Tal vez Kenji Mizoguchi sea el único director japonés capaz de comprender cabalmente el significado sacrificial de la mujer, su impronta avasalladora y su papel axial, en una cultura que aún oculta resabios de su filmografía, y comprender cegadoramente la sensación de felicidad y la noción libertaria, de lo que sea y de quienes sean, como caprichosos y fugaces instantes merodeando en los recovecos de una memoria disparada siempre hacia el pasado de un eterno retorno. Y si hay algo característico en todo este develamiento cultural llevado a la pantalla por medio de historias inventadas o adaptadas del teatro kabuki y novelas tortuosas y románticas de los siglos XIV o XV o XVI -cualquier siglo anterior en el que vivió Mizoguchi- es la total ausencia de prédicas o sermones o diatribas por sobre las imágenes. Y son justamente estas, con sus travellings tanto en interiores como en exteriores, y la ausencia total de primeros planos, las que nos sitúan en la era feudal Tokugawa, a fines de siglo XVIII, donde, como siempre en Mizoguchi, el tema pasa por el rigor (casi) inflexible de las costumbres de esta época -y en este caso por las restricciones tanto económicas como societarias para con los artistas- aunque el relato pivotee en torno a las relaciones amorosas entre hombres y mujeres donde, como siempre también en Mizoguchi, estas últimas sean las verdaderas protagonistas de la historia, de cualquier historia.