El último bolchevique

Por Fernando Luis Pujato

El último bolchevique (Le Tombeau d’Alexandre) 
Francia, 1992, 120′
Dirigida por Chris Marker
Con Léonor Graser,  Nikolai Izvolov,  Kira Paramonova,  Viktor Diomen, Yuli Raizman,  Marina Kalasieva,  Aleksandr Medvedkin,  Lev Rochal, Vladimir Dmitriev,  Antonina Pirojkova

Cartas hacia el presente

Por Fernando Luis Pujato

Si deseamos ser capaces de juzgar competentemente, como por supuesto debemos, necesitamos llegar a ser también capaces de ver competentemente. Clifford Geertz, Los usos de la diversidad

Transitar buena parte del siglo XX en la historia de Rusia puede resultar problemático. Un tanto más si los acontecimientos, hechos, sucesos, el panóptico las cosas que allí ocurrieron, incluyen la revolución de 1917, la guerra civil, las purgas de la década del 30, la segunda guerra mundial, un vistazo a la perestroika y un olvido, consciente o no, de los años de la guerra fría –hay cosas que pueden dejarse de lado, ¿no es cierto, Chris? Y un tanto más aún si se lo hace por medio, a través, alrededor, de la figura de un cineasta que hasta no hace mucho tiempo atrás era desconocido por los estudiantes de cine de su país y, por supuesto, absolutamente desconocido por estos lares, un tanto más al Sur. El complot que Marker sugiere para que esto ocurriera -críticos y estudiantes de cine, historiadores, entusiastas en general- sigue su curso hasta nuestros días; hay muchos más involucrados complotándose para que la historia nos hable a través de las imágenes que aquellos que apuestan por el olvido, la sabia ignorancia, o las creencias salvíficas depuratorias.

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Estructurado a partir de una correspondencia imaginaria, la de Marker hacia el propio Medvedkin, punteado por fechas históricas más o menos reconocibles, 1917, 1922, 1930, 1945, y dividido por dos momentos, “El reino de las sombras” y “Las sombras del reino”, cuya dialéctica traspasa imaginativamente todo el film. El último bolchevique, por ponerlo en términos cinéticos, y no sólo literalmente, conmueve.

Es mucho arte, y por lo tanto mucha génesis, mucho dolor, mucha crueldad y mucha emoción, lo que hay en la épica de Marker. No sólo en los rutilantes nombres de Eisenstein, Vertov, Karmen, Babel, Gorki, Meyerhold, Evreinov, Tolchen -uno de los cámara del Cine-Ojo-, Medvedkin, sino también, y por sobre toda otra consideración como para no obliterar la idea de que esto es cine, muchas imágenes entrecruzándose, superponiéndose, discurriendo paralelamente. Imágenes explicando imágenes, explicando historias, explicando parte de una historia. El fantástico y fantasmagórico -nunca se mostró nada de lo filmado allí- tren cine de Medvedkin, colectando asambleas de campesinos, pueblos mineros, koljós, mujiks, rostros tiznados, hacinamiento, esperanzas revolucionarias, desesperanzas revolucionarias, plasmado ficcionalmente en la película más emblemática, juguetona, satírica y transgresora de Medvedkin: La felicidad. Título emblemático, si los hay, al igual que el título aún más emblemático del film de Marker.

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Es mucha política también, y por lo tanto mucha traición, mucho maquiavelismo, demasiado dolor y demasiada crueldad, lo que hay en la contra épica de Marker. No sólo en los inquietantes nombres de los Romanov, Stalin, Lenin, Vychiniski -este último el encargado de los juicios a los disidentes, la contrapartida de los otros juicios llevados adelante por Friesler en la Alemania nazi- de Pyryev, el cineasta oficioso y oficialista del régimen, y en todos los anónimos burócratas weberianos de cualquier sistema, sino también en sus discursos, sus fotos, sus películas, en los testimonios de aquellos que sobrevivieron, que aún sobreviven. Y otra vez el montaje paralelo, acelerado, las imágenes ficcionales y documentales interpenetrándose, la dialéctica del ayer y del hoy, las certeras certezas de aquél y los incómodos interrogantes de éste, dialogando, enfrentándose, explicándose. Otra vez el cine.

Ciertamente puede resultar problemático -y un tanto peligroso también- hundirse de lleno en el pasado buceando entre los recuerdos propios y ajenos, descubriendo fotogramas, insertándose en el devenir de la vida pública de un colega ¿compañero? de ruta, conmoviéndose por esos ancianos pletóricos de entusiasmo, de lirismo, de contradicciones, fósiles de una época ya extinguida. Pero como el mismo Marker lo señala en el último plano medvedkiano del film,  a los dinosaurios “los niños los adoran”.

Si aprendemos a ver competentemente, como el niño Marker seguramente ha aprendido, no sólo podremos “juzgar competentemente”, podremos también empezar a querer aquellas películas, que es también y por sobre todas las cosas, empezar a querer y creer en este cine. Aunque los parques jurásicos se hayan puesto de moda, hay dinosaurios que parecen ser más adorables que otros.

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