#Dossier Eastwood: Reseñas película por película (tercera parte)

Por Varios Autores

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Los imperdonables (Unforgiven)
EE.UU., 1992, 127′ 
Con otra temporada de premios recién finalizada, no viene mal analizar cómo se sostienen algunas películas que se alzaron con el Oscar a partir del paso de los años. Dentro de ese conjunto, Los imperdonablesse mantiene como uno de los pocos films esenciales que eligió la Academia en las últimas décadas. De hecho, lo sigue siendo dentro de la carrera de Eastwood, a tal punto que el realizador no volvió a hacer westerns, como dejando claro que ya no tiene más nada para decir desde el género, al cual ya le aportó su propia clausura. Es que de hecho estamos ante un film de puro cierre, de terminalidad absoluta y que funciona a la vez como un resumen enciclopédico. En Los imperdonables conviven la exposición del profesionalismo de Howard Hawks; la revisión del mito y el paisaje de John Ford; la violencia desatada de Sergio Leone; o la fisicidad de Don Siegel, por nombrar apenas unos ítems. Pero Eastwood no se queda en el copy-paste para complacer a los cinéfilos, sino que se apropia de un guión que venía desarrollándose durante varias décadas para construir algo propio y plenamente identitario. Su Bill Munny es un espejo deformado de los vaqueros que interpretaba previamente, una muestra cabal de que el heroísmo puede unirse sin muchos problemas con lo sanguinario y terrible. Ese razonamiento se complementa principalmente con el Sheriff que encarna Gene Hackman, un ser despiadado que demuestra que la ley puede ser una construcción individual y cuasi amoral, aunque se puede extender al resto de los personajes. Desde la confluencia y choque de personalidades, Eastwood pintaba un fresco socio-histórico que actuaba como representación/resumen de ese cuadro repleto de claroscuros llamado Norteamérica. Sin embargo, lo más inquietante y amargo de Los imperdonableses cómo sus pinceladas podrían haber formado parte de otros cuadros: al fin y al cabo, la Pampa argentina también tuvo sus Munny, seres que siempre estuvieron bordeando tanto el anonimato como las páginas de la historias oficiales, construyendo, deconstruyendo o destruyendo sus propias leyendas repletas de cadáveres. 

A Perfect World

Un mundo perfecto (A perfect world)
EE.UU., 1993, 138′
La vara que Los imperdonables había dejado tan alta podía ser al mismo tiempo un problema como una solución. Algunos directores pertenecen a la estirpe de aquellos que sufren de importancia. Otros, en cambio, no causalmente criados entre géneros poco apreciados, suelen tener otra clase de elasticidad, de gimnasia mental y creativa. Eastwood, hombre de muchos  y variados trotes, pertenece a la segunda categoría. Por esa clase de cosas, el cambio de década (aunque la de los 80s terminara realmente con Los imperdonables asi como la de los 90s con Rio Místico) lo encontró de la mejor forma posible. El jefe de policía que encarna, dice, al finalizar la película: “no sé nada”. Pero la realidad es que CE sabía de todo. Pero asi las cosas decidió hacer como si comenzara de vuelta. Por eso la imperecedera Un mundo perfecto no es otra cosa mas que un recomienzo en el que no saber es olvidar. Y en ese olvido el director se hace a un lado del protagonismo, se toma como sujeto de dudas pero, antes que nada, se entrega a la posibilidad de contar historias personales (otra vez las relaciones paternofiliales, aunque se trate de paternidades no sanguíneas) pero con el eje puesto en los otros. Por eso toda la película tiene su centro en los aprendizajes posibles de dos personas que no tienen nada que perder: un ex convicto y un niño con una infancia apagada y gris. Entre ambos desatan esa tradición americana del viaje en auto en donde dos que no tienen nada que ver logran encontrarse mutuamente. Pero aquí, como dijimos antes, a diferencia de otras películas de Eastwood, no priman las certezas. Apenas si se va avanzando a los tumbos. Como si en el fondo siempre se necesitara cambiar un poco para estar más cerca de la vida. Y en ese aliento vital es en donde la película abandona cualquier tentativa moralizadora: todos hacen cosas equivocadas. Pero antes que nada hacen lo mejor que pueden con sus vidas.
Gabriel Santiago Suede

