The End Of The F***ing World

Por Federico Karstulovich

The End Of The F***ing World
Reino Unido, 2017, 8 capítulos de 20′
Creada por Charlie Covell basada en el cómic de Chuck Forsman
Con Alex Lawther, Jessica Barden, Gemma Whelan, Wunmi Mosaku, Steve Oram, Christine Bottomley, Navin Chowdhry, Matt King, Eileen Davies, Jayda Mitchell, Jack Veal, Polly Kemp, Jonathan Aris, Alex Sawyer, Barry Ward, Kierston Wareing.

Cantos de experiencia

Por Federico Karstulovich

A Daniela, mi experiencia extraordinaria de cada día.

Algunos años atrás, en una de esas hermosas librerías de Corrientes, en una época en la que te podías comprar 5 libros con 200 mangos (creo que por 2004 si no me equivoco) me conseguí una maravilla, un libro al que le venía teniendo ganas desde hacía un buen rato. El libro era uno de Martin Jay (que le da el nombre a esta nota), un ensayista neoyorkino que se había tomado el trabajo de registrar una suerte de genealogía intelectual del concepto de experiencia. Una de las cosas que más hermosas que me dejó ese libro fue el encuentro de Montaigne. La oscilación entre Montaigne y Marco Aurelio (al que estaba leyendo bastante en esa época) siempre me quedó dando vueltas pero con el tiempo, el paso de las carreras y la facultad, las separaciones (en el medio quedaron algunos libros perdidos, entre ellos el de Jay y el de Marco Aurelio) el tema se me fue perdiendo. O al menos se perdió como inquietud intelectual. Luego de una época turbulenta de mi vida me acordaba de Montaigne y de una frase: “El cuerpo es un laboratorio de experiencias de las que el espíritu se provee”. Bueno, en esa época en la que nada era muy seguro en mi vida, mi espíritu se encargó de decirle a mi cuerpo que se proveyera de experiencias nuevas, múltiples. Que se alimentara y aprendiera. Y, curiosamente, ahí terminé de entender algunas cuestiones de mi amado Montaigne (pero también de mi amado Emerson): la experiencia era, fundamentalmente, una práctica.

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La experiencia (o la necesidad de ella, para ser más preciso) es también un horror al vacío, al dolor de no saber para donde disparar (perdonen el argentinismo los lectores de otras latitudes). La experiencia llena. La experiencia es nutritiva y tiene algo de orientativo cuando no hay brújula o cuando no hay horizonte posible. En ese sentido la experiencia es ordenadora justamente porque no deje de tener algo de educativo darse la cabeza contra la pared hasta darse cuenta que, si nos la damos muchas veces, eventualmente vamos a sangrar o a tener una hemorragia jodida. Bueno, sobre esa experiencia como acto ordenador, como acto que permite poner las cosas en perspectiva es donde entiendo que encuentra su lugar más lúcido The End Of The F***ing World (de aquí en más TEOTFW).

La serie inglesa de ocho capítulos (breves y al hueso, casi sin sobrantes informativos, económica y proteica) se toma los primeros tres para que entremos un poco en ese vacío inicial y luego si podamos dar el salto hacia la experiencia formativa. Pero antes una aclaración pertinente: hablar de experiencia y formación nada tiene que ver con la llamada literatura derivada de la novela de aprendizaje. No: no se trata de un aprendizaje en el sentido goethiano del término. No es un aprendizaje sarmientino el de la experiencia a la que nos referimos aquí arriba. Mientras que en esos casos tradicionales y formativos del imaginario liberal burgués (del tránsito hacia el siglo XIX en un caso y de mediados del XIX en otro) la experiencia es algo manipulable y administrable, la road movie en formato seriado que propone TEOTFW se vincula más directamente con otras tradiciones, que son las de la pérdida, las del extravío. Las tradición Beat (pero sin el tufillo literario) está merodeando ese viaje a ningún lado (aunque en efecto haya un objetivo, que es menos un objetivo real que una excusa para experimentar el viaje).

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Siendo joven o ya cargando algunos años encima siempre me resultó curiosa la actitud de algunos padres intentando racionalizar la relación de sus hijos frente a ciertas experiencias (sexuales, de drogas, de peligros físicos, etc). Lo curioso es que siempre se tendía a leer la exposición de adolescentes a esas experiencias como emergente de problemas intrafamiliares o relacionales. Y lo curioso era, justamente, que en muchos casos no existía tal o cual problema entre padres e hijos. Ni siquiera un problema de límites. La experiencia venía a suplir una necesidad de re orientar el cuerpo, el espíritu -o lo que corno fuera que nos hace individuos- hacia algún lado. La experiencia no era más que una brújula para caminar o correr o saltar. Por eso nunca desdeñé el lugar de la experiencia (no obstante con los peligros que esta conlleva o carga consigo como consecuencia de las prácticas). Y quizás en eso radique la libertad misma, como plantea la paradoja de Sade: para practicar la más absoluta libertad hay que poder ser absolutamente disciplinado. Y quizás en ese punto radique el problema de la no comprensión adulta: no solo no se observa la libertad sino tampoco ninguna posible disciplina. Bueno, la experiencia disciplina incluso no queriéndolo. Y algo de esto también es lo que aprenden los protagonistas de TEOTFW: la experiencia enseña incluso a las corridas, en plena escapada. Por eso, en alguna medida, todo canto de experiencia derivado de una huída es también una historia sobre el aprendizaje.

TEOTFW tiene una cualidad particularmente tierna, que es la de iniciar con personajes en estado de alta hypsteria (junten las palabras, no me hagan explicar el término) y bastante insufribles por cierto para luego llevarlos hacia un terreno de fuerte y sólida empatía. O para decirlo mejor y más simple: es una serie que quiere a sus personajes porque los presenta con sus máscaras sociales ridículas para demostrar que en el fondo no se trataba de otra cosa más que personajes en busca de un mundo de sensaciones y de sensorialidad nueva ahí donde el mundo que los rodeaba ya no les proveía otra cosa. Si, se puede decir que es un gesto infantil, un gesto de consumo (“quiero un chiche nuevo”), pero también es un gesto desesperado, que busca desdoblarse de la propia máscara para reconocer en lo propio al mundo ancho y ajeno. Y luego volver cambiados. Ese gesto desesperado se sostiene sobre la matriz de los outlaw, los que están fuera de la ley pero no porque sean antisistema, sino porque su brújula les pide reconectar (al fin y al cabo un acto religioso: re-ligar) con algo que les recuerde dónde están parados. Y por eso la frase final de TEOTFW es particularmente conmovedora. En ella se cierran todos los vectores. Quizás esa escapada final (que recuerda al gesto desesperado de Antoine Doinel en Los 400 golpes) cargue sobre si todo el peso de la experiencia más valiosa que han aprendido los dos protagonistas. El humanismo de reconocerse junto a otro en el mundo con quien poder cuidarse acaso sea una de la experiencias indispensables. Por eso puede finalizar donde finaliza: porque en ese reconocimiento no termina, bien por el contrario, empieza el mundo.  

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