The confession killer

Por Luciano Salgado

EE.UU., 2019, cinco episodios de 45′
Creada por Robert Kenner y Taki Oldham
Con Phil Ryan,  Bob Prince,  Hugh Aynesworth,  Nan Cuba, Clemmie Schroeder,  Joyce Lemons,  Liz Flatt,  Mike Cox,  Parker McCollough, Jim Henderson,  Vic Feazell,  Truman Simons,  Jane Pauley,  Henry Lee Lucas

El perfecto asesino

Aristóteles señaló alguna vez que los recursos dramáticos no son otra cosa que herramientas que permiten contar la misma historia sin que se note que estamos repitiéndonos. En una perspectiva un poco más prosaica me puedo imaginar a los mandamás de Netflix preguntándose: “Podemos seguir haciendo docu-series sobre juicios, sobre inocentes injustamente culpados, sobre el sistema corrupto de justicia, sobre juicios dudosos o casos impunes?” (vg: algunas de las series fueron cubiertas en esta revista The Confession tapes, Making a murderer, El proyecto Williamson, The Devil Next Door, Evil Genius, The Keepers, The Staircase, Long Shot & Out of thin air). Si, claro que se puede. Y quizás una de las experiencias más extrañas que uno pueda tener como espectador con este formato es la gran The confession killer.

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Pero hagamos una nota al pie, más cinéfila que propia de las series y la tv. Vayamos a 1986. En ese año los casos que toma esta serie como referencia todavía estaban en desarrollo. Apenas algunos años antes un presunto asesino había sido detenido. Y de a poco había empezado a confesar una sucesión de crímenes que hasta el momento eran casos sin solución. En muy pocos años ese detenido, Henry Lee Lucas, se convertía en el asesino en serie más prolífico de la historia criminal de EE.UU., habiendo llegado a declarar la friolera de 600 asesinatos (declarados con lujo de detalle). Para mediados de la década, por tanto, ni lerdo ni perezoso, un joven John McNaughton concebía su ópera prima. En Henry, retrato de un asesino (1986), el joven director construía una ficción en torno a la figura que en la vida real terminó siendo más ambigua de lo que la película presentaba. En el film Henry Lee Lucas (primero solo, luego acompañado por el inseparable Ottis, su amigo de atrocidades) era descrito como un ser disociado, incapaz de empatía alguna, que hacía del asesinato una de las bellas artes. Y es que sin necesidad de caer en el esteticismo abstracto de directores como Dario Argento (un especialista en diseñar muertes ingeniosas y filmarlas como nadie), lo que hacía McNaughton era mucho más perturbador, porque su horror era seco, cortante, casi burocrático. La muerte de los otros, para su protagonista, era más bien un ejercicio melancólico y parsimonioso, carente de placer. Henry mataba como quien atiende una caja de supermercado en un domingo previo a la navidad: rápido, sin mirar demasiado, esperando que el asunto se termine lo antes posible.

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Para quienes teníamos esa referencia, allá lejos y hace tiempo, volver a la figura trágica de Henry Lee Lucas (a quien Nick Cave le dedicara esta canción extraordinaria, parte del disco Murder Ballads) y encima en una docu-serie (para quienes no sepan qué es ese formato: es un documental con una estructura narrativa cuasi ficcional, que organiza el relato como si se tratara de una película de suspenso en episodios) implicaba retomar las andanzas espantosas, retomar el hilo de los asesinatos y, por qué no, cierto morbo que se mete por los poros, como había sucedido con la irregular Conversaciones con asesinos: las cintas de Ted Bundy (sobre la que hablamos en en la revista en este link), quien durante un buen tiempo había sabido ostentar el título de ser el mayor asesino serial de la historia de los EE.UU.
Pero en The confession killer nada es lo que parece. No es una serie sobre el morbo del asesinato, ni una sobre el intento de entender la psiquis del asesino (muchísimo más interesante es la película de ficción, Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile del mismo director de la serie documental de Bundy, que hizo exactamente lo inverso que el documental en cuestión y sobre la que hablamos en este link), ni tampoco una serie sobre un inocente siendo culpado por un sistema. O un culpable siendo liberado por el mismo sistema defectuoso. No. En esta serie se combinan varias cosas a la vez que se proponen ser todas y ningunas. Por eso reaparece la pregunta de Aristóteles por los recursos dramáticos: cómo se narra algo harto conocido sin entrar en todos y cada uno de los vericuetos de los lugares comunes? Fácilmente: abrazando todas las posibilidades. Claro, el problema está en que la vida real no habilita siempre esa composición de contradicciones irresolubles.

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Pero la vida y el caso de Henry Lee Lucas si habilita mil contradicciones juntas: se puede ser un asesino múltiple y no haber matado a nadie? Se puede haber matado a gente que está viva y que declara estar enamorada del asesino? Se pueden resolver dos centenares de casos con lujo de detalle y luego comprobar que en la práctica solo pudo haberlos consumado Flash? Todas y cada una de las luces que abre la serie se oscurece a los pocos minutos. Para el segundo de los cinco capítulos ya no sabemos si estamos ante un gran mitómano, un simple perejil utilizado por los Rangers de Texas, un asesino carente de empatía o si el asunto es aún más oscuro, tanto que no tenemos la capacidad de entender la madeja de intereses que se juega (como si la serie comenzara prometiendo ser un policial de enigma para de a poco ir convirtiéndose en un policial negro en el que todos los cables conectan con todo y en donde nadie es inocente en ningún aspecto). Por eso el mayor logro de este documental asfixiante e hipnótico radica en exhibir todas las contradicciones juntas hasta hacerlas insoportables, haciéndonos incapaces de saber donde estamos parados. Lo curioso es que si la ficción habilitara semejante grado de plot-twists (como los que muestra esta serie cada vez que termina un capítulo) nos resultaría radicalmente inverosímil. Pero en el mundo de posibilidades que nos muestran los hechos (que abarcan aproximadamente tres décadas, entre finales de los 70s y finales de la primer década del 2000) todo es posible: un asesino serial que no asesinó a nadie y que solo quería un poco de amor, un hijo misógino que trama una venganza contra las mujeres, un amor fraternal (pero con mucho de amor de pareja) entre dos amigos inseparables (incluyendo un pacto de silencio), un suicidio en cámara lenta mediado por el estado, una fuerza casi para-institucional dedicada a dibujar casos, un fiscal desesperado por revancha, una enamorada que simula ser quien no es, una asistente enamorada de un preso al que le dedica su vida. Todas esas piezas forman parte del imposible encadenamiento de relaciones que propone la serie, que, como los mejores policiales negros, deja más preguntas que respuestas. Y que a la vez oscurece aún más a una figura oscura.

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Quizás el punto menos interesante de la serie radique, precisamente, en los momentos en los que necesita cerrar todas y cada una de las puertas que fue abriendo, por lo que, solapadamente, nos induce a pensar tentativas respuestas que, ahí si, nos llevan a los lugares comunes: una mano negra detrás de los hilos de poder, un estado que no quiere caer en el ridículo de haber creído confesiones voluntarias de parte de una persona con evidentes trastornos de conducta y personalidad y, finalmente, una víctima perfecta del sistema. Ahí, en el momento en el que la conspiranoia se vuelve certeza de respuesta es en donde la serie pierde buena parte de su volumen, porque busca tranquilizarnos justamente donde nos había dejado temblando. Sea como fuere, la vida, parece decirnos esta suma de cinco capítulos, es un pasadizo oscuro a través del cual pasamos sin la menor idea del espanto que puede acaecer. En ese temor reverencial a la perturbación humana es en donde la serie se comporta como una verdadera película de terror (y no en sus detalles macabros, que son para el morbo nuestro de cada día)

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