Una serena pasión

Por Federico Karstulovich

Una serena pasión (A Quiet Passion)
Reino Unido-Bélgica, 2016, 125′
Guión y dirección: Terence Davies.
Con Cynthia Nixon, Jennifer Ehle, Duncan Duff y Keith Carradine

Verso libre

Por Marcos Rodriguez

Algo en la libertad de la poseía de Emily Dickinson hace eco en el cine de Terence Davies. Una serena pasión tiene una fluidez plácida, detallada, vagamente existencialista; exenta de grandes tramas, casi hasta de la obligación de contar una vida completa, coherente o siquiera bella, la película puede entregarse a su protagonista, y a través de esta abrirse hacia tantas otras cosas. Así como Dickinson extraía de su vida (pequeña, solitaria, rebelde, extraña) sus poemas, Davies extrae de un puñado de actores, un puñado de locaciones y, sobre todo, de la luz con la que los baña, un entramado minucioso y demoledor.

La inclusión de los poemas de Dickinson en la película es una operación reveladora. Simple, casi obvia, pero a la vez oblicua, su presencia nunca se presenta como comentario sobre la trama, explicación o siquiera anécdota de cuál fue la circunstancia que dio origen a tales o cuales versos. Los poemas de Dickinson abren los sentidos de lo que vemos, exploran el significado de un acontecer rutinario y exclusivamente hogareño, la materia de los días de Emily.

El reino de la palabra se nos presenta en Una serena pasión como un reino casi exclusivamente femenino. Atrapadas en sus casas, en sus deberes y sus roles, en sus relaciones y sus funciones, las mujeres recurren a la palabra para liberarse. Los hombres también hablan mucho y hablan bien en Una serena pasión, pero son las mujeres a quienes vemos hablar más y mejor. No se trata solo de Emily, que se sienta por las noches a desgranar versos breves y contundentes, todas las mujeres hablan, se mueven, interactúan y existen a través de la palabra. Uno de los ejemplos más claros es el de la Srta. Buffan, joven libertaria que se dedica al intercambio astuto y frívolo, mujer de opiniones fuertes y respuestas veloces. Pero a todas las mujeres las vemos cuando hablan: la madre de Dickinson y sus ataques de melancolía, el intercambio fundamental y constante con la hermana Vinnie, incluso las charlas con Susan, la cuñada. La palabra es el reino de la mujer, pero no de cualquier mujer, sino de la que está dispuesta a ser libre a través de ella. También nos encontramos con la tía, poeta seria y respetable, que alcanza al menos a vislumbrar el peligro detrás del manejo de la palabra en la familia de su hermano. Otra mujer que no entra en el juego de la palabra (y, por tanto, en su libertad) es la esposa del pastor Wadsworth, mujer puritana y severa, que considera que hasta el té es pecado, y con la cual resulta imposible sostener una conversación.

La velocidad y la chispa de la palabra choca de frente con la duración de los planos, los movimientos dosificados de cámara, la plusvalía de sentido que Davies genera con los tiempos vacíos, de ritmo victoriano, con una circulación que, imaginamos, corresponde a una época pasada pero, también, a una exploración de lo simple y de sus sentidos. Esa paradoja de velocidades es la que genera una capa transversal: vemos lo que vemos (los hechos de la vida de Emily Dickinson, hasta los hechos históricos trazados con una simplicidad casi precaria) pero vemos también algo mucho más amplio, que abarca los límites del cine y de sus posibilidades para transmitir sentido.

Es singular también el peso que cobran los objetos en el plano. Lo que normalmente sería un simple diseño de arte, se vuelve concreto y específico en Una serena pasión, casi tan cargado de sentido como los versos de Dickinson. Un juego de vasos de cristal, un pedazo de pan, un plato sucio, la distribución de una sala de estar, una lámpara en la noche, los pequeños cuadernos que Emily cose con dedicación y frustración y placer y angustia, el cortinado que atrapa la luz que intenta pasar. De igual forma, por motivos diversos, las paredes escasas que constituyen el laberinto de la vida de Dickinson.

Similar a este peso de los objetos es el peso de los cuerpos. La primera evidencia es la tan mentada secuencia en la que se realiza la transición de juventud a madurez (fundamentalmente, un cambio de actores para la mayoría de los personajes principales): ahí vemos las caras cambiar, la piel perder su turgencia. Es singular esa secuencia no solo por la originalidad del procedimiento (simple y funcional) sino fundamentalmente por el peso que da a la carne más cansada de sus actores maduros, rasgo que en lugar de disimularse en una narración tersa pasa a ponerse en relieve. Ese mismo peso del cuerpo, material, encerrado, angustiado, va cobrando fuerza e importancia a medida que el personaje de Dickinson se va “amargando”. Los padres van muriendo, el hermano se va quedando pelado, y finalmente la enfermedad empieza a consumir a la propia Emliy. Cansancio, ausencia, dolor. Las palabras se van volviendo agrias. Los espacios son cada vez más limitados. La placidez se convierte en conflicto. Y después la muerte, que no lleva necesariamente a nada (Emily, la que está más cerca de Dios que nadie, para quien “la posteridad ofrece tan poco consuelo como Dios”), más que a un moroso travelling en el que la cámara nos lleva a través de un cortejo fúnebre y de ahí hasta una tumba abierta, en la que va a morir esta película singular.

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