La muerte no existe y el amor tampoco

Por Amilcar Boetto

La muerte no existe y el amor tampoco
Argentina, 2019, 81′
Dirigida por Fernando Salem.
Con Antonella Saldicco, Justina Bustos, Agustín Sullivan, Osmar Núñez y Susana Pampín.

Todas las posibilidades del mundo

Por Amilcar Boetto

Ya el título enuncia que las dos cosas inevitables de la vida, en realidad, no tienen lugar de ser. O por lo menos no tienen lugar de ser en el nuevo film de Fernando Salem. Porque la película se plantea en ese lugar que es el reverso perfecto del coming of age: la vuelta al pueblo de origen. Mientras uno mira al futuro, otra mira al pasado, mientras uno plantea un misterio hacia lo que va a venir y una incertidumbre sobre eso que es ser adulto, otro plantea una relación entre un futuro que no fue lo que se esperaba y un pasado que no puede superarse para seguir adelante. Ahí, en el punto en donde el pasado de ilusiones converge con un presente monótono en donde los sueños siguen sin llegar, es donde la muerte no existe y el amor tampoco. Condiciones tan trascendentales no pueden existir en el punto donde el tiempo se congela y se mira retrospectivamente a un pasado que quedo estático.

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La gracia de la película de Salem, creo yo, reside en en la manera en la que el director de Cómo funcionan casi todas las cosas filma un pueblo que parece estancado, carente de movimiento. 28 años, para la protagonista, representa la quietud absoluta, la falta de vida, el lugar que dejó atrás, aunque no del todo. El pasado, entonces, se convierte en un gran fuera de campo. En ese plan de cosas la dirección de arte hace lo mejor, porque más allá del frío fotográfico de la nieve, lo fundamental de esta representación se centra en la caracterización de los personajes y de los espacios que se filman desde una exterioridad y una distancia dignas de una mirada extranjera. La casa abandonada enorme y de ladrillo, en medio de las llanuras, el bar casi deshabitado de extras. Recién al final, donde aparece la cámara en mano, el sonido de murmullos en off y el llanto final de la protagonista, es donde se puede armonizar está relación de la misma con el sur. Recién ahí reaparece el aspecto vital, escapando de la relaciones con el amor y la muerte.

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En esa representación, que se podría haber quedado en lo costumbrista -e incluso en lo miserabilista de las representaciones de pueblos a los que se vuelve- LMNEYEAT plantea una luz que cubre todo y que abandona esa pesadez de la observación fría y detenida del pasado. Esa luz es Justina Bustos, quien sin decir una palabra -y con una presencia que más que fantasmal- se percibe angelical, porque cubre todo de una luz inesperada para una película cuya sinopsis abarca un hecho terrible: una chica debe volver a su pueblo natal para tirar las cenizas de su mejor amiga de la infancia. Y es que en el medio del llanto y el desconsuelo de su madre, Justina Bustos (que interpreta a la hija muerta que vuelve, porque la muerte no existe, por lo menos en el absoluto del recuerdo humano) esta ahí para abrazarla y consolarla. Ahí es donde hay dos posibles interpretaciones de la inexistencia de la muerte: la de convivir con el muerto porque nunca se fue (la del personaje de Antonella Saldicco) y la de negar que la otra persona haya existido y así negarse el sufrimiento (la del personaje del padre de la hija muerta).

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Cuando escribí mi diario sobre el festival de Mar del Plata -en el número de noviembre de Perro Blanco- acerca de De la Noche a la Mañana Angélica, percibí una cierta tendencia que esas películas asumían sobre un lugar contemporáneo en donde la ausencia de los grandes relatos condicionan las posibilidades del sujeto argentino de clase media actual. Y es que ante la ausencia de luchas trascendentales o de grandes sueños, les cuesta asumir una posición determinada. Y o bien se embarcan en un devenir infinito (De la Noche a la Mañana) o se encierran en un pasado endogