The Great

Por Guido Segal

The Great
Australia, 2020, 10 episodios de 50′
Creada por Tony McNamara 
Con Elle Fanning, Nicholas Hoult, Sacha Dhawan, Charity Wakefield, Phoebe Fox, Julian Ferro, Adam Godley, Douglas Hodge, Louis Hynes, Robert Jarvis, Gwilym Lee, Belal Sabir, Michael Odin Cartwright, Florence Keith-Roach, Paul O’Kelly, Tonto Appiah, James Berkery, Matthew Churcher, Sebastian De Souza,Bayo Gbadamosi, Roman Green, Imogen Ruby Little, Teresa Mahoney, Katarina Martin, Obie Matthew, Glen Passingham, Abraham Popoola

Ridículo y sublime. ¡Huzzah!

Por Guido Segal

Hay un dicho en Francia que dice algo así como que aquello que separa la sofisticación de la obscenidad es el Estrecho de Calais. Esta boutade tan francesa no es otra cosa que una forma más de burlarse de sus eternos enemigos, los ingleses. Pero, a fines prácticos, y cambiándolo de signo, nos sirve para pensar el cine. Precisamente, en esa estrecha frontera entre la gloria y la debacle viven algunas de las mejores películas. En este estado de perpetuo riesgo de caer en el ridículo es donde el cine alcanza una honestidad y un visceralidad capaces de volverlo memorable. Todo este preámbulo no es más que una excusa para hablar de Yorgos Lanthimos, ese cineasta griego que despierta igual dosis de fanatismo y rechazo, pero esa es solo una escala para poder llegar a The Great, la serie creada por Tony McNamara. Lanthimos es ese tipo de cineasta oscilante, que coquetea con la genialidad para después caer en la grasada, que alterna ideas deslumbrante y ejecuciones clínicas (Dogtooth, The Lobster) con esperpentos pretenciosos y de un ánimo provocador cuasi adolescente (Alps, The Kiling of a Sacred Deer), un poco en la línea de Von Trier o Gaspar Noé. La provocación, sin tripas ni verdadera intención de subvertir el orden institucional imperante, no prospera ni perdura. Pero al César lo que es del César, y hay que reconocerle a Lanthimos su potencia narrativa, su abundancia de ideas y su asimilación de influencias múltiples (un poco de Brecht, un poco de Kubrick, un poco de Peter Sellers), generalmente acompañadas de una sana cuota de ambición.

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The Favourite, su más reciente película, se distingue de las demás por un notorio cambio de tono. La búsqueda humorística que se asomaba en Dogtooth cobra otra dimensión en su tragicomedia palaciega. Hay más liviandad y más ánimo satírico, pero también una búsqueda pop de rejuvenecer el cine de época. Un poco a lo María Antonieta pero sin las secuencias diseñadas para vender perfume. Hay, también, un mayor desarrollo de personajes. Cada una de las tres protagonistas tiene una voz propia, una misión propia, contradicciones y falencias que las humanizan, algo que el cine de Lanthimos anterior –robótico y alienado– carecía. ¿Era posible que la intervención de nuevos guionistas hubiera modificado la trayectoria habitual del griego? Sí, era posible. Lo más lógico hubiera sido pensar que tan intrincados personajes femeninos eran obra de Deborah Davis, porque no es habitual que un hombre entienda tan a fondo la psiquis femenina. Pero había otro integrante del tándem guionístico del que yo poco sabía: Tony McNamara. El dramaturgo australiano, guionista y director fue el que apostó por el choque estilístico entre decorados y vestuario acorde al período pero actitudes y formas del habla contemporáneos. Nada nuevo, podríamos decir, pero pocas veces tan bien ejecutado. Si había alguna duda sobre la autoría de ese mundo, The Great lo confirma.

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McNamara pone su foco en el ascenso triunfal de Caterina II de Rusia, Caterina la Grande. Como es de esperar, la grandeza no es inmediata, menos aún para una alemana joven y refinada que se muda a la más sanguinaria de las naciones europeas. Los diez capítulos de la primera temporada escenifican una seguidilla de humillaciones, batallas íntimas y manipulaciones que dan a la serie su elemento político. Pero esa es solo una punta del triángulo que da a The Great su encanto irresistible. La vulgaridad puede ser una herramienta poderosa si está anclada en los personajes. The Great no teme ser tonta ni soez, sabiendo que el choque con la elegancia del entorno y de las costumbres aristocráticas nos genera una contradicción cerebral poderosa. Hay que tener mucho oficio para confundir al espectador y después llevarlo de las narices. Hay que tener profundidad emocional y empatía para hacer de lo burdo algo conmovedor, y McManamara –que escribió la mayoría de los capítulos– tiene ambas. Hábil manejo de la intriga política, por un lado, y vulgaridad embestida de humanidad, por otro. La tercera pata del asunto, clave, es el manejo de los tiempos. La comedia, como se sabe, es drama más tiempo. La serie, que incluye a algunas de las mejores promesas de la dirección televisiva contemporánea (como el dúo Bert and Bertie), se construye sobre un prodigioso manejo del timing comédico. Esto se refleja también en los extraordinarios diálogos (“Gracias, Peter. Me regalaste un oso y dejaste de pegarme. ¿Qué mujer no sería feliz?”) y su ejecución al ritmo de screwball comedy.

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Lo interesante es que McNamara no escribió la serie y logró llevarla a cabo montado en el éxito de The Favourite. Ya la había escrito en su totalidad y fue esa muestra de su infinito talento lo que hizo que Lanthimos lo reclute para su película. A su vez, a través de la película es como McNamara convenció a Nicholas Hoult para que interprete a Peter, el emperador abusador. Lejos ya de su papel infantil en About a Boy o en la serie Skins, Hoult es cada vez mejor actor. Tiene presencia, una cara imposiblemente británica (como Benedict Cumberbatch) y un rango actoral intimidante. Hoult interpreta a un idiota al mando y peligroso, lo cual hace a la serie relevante en el mundo actual. Pero Hoult y McNamara trascienden la superficie y dotan al emperador de una vulnerabilidad y una fragilidad que no solo vuelven más difícil de odiar al tirano sino que sirven narrativamente para que Catherine acceda al trono que merece más que nadie. Hoult tiene quizás las mejores líneas de la serie, como la perpetua onomatopeya inventada que los rusos usan para celebrar (¡Huzzah!), pero además se hace un festín con la seguidilla de orgías, asesinatos, torturas y planes que solo una menta limitada podría anunciar sin sonrojarse. Es el contrapeso perfecto a la ingenuidad rosácea de Elle Fanning, también espléndida en su rol. En ese equilibrio inestable de fuerzas desparejas pero antagónicas es donde la serie justifica su duración. Es un deleite ver ese romance naciente, imperfecto y a la vez interesado, entre emperador y emperatriz. Progresivamente, la serie se va volviendo más griega en tanto que brotan los planes magnicidas. De la comedia giramos a la tragedia y de regreso.

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McNamara también es un maestro de equilibrar las épocas. A pesar de su aire posmoderno, la serie es tremendamente precisa en su recuento histórico. Más allá de las inevitables licencias narrativas, hay infinidad de detalles que ilustran tradiciones y eventos que realmente existieron. Lo que da vida a esa sucesión es que en medio de ellos se cuelan secuencias mundanas y hasta triviales, actitudes humanas universales como cagarse encima, preocuparse por acné o tener que soportar a gente insoportable con tal de conseguir lo que uno quiere. Hay personajes que se aburren y cometen atrocidades en nombre de ese aburrimiento. Otros tienen una energía sexual reprimida que los hacen objeto de burla. Hay generales ebrios y damas cortesanas adictas a los dulces, hay tías que no esconden su deseo por otras mujeres e imposiciones absurdas, como la ley que dicta Peter de que todo noble debe estar afeitado en su presencia. En estas trivialidades y actos de flaqueza o vanidad humanas la serie se vuelve contemporánea, mucho más que en su uso de vocablos modernos o insultos. Otro elemento que la serie aplica con gran éxito es incorporar un elenco multiétnico a la corte rusa. Si bien suena a desatino, dado que bajo ningún concepto había personas negras o asiáticas en esas esferas y en ese territorio, la serie lo incorpora como otra capa de cuestionamiento de nuestros modos de recrear el pasado. Sin convertirse en una declaración de principios o en una cuota a llenar como en muchas producciones actuales, The Great suma color sobre color y al rato dejamos de pensar que Arlo es un actor de tez morena o que otros nobles son de descendencia africana. Una vez abierta la puerta del estallido pop, del potpurrí de paletas, tradiciones e influencias, todo vale, y nos enfocamos en la solidez narrativa y en lo festivo de la propuesta.

En resumidas cuentas, The Great es probablemente una de las mejores series de este año apocalíptico que nos toca. El encanto de sus personajes, más aún que las retorcidas marchas y contramarchas necesarias para deponer a un monarca, genera el elemento adictivo del que toda serie se alimenta. El vórtex de la resolución nos chupa hacia adelante y la astucia de ver qué nueva aberración va a cometer Peter o qué nueva argucia va a aprender Catherine son suficientes para no abandonar al relato. La falta de miedo al ridículo y jugar siempre pelotas al fleje, como los mejores tenistas, genera momentos dignos de aplauso de pie. La escritura de McNamara, cimentada en un estudio de personajes tan incisivo como sus one-liners, está hecha para durar. No es una serie perfecta, pero ya nadie busca eso. Lo que más quiero es tambalear sobre esa fina cuerda que separa lo ridículo de sublime, bailar en tensión mientras me olvido que el mundo se cae a pedazos, que todo está inventado y que nos volvimos insensible hasta a la muerte. The Great lo tiene. ¡Huzzah!

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