Springsteen: Música de ninguna parte

Por Federico Karstulovich

Springsteen: Deliver Me From Nowhere
Estados Unidos, 2025, 120′
Dirigida por Scott Cooper.
Con Jeremy Allen White, Jeremy Strong, Paul Walter Hauser, Stephen Graham, Odessa Young, David Krumholtz, Gaby Hoffmann, Harrison Sloan Gilbertson, Grace Gummer, Marc Maron y Matthew Pellicano.

La vida encuentra su camino

Hay un truco, algo mágico en los modos en los que Scott Cooper decide contar ya no una vida (los biopics hace rato abandonaron esa pretensión vana), sino un momento de cambio, un quiebre que permite barajar y dar de nuevo. En ese sentido toda Música de ninguna parte está signada por una tensión entre creer en ese momento de quiebre, que lo suponemos (porque la vida de Springsteen siguió) y la tragedia personal que no lo abandona y lo encierra en zonas que terminan siendo lo más flojo y exagerado de una película que, por suerte, opta por un tono medio constante como si en el fondo no fuera necesario decir las cosas a los gritos ni deberle pleitesía a Sean Penn (y eso que estaba Jeremy Allen White, un actor mandado a hacer para las explosiones y los gritos).

Música de ninguna parte es, si se quiere, Huston por otros medios. Hay en ella una sensibilidad para ingresar en las zonas intermedias de la descomposición humana, en los matices de la indefinición vital que caracteriza a los grandes perdedores hustonianos, que logra eludir los estallidos y los trastoca por silbidos en voz baja, como quien naturaliza las cagadas de la vida como si esto fuera parte natural del paisaje. Es en este sentido que nada de lo que plantea la película de Cooper juega por el exceso (acaso, apenas, en algún que otro momento innecesario que nos retrotrae al pasado y al trauma, algo que afortunadamente también es sabiamente elidido, como si su director jugara entre el código del telefilm y el melodrama doméstico a la vez que buscara exorcizarlos y escapar de ellos), sino que planea plácida en los territorios de la amistad.

Música de ninguna parte está signada, entonces, por dos grandes ejes que se cortan (un cross road, un cruce de caminos, nombre que también pudo haber tenido esta película de planeos por la superficie), por un lado el más solemne, que es el del vínculo paterno-filial, en donde los flashbacks, la violencia expresada y contenida y la tortura psicológica de la pertenencia a una tradición y a un lugar de mierda se llevan la parte más redundante de lo que vemos; por otro la directriz que corta, que es horizontal, y que es la que indica la presencia de los amigos, las familias que se eligen, la de la amistad de Bruce con su representante, la horizontalidad de una banda de amigos que te banca en todas. Por eso en la segunda línea, la que cruza la persistencia trágica, casi todo se ordena. Y en alguna medida deja culo para arriba las elecciones vitales horribles: un matrimonio signado por la violencia que continuó existiendo (el de los padres de Bruce), una posibilidad de pareja constante que fue abandonada por la propia neurosis de Bruce (haciendo juego con el personaje de Allen White en la tercera temporada de El Oso), cagar (y cagarse) en gente que te confió la vida a cambio de una obsesión personal.

Al inicio de esta crítica dije que hay algo mágico en el cine de Cooper, porque contrario a que saliéramos rajando de tanto lugar común irritante, el hombre logra esquivar casi todos los espantos que se le cruzan (el insert de Bruce prendido fuego en la sesión de terapia es directamente una subielada imperdonable, pero sigamos), nos hace transitar por zonas de mierda y, a diferencia de Huston, redime. Sin festejo (la elipsis de la felicidad en sintonías altas, como auguraba el recital de retorno, es una gran elección), pero con la certeza de que la felicidad es una intensidad que se presenta en intersticios en medio de un ensayo, en un alto de grabación, en un café con tu novia, en la escucha de un demo con un amigo, demuestra que Cooper encuentra, en lo minúsculo, una posibilidad para que la vida prosiga, para que encuentre su camino.

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