Ante el clásico peligro de la mirada condescendiente o demonizante del extranjero europeo en tierras exóticas, Riverboom desarrolla un camino personal en el que logra mantenerse en un margen entre la autoficción y el registro histórico que logra capturar. La película consiste en la revisión de un material que el protagonista suizo filmó veinte años atrás durante la guerra de Afganistán. Esta revisión consiste en el agregado de una voz over que articula el relato y la contextualiza, y a su vez en el agregado de otros materiales como fotografías o efectos de Premiere.
En ese camino sinuoso y de ripio que enfrenta la película, en el que la historia personal puede resultar muy cerrada o muy sintomática de lo que sucede en el registro, en el que el registro puede ser muy paternalista o estar muy determinado por el miedo, parece que lo único que logra mantenerla siempre en ruta y firme es el sentido del humor y el amor por la humanidad que expresa su personaje principal atrás de cámara. Hay una escena en la que los tres europeos se visten como afganos para poder pasar por una zona gobernada por los talismanes disimulando que son locales para que no les suceda nada. Al pasar por un control, fingen estar dormidos, pero el talismán observa que tienen una cámara y les pide una foto, entonces, el director/ protagonista agrega a la línea de tiempo la fotografía que le tomo y dice unas palabras que de algún modo resumen la relación de este documental con su material: cuando le vimos la cara, el monstruo que habíamos construido parecía muy humano.
Filmándolos, los monstruos devienen humanos, pero desde el montaje cualquier cosa puede hacerse para volverlos a transformar en demonios. Sin embargo, Baechtold decide respetar su material, y lo hace poniendo en escena su mirada europea y dejando muy en claro sus miedos y angustias. Ese condicionamiento permite que la imagen tenga algo que contradecir, pero a su vez se mueva libremente, creando resquicios a través de los que cuales puede observarse el verdadero registro, la cara del talismán, las rutas afganas, el viejo reflexivo y pobre sentado a su costado, Serge y Paolo.
La nueva película de Nestor Frenkel, Después de Un Buen Día también problematiza el tema del respeto al material. Se suele pensar a Frenkel como un director que retrata desde cierta altura a sus personajes excéntricos y freaks. De hecho, en una publicación en Instagram, Magrio González (uno de los protagonistas de la película y miembro del Grupo de apreciación de Un Buen Día en Facebook) señala que conociendo su cine (el de Frenkel) también da un poco de miedo (el estreno en BAFICI de Después de Un Buen Día). Sin embargo, la sensación al ver la película es, precisamente, de respeto. Principalmente Enrique Torres es retratado como un hombre amable que aprendió de los errores de su pasado y que se emociona genuinamente al ser invitado a la proyección de Un Buen Día que organizó el grupo de apreciación. En esa escena, Frenkel monta a las personas emocionadas y disfrazadas llegando a la proyección con las voces de los protagonistas del grupo de Facebook narrando el encuentro previo y el convencimiento a Enrique para que asista. Luego lo muestra a Enrique entrando y siendo vitoreado por el público. La emoción en el rostro de Torres es la imagen más real de todas las de la película. Es tan real que logra anular ese peligroso distanciamiento irónico que se siente cuando alguien se fanatiza con una mala película. Esa emoción convierte las palabras dichas por los miembros del grupo de apreciación en algo tangible, abandonando su condición de exageración e ironía que en algún momento, yo, como espectador, creí que cargaban.
Riverboom logró superar la mirada distanciada del extranjero a través de la sinceridad de su protagonista, Después de Un Buen Día logró romper con la barrera cruel de la ironía al unir a sus personajes y evidenciar que el respeto mutuo efectivamente existía. Pero, curiosamente, una película que se propone tratar el duelo de una forma directa como Adrianne And The Castle nunca pudo darle otra dimensión a la imagen de la tristeza. Lo curioso (o no tanto) es que una película que contrapone una imagen y un punto de vista terriblemente distantes resulte muchísimo más emotiva y empática que una película que enfrenta la cámara directamente a la persona con la que presuntamente se identifica.
Antes y después de la función, la directora hizo alusión a que su película es muy lacrimógena, como si fuese una advertencia que sea necesaria para afrontar el visionado. Creo que esa seguridad sobre el efecto que la película logra en el espectador es gran parte del problema. Así como Shannon Walsh nos advierte en la sala que preparemos los pañuelos, en la sala de montaje confía plenamente en la repetición del llanto de Alan, su torturado protagonista. Ella misma admite que en la pandemia murió su padre, por lo que el relato del duelo la hacía llorar en rodaje. La experiencia personal no logra extrapolarse a una experiencia cinematográfica porque la directora piensa más en el efecto intimo que en el efecto en el otro. O dicho de otro modo, piensa que su experiencia es la del mundo. De alguna forma es exactamente lo contrario a Riverboom, donde Clade Beachtold se reconoce como un extraño al mundo que retrata pero a su vez intenta acercarse con la humildad y humanidad necesarias para no convertir al otro en un extraño o un demonio. Al terminal la película, la mayor parte de las preguntas giraron en torno a la excentricidad de Alan, lo que me hace pensar que el efecto de la película fue más bien el contrario al que Walsh quería: alejó al espectador de Alan, al que convirtió en un extraño difícil de entender.
Creo que esa imposibilidad en el entendimiento pasa principalmente por una cuestión estructural: la narración no parece exigir las imágenes de la tristeza tan temprano en la película. La directora, entonces, agota el llanto antes de que llegue el momento final, la muerte de Adrianne y la tristeza ominosa y absoluta, que cuando llega encuentra a un espectador agotado de que le quieran hacer entrar la emoción por todos los lugares posibles.