Utamaro y sus cinco mujeres (Kenji Mizoguchi, 1946)

Por Federico Karstulovich

Tal vez Kenji Mizoguchi sea el único director japonés capaz de comprender cabalmente el significado sacrificial de la mujer, su impronta avasalladora y su papel axial, en una cultura que aún oculta resabios de su filmografía, y comprender cegadoramente la sensación de felicidad y la noción libertaria, de lo que sea y de quienes sean, como caprichosos y fugaces instantes merodeando en los recovecos de una memoria disparada siempre hacia el pasado de un eterno retorno. Y si hay algo característico en todo este develamiento cultural llevado a la pantalla por medio de historias inventadas o adaptadas del teatro kabuki y novelas tortuosas y románticas de los siglos XIV o XV o XVI -cualquier siglo anterior en el que vivió Mizoguchi- es la total ausencia de prédicas o sermones o diatribas por sobre las imágenes. Y son justamente estas, con sus travellings tanto en interiores como en exteriores, y la ausencia total de primeros planos, las que nos sitúan en la era feudal Tokugawa, a fines de siglo XVIII, donde, como siempre en Mizoguchi, el tema pasa por el rigor (casi) inflexible de las costumbres de esta época -y en este caso por las restricciones tanto económicas como societarias para con los artistas- aunque el relato pivotee en torno a las relaciones amorosas entre hombres y mujeres donde, como siempre también en Mizoguchi, estas últimas sean las verdaderas protagonistas de la historia, de cualquier historia.

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