Making a murderer

Por Federico Karstulovich

Making a Murderer
EE.UU., 2015, 10 capítulos de 47′ a 66′ aproximadamente
Creada por Moira Demos y Laura Ricciardi

La delgada línea azul (una tragedia americana)

Por Federico Karstulovich

Pocos tipos saben contar de vuelta las cosas como si nunca hubieran sucedido, como si teniendo noción de los hechos los experimentáramos por primera vez. Es un talento, no es fácil de alcanzar y tiene que ver con la capacidad de ver y rever hasta encontrar un nuevo ángulo, una zona inexplorada desde la cual poder partir. Errol Morris es un especialista en eso (quizás junto a Herzog, acaso más concentrado en descubrir lo nuevo que en redescurbrir lo viejo o lo ya dicho en demasiadas ocasiones) y quizás por eso sus documentales nos dan tanto miedo: no porque muestre un mundo inexplorado, sino porque es de esos tipos que logran hallar el punto exacto para ingresar a un intersticio. Bueno, si de zonas grises e inquietantes se trata, no es muy difícil dar con una de las obras maestras del gran documentalista estadounidense. Hablamos de The thin blue line (documental que en nuestras tierras resuena en un caso local como el de Fernando Carrera, protagonista de The rati horror show, dirigida por Enrique Piñeyro en 2010), que es lo más parecido a una pesadilla wellesiano-kafkiana que una persona pueda padecer: estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno, ser acusado de un crimen sin haberlo cometido y ser sentenciado primero a la cárcel y luego a la ejecución final.

Si Morris había logrado uno de los puntos más altos de su filmografía (y uno de los documentales indispensables de todos los tiempos) era no solo por el dominio del lenguaje audiovisual (convirtiendo a un documental en una verdadera película de suspenso), sino por su capacidad de inquietar y dejar instalada la pregunta que quizás no nos planteamos demasiado seguido en las democracias republicanas de base liberal: ¿y si las instituciones que tienen que protegernos no fueran una antesala que silencia la propia incapacidad del estado de responder ante ciertas circunstancias? ¿Y si en el fondo esas instituciones no fueran otra cosa que el resguardo de una estabilidad predeterminada que no se cuestiona a si misma? ¿Y si esas instituciones no hicieran otra cosa que administrar el silencio de sus ciudadanos  a cambio de algunas vidas que aseguren un chivo expiatorio? ¿Y si entonces las cárceles fueran un espacio en donde retener las anomalías del sistema mezcladas con criminales reales? Todas y cada una de esas preguntas son las que se hacen casi 30 años después (27 para ser exactos con la fecha de finalización de la primer temporada) las creadoras de Making a murderer, quienes parecieran volver sobre el exacto perfil del largometraje de Morris, solo que esta vez para profundizar su horror, multiplicar su espanto y expandir la angustia a lo largo de 10 episodios.

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Contar la triste y desdichada vida de Steven Avery, el protagonista de los hechos, ya de por sí es deprimente: detenido y condenado por una presunta agresión sexual en 1985, el acusado pasa 18 años en prisión por un crimen que no cometió. Pero la serie no trata sobre este hecho injusto. Esto es apenas el principio. Exonerado casi dos décadas después y liberado gracias al análisis de ADN que permitió dar con el verdadero culpable, Avery se convierte en el ejemplo vivo de las iniquidades del sistema, incluso llevando apoyo de varios candidatos políticos que lo ungían como el ejemplo de aquello que el sistema judicial estadounidense no tenía que repetir; o presentando una demanda civil millonaria contra el condado que llevó adelante la detención arbitraria. Pero como les dije, eso es solo el principio. En 2003, poco tiempo después de la presentación de la demanda, Avery vuelve a ser detenido, esta vez acusado del asesinato de una fotógrafa del mismo condado. Y aquello que parecía ser la salida de una pesadilla, de un momento para otro, se convierte en el reingreso: los medios, los vecinos, la opinión pública, el condado acusador, los fiscales y los defensores. De repente la vida de Steven Avery tiene todos los ingredientes necesarios de una tragedia, de esas que no se ven todos los días, que además incluye a demasiadas personas. De un momento para otro, entonces, la serie deja de comportarse como uno de esos típicos policiales de enigma para empezar a mostrar su contratara mas noir posible. Y entonces comprendemos que el condado de Manitowoc, en Wisconsin, no es otra cosa que Chinatown. Sí, el Barrio Chino de Polanski, en donde puede pasar cualquier cosa, y en donde los poderes del estado y la sociedad civil arman una red de complicidades monstruosa que nada tiene que envidiarle el Kafka de El Proceso.

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De la peor de las formas posibles, capítulo a capítulo, vamos entendiendo que la red de complicidades e intereses contrapuestos para que Avery no recupere la libertad no es solo una cuestión de dinero, cuestión no menor ya que podría evitarle al estado un pago millonario. No. La red de complicidades conecta con el punto más álgido del documental de Errol Morris que describimos al principio. Y es que en aquel, en algún momento que no puedo precisar, un abogado se refería al principio hobbesiano de la última línea de defensa institucional. Bueno, esa última línea, decía el testimonio, es la línea que separa la civilización de la barbarie. Es la línea que divide a las instituciones del estado y su imaginario de aquellos que las violan. Y, un poco a la manera de H.G.Wells en La máquina del tiempo, pero invirtiendo la carga de prueba (vaya ejemplo el que uso), no son los Morlocks (los seres monstruosos del subsuelo) los que emergen para secuestrar a uno de los Eloi (los seres hedonistas pero sin inteligencia ni demasiadas capacidades, habitantes de la superficie), sino que los Morlocks dominan la superficie y la organización del mundo pero hacen creer que los Eloi son los monstruos reales.

El punto más perturbador de la serie es, precisamente, la luz que echa sobre el orden liberal. Porque muestra el límite de un proyecto, que la izquierda (que en su historia tampoco tiene demasiada buena relación con el sistema jurídico) históricamente ha criticado: que las cárceles no solo alojan criminales, sino que también pueden ser administradoras de una mínima pero indispensable (o quizás mayúscula, no lo sabemos) tasa de injusticia, una que asegure que las instituciones configuren un imaginario sustentable en el tiempo y que sobreviva de generación en generación. La tragedia de Avery (todavía encerrado por un segundo crimen que no cometió) es, en alguna medida, la tragedia de las instituciones modernas del liberalismo burgués. Las mismas instituciones que forman la base indispensable del sistema democrático y republicano que lleva algún par de siglos de existencia en el país de las 50 estrellas.

La delgada línea azul es, entonces, el imaginario de defensa que los representantes de las instituciones deben defender a rajatabla. Porque sin la delgada línea que separa la (imposible) institucionalidad de la barbarie, lo que queda es el mismo pedazo de tierra desdibujada. Y habitada por hombre trágicos, que supieron estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Una tragedia americana, hecha y derecha.

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