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Los puentes de Madison (The bridges of Madison County)
EE.UU., 1995, 134′
Las heridas ya estaban cerradas. El pasado, pisado. Los 90s traían la libertad de la madurez, de la experimentación con géneros bastardeados, como los best sellers de poco prestigio. Si en Un mundo perfecto Eastwood se había permitido hacer un enlace con sus perdedores de los 80s, más especificamente los perdedores de la america profunda de Bronco Billy y Honkytonk Man, en este caso el enlace es más largo y el riesgo es mayúsculo. Solo al inicio de su carrera el director se había permitido coquetear con ciertas formas del melodrama en Interludio de amor. Pero en este caso el abrazo al género se daba con mayor fuerza. El problema es que había que dejar atrás una novelita rosa insufrible. No obstante el viejo, que sabe más por viejo que por diablo, optó por hacerle frente al material y logró llevarlo hacia su lado. Este logro de Los puentes de Madison es, al fin y al cabo, el de un director con pleno dominio de sus herramientas, portador de una sensibilidad que le permite revisitar viejas tradiciones del melodrama para invertirlas y convertir a la novela de base en un material extraordinario en torno a la idea de madurez, en torno a la vejez como horizonte en el que hay que detenerse. Pero, además, la película revela un costado minucioso y detallista, que no formaba parte del sistema narrativo del director. Esa idea de un mundo íntimo, en el que dos personas se encuentran aunque el futuro no les depare seguir, es relativamente ajena al mundo de Eastwood hasta ese entonces. Por eso cuando uno ingresa en la película no deja de sentir que por un lado está en un terreno nuevo, pero al mismo tiempo se siente personal, como en casa. La historia de amor de dos personas a lo largo de cuatro días, recuperada a través de las cartas que leen los hijos de una de las protagonistas de la historia en cuestión es un prodigio narrativo, ya que hace que parezca facil todo aquello que narrativamente es más dificil de lo que creemos. Eastwood promediaba una década notable para su obra. Pero además coronaba una de sus mejores películas y acaso uno de los grandes melodramas contemporáneos.
Federico Karstulovich

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Poder Absoluto (Absolute Power)
EE.UU., 1996, 121′
“Poder absoluto”, novela de David Baldacci, es bastante absurda como para tomársela en serio. Eastwood comprende el problema y deja completamente de lado la trama judicial, eliminando al protagonista, un abogado que pretender probar la inocencia de un ladrón sospechoso de asesinar a una mujer. Clint (en su doble rol usual) en cambio decide que el ladrón, que en la novela es un personaje secundario y bastante cobarde, sea el antihéroe de la historia: explota todo el inverosímil de la novela pero le aporta credibilidad y sensibilidad. La primera escena es magistral. Sin decir una sola palabra, el personaje es testigo de una violenta relación sexual que termina en asesinato, y el culpable es el mismísimo presidente. Eastwood juega a ser Brian De Palma: una escena vouyerista clásica, espejos con reflejo doble y montaje interno. El minimalismo expresivo del director es simple pero efectivo. Apenas una torcedura de labio expresa la incomodidad y el enojo del personaje. Es posible que el resto de la película no esté a la altura de esa magistral primera secuencia, pero vale la pena de reveer para entender como el maestro hace propia una novela, como si la hubiesen escrito pensando en él. Entre el suspenso y la comedia, Poder absoluto deja espacio para uno de los temas infaltables de la filmografía del viejo Clint: la reconciliación de padre distante con su hija adulta (se podría decir que Poder absoluto fue la primera; Curvas de la vida (sin ser el director), la segunda y La mula, la tercera).Para muchos estamos ante una obra menor en su filmografía, pero lo cierto, es que también es una de las más personales, una película donde Eastwood puede expresar su desazón sobre el mundo de la política, desplegar su don para la ironía sobre la vejez, y a la vez mostrar su perfil más paternal. 
Rodolfo Weisskirch

Midnight In The Garden Of Good And Evil 1997

Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the garden of good and evil)
EE.UU, 1997, 155′
Anomalías en la obra de los directores es algo que podremos encontrar siempre. La coherencia es un bien preciado en los cementerios. Al igual que los silencios. En esta ocasión el  ruido que hizo el vigésimo largometraje del director tuvo que ver, en parte con la continuidad de adaptar textos populares, derivados de best sellers. Por otro lado el ruido vino con su ausencia: exceptuando películas como Breezy o como Bird, luego de muchos años, Eastwood elegía hacerse a un costado, como si en el fondo su presencia fuera más un problema que una solución. Al mismo tiempo, la decisión de adaptar una historia con un trasfondo de policial mezclada con película de juicios no parecía formar parte del mundo de expectativas que nos deparaba el director hasta el momento. Sumado a esto la presencia de actores como John Cusack y Kevin Spacey tampoco daban pista alguna de cualquier presunción de alterego de CE en pantalla. No obstante, con todas las marcas en contra, la película es endiabladamente libre y divertida. Y es, a su manera, una viaje al costado más juguetón del director. Quizás a su costado más fiestero. Esto salta a la vista porque la obra esatswoodiana no es particularmente proclive a poner en el centro a personajes hedonistas. Pero lo que si puede rastrearse en la obra de CE es la presencia lateral (pero presente) del sexo, del mundo de los placeres, de los excesos como vías complementarias al camino sacrificado del trabajo y de la familia, como si siempre en la obra del director estuvieran tensionándose distintas cuerdas. Lo más interesante es que esta liberación nunca viene acompañada de ningún costado discursivo, sino que forma parte de la misma vida. Curiosamente, quizás por las libertades que se permite, Medianoche en el jardín del bien y del mal sea la película más reposada (en el sentido más fordiano del final de carrera de aquel) de toda la obra del director. Un viaje al sur racista, un crimen, fiestas en el mundo de la alta sociedad, un periodista que intenta dar cuenta de ese universo decadente y encantador, una travesti que se vuelve el centro neurálgico de los secretos y miserias del lugar y un juicio rarísimo. Ford a veces vuelve de maneras inesperadas. Pero el que sigue haciendo magia es Eastwood, incluso cuando no lo vemos.
GSS

