El monte

Por Carla Leonardi

Argentina, 2022, 87′
Dirigida por Sebastián Caulier
Con Gustavo Garzon, Juan Barberini, Gabriela Pastor

Habitar el desencuentro

En el principio era el monte, pacífico e imponente, con su aura de lo sacro y lo maravilloso, como lo muestran los primeros planos generales y cenitales de la selva formoseña. Pero hete aquí, que vino el hombre extranjero y algo cambió en el equilibrio del ecosistema. He aquí una primera linea de conflicto, que el director de El monte (2022), Sebastián Caulier, aprovecha, otorgándole (ya desde el mismo título) al monte el protagonismo y la entidad de un personaje. Al mismo tiempo le sirve, en un segundo nivel de análisis, para correrse del realismo dramático del malentendido entre un padre y un hijo y, en cambio, enmarcarlo desde un abordaje de género, una de sus apuestas y por cierto, uno de sus grandes aciertos. Porque historias de desacuerdo paterno-filial hay muchas y sólo en el modo de narrarlo, puede hallarse alguna novedad, alguna singularidad posible. 

Alarmado por su madre (residente en Formosa), Nicolás (Juan Barberini), radicado hace 20 años en Buenos Aires, decide pasar sus vacaciones de verano junto a su padre para velar por su condición de salud y convencerlo de regresar a la ciudad. Rafael (Gustavo Garzón) ha abandonado abruptamente el entorno citadino y su actividad laboral para instalarse en una quinta, apartada y lindante con el monte, donde ya no mantiene lazo alguno con su familia o sus amigos. Es un hombre que, cuando lo encuentra su hijo, se ha aislado completa y progresivamente de la civilización. Efectivamente en la casona no hay luz eléctrica, ni agua potable, tampoco señal telefónica, ni gas. Rafael se abastece de la huerta y de los animales que pesca o caza -internándose en el monte-, y que luego cocina al calor de las brasas.

Ya desde las primeras escenas el comportamiento de Rafel es extraño, con su reiterado tic en el cual se frota la muñeca del brazo contra su cabeza, con los momentos en que se queda perplejo y con sus salidas nocturnas al descampado enfrentado y entregado a la majestuosidad de los sonidos del monte, con los brazos en cruz, en actitud de entrega, como un cordero crístico sacrificial. En la primera parte de la película, desde la posición de Nicolás, representante del hombre de ciudad, que es quien observa a su padre y con quien se identifica el espectador, el director crea el efecto de lo fantástico, en esa vacilación entre la explicación racional de una clara enfermedad mental en Rafael o la sobrenatural, al convertir al monte (a través de un destacado uso y manejo del sonido) en un personaje con vida y poderes propios, que irradia aullidos y rugidos angustiantes y tenebrosos, una suerte de Dios encarnado en la naturaleza: hostil, enojado e inquietante, cuyos oscuros designios desconocemos.

Para cuando Nicolás vaya tomando contacto con los lugareños, como Azucena (que le envía un enigmático mensaje por escrito) o con Irene, la dueña de la despensa y amante del padre; nos decantamos e internamos con él en la línea del realismo mágico propio de las cosmovisiones de los pueblos originarios, donde el monte es una entidad sagrada con la cual no hay que interferir, a fin  de evitar consecuencias desagradables en las cosechas, los animales, o los niños de la comunidad. Rafael ha sido elegido por el monte, que se apoderado de su mente, y con su fuerza natural, busca llevárselo con él. Esta dimensión le permite al director, jugar y trabajar con las claves del género del terror en el tramo final del film. 

En medio de este marco, El monte, va desgranando en cada uno de los filosos diálogos entre padre e hijo, siempre en la penumbra del interior de la quinta, de la espesura del monte o en las noches de borrachera junto al crepitar del fuego; sus profundas diferencias. Rafael es el representante del hombre que sostiene su virilidad en el uso de la fuerza; en la firmeza con que se sostiene una escopeta y se caza a un animal indefenso, en la seguridad con que se despluma un ave o se clava la lombriz en el anzuelo. Puede leerse también como el símbolo del hombre blanco capitalista, expoliador sin límites, sin temor ni temblor, de las riquezas naturales, algo que se transmite con la vestimenta de color verde militarizado con que se interna a cazar en el monte. He allí, lo que acaso explique que haya sido “elegido” por el monte. Y es esta concepción patriarcal de la virilidad, la que Rafael intenta transmitir a su hijo, cada vez, y lo que se desnuda es la barbarie, la animalidad del hombre frente a las leyes de lo natural. En contraposición, Nicolas representa una virilidad sensible, que no se adecúa a los paradigmas dominantes y hegemónicos del macho, reacia a la violencia directa hacia el animal. Es un hombre de pensamiento, más que de acción (se dedica a la filosofía), un hombre cuyo deseo se dirige hacia otro hombre. Un abismo, como el del monte, se cierne entre padre e hijo. Y una permanente tensión donde el padre pretende imponer su masculinidad al hijo y donde el hijo, se resiste a esa fuerza, a la vez que se siente profundamente incomprendido y despreciado por su padre. 

Lo interesante de El monte es que todo lo que Caulier permite pensar con su película en torno a los atolladeros de la relación padre-hijo, se sostiene y decanta desde su narrativa de género y desde el minucioso trabajo realizado con la fotografía y el sonido, que es aquello que le añade belleza simbólica (más que patetismos melodramáticos o bajadas de línea discursivas) a este vínculo paterno-filial que encarnan Garzón y Barberini.

Si bien en una primera lectura, podemos decir que la película es la historia de un hijo que, pese al desencuentro, busca salvar a un padre al que ama, con el inesperado final -que ya despunta en boca  de Rafael cuando dice que “se es de donde se elige ser”- bien podemos pensar la película como la historia de un padre que salva a su hijo. En la aceptación de lo que se elige, en la aceptación de las diferencias, he ahí una clave. Efectivamente, hay un padre en función en tanto ejerce la transmisión de un deseo, habilitando la posibilidad de oponerse a él. Pero la experiencia en el monte, trae a Nicolás un recuerdo de infancia que vivió como decepción paterna, pero que le permite descubrir la decepción, ya sin enojo, como necesaria para crecer. Acaso no se trate entonces de oponerse al padre para ser un hombre, sino de cómo soportar y resolver el deseo del padre hacia el hijo, sin enojos neuróticos acerca de si estuvo, nos quiso o nos comprendió, más o menos. Porque en lo que hace a un padre importa su función y si funcionó (como en ese recuerdo de infancia), se trata entonces de cómo servirse de lo que lega un padre; para ir más allá de él. 

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