detrás quedan el pulso de la narración ágil que abrumaba al público con datos, engaños y acción. La serie vuelve decididamente al melodrama lastimoso, solo que ahora falta la figura torturada de Brodie. Carrie, protagonista excluyente, debe lidiar con su rol de madre y consejera de la presidente electa; Quinn sufre las secuelas del gas sarín y por haber sido despertado de un coma inducido y ahora es un estropajo sufriente que se arrastra por los pasillos lanzando quejidos. Una trama sobre un presunto proyecto nuclear de Irán con Corea del Norte trata de sumar algo de tensión, pero la serie no tiene idea de cómo contarlo, tal vez porque está demasiado ocupada con los problemas domésticos de Carrie y con el estupor de Quinn ante los contratiempos de la invalidez.
Frente a la imposibilidad de encontrar la carnadura de otras temporadas, el relato apela a algunos lugares narrativos fuertes que arruinan lo hecho en años anteriores. Brevemente, la ambigüedad que la serie demostrara en el pasado ahora deja paso a una historia con villanos que rozan la caricatura. Dar Adal, esa gárgola malvada que compusiera con elegancia F. Murray Abraham, ocupa el rol sobredimensionado de conspirador en las sombras. Un proyecto secreto viene a señalar la importancia de los medios de comunicación y su papel en una confabulación burda que tiene como principales actores a un agitador de derecha y un montón de trolls que trabajan para visibilizar una calumnia contra el hijo de la presidenta electa, muerto en combate en Irak.
El tono con el que se subraya todo resulta difícil de tolerar: la serie repite tics de un progresismo perezoso que parece dirigirse a un público infantilizado (Cristina Kirchner comentó con elogios esta temporada en un discurso frente al Parlamento Europeo en mayo de 2017). A semejante catástrofe se suma la persecución de un inmigrante que el FBI utiliza como chivo expiatorio (y que termina mal). Hay algunos momentos de interés en las escenas con la presidenta electa y su jefe de gabinete: ahí la serie parece exhibir algo de la robustez narrativa de otras temporadas, con diálogos y acciones dinámicos que no dejan mucho espacio para los comentarios gruesos, pero tampoco es nada de otro mundo (la cosa está lejos de, por ejemplo, House of Cards).
Otra línea de fuerza solitaria la constituye el personaje Saúl Berenson, que parece reunir en torno suyo la potencia y la aspereza de los buenos relatos de espías, aunque probablemente todo se deba a Mandy Patinkin, actor que, a contramano de sus compañeros, procede por sustracción y puede trabajar con casi cualquier cosa, por ejemplo, con la barba. El insoportable de Quinn (que termina mal) cobra algo de relieve cuando reaparece Astrid, la agente alemana interpretada por la gran Nina Hoss, de una actuación precisa y elegante que pone en evidencia, por contraste, el patetismo sobreactuado de Rupert Friend. El retorno de Astrid (que termina mal) funciona como breve muestra de lo que podría haber sido esta sexta temporada: un drama de espías inteligente, vital, y no un panfleto que balbucea críticas contra los medios de comunicación y el poder político.