Crimen Verdadero (True Crime)
EE.UU., 1999, 95′
Crimen verdadero es el retorno a escena de parte de Eastwood. Nuevamente adaptando textos bastardeados. Pero en esta ocasión es lo que menos importa, porque lo que retorna es la obsesión malsana del director con sus personajes cansinos, incapacitados de tener algo parecido a una existencia que no haga daño a los demás. Y si bien en una película con la que puede conectarse Crimen verdadero, como Poder absoluto, CE parecía encontrar una veta de reconciliación entre padres e hijos, en este caso todo tira más hacia un costado irreparable. En su enésima encarnación de outsiders, Eastwood interpreta a un periodista alcohólico, con un matrimonio en el precipicio, con una paternidad ejercida de manera irresponsable. Pero que al menos tiene algo: olfato. Ese olfato lo lleva, casi como si se tratara de un destino irrefrenable, hasta un caso de un condenado a muerte con una ejecución inminente. Y el periodista parece ser el único que cree en el condenado y está dispuesto a salvarlo. Con esas pocas piezas, casi como de taquito, el director vuelve a lograr una película personal y placentera, con personajes hermosos (además de Eastwood los personajes que interpretan James Woods y Dennis Lehary son entrañables, y ni hablar cuando los tres se cruzan en escena), pero que al mismo tiempo comienza a sentirse como el final de algo, como si en el fondo el creador se diera cuenta que en el salto que trajo la nueva década hubiera algo que comenzara a despedirse. Si, no solo CE empezaba a ponerse viejo y a sentirlo, sino que su carrera empezaba a llegar a un punto en el que cambiaba o corría el riesgo de comenzar a cristalizar algunos lugares comunes. Apenas un año después llegaría una suerte de testamento a toda esta gran década de transición que fue la de los 90s. Los 2000s serían la etapa de extravío en la búsqueda de novedades. A veces hay que alejarse de la casa para reconocer el camino recorrido de una identidad fascinante.
FK

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Jinetes del espacio (Space Cowboys) 
EE.UU., 2000, 123′
Pocos directores e intérpretes están tan orgullosos de su edad como Clint Eastwood, y en Jinetes del espacio revindica la tercera edad en forma extraordinaria. Si había un género que tenía pendiente el director de Los imperdonables, era la ciencia ficción en tono de comedia de aventuras. De hecho, verlo a los 70 años flotando en el espacio, junto a tres veteranos como James Garner, Donald Sutherland y Tommy Lee Jones, es el triunfo de la experiencia y el talento sobre la tendencia de los estudios y la moda adolescente. O al menos un triunfo parcial. Comedia romántica country y thriller espacial. O quizás una versión humanista de Armaggedon (Michael Bay, 1998), Eastwood fusiona los géneros con transparencia narrativa y humor. Le interesa muy poco el MacGuffin, porque lo que más le importa es demostrar la vitalidad, ingenio e inteligencia de una generación leal a sus principios, en oposición a la corrupción de los burócratas más jóvenes. Dentro de una trama que incluye una sátira y reflexión sobre las consecuencias de la guerra fría, Eastwood dosifica el suspenso y pone énfasis en los conflictos personales de los personajes. Pero no por priorizar la historia y las tensiones entre los protagonistas, deja de lado el componente visual. De hecho, es una las más verosímiles experiencias cinematográficas en el espacio. No abusa de los efectos especiales y los utiliza únicamente con fines narrativos. Entretenida y efectiva, Jinetes del espacio fue una nueva muestra de la versatilidad de Eastwood con los géneros y cómo utilizar la ciencia ficción como herramienta para narrar inquietudes personales que lo confirman nuevamente como el último autor clásico del cine estadounidense.
RW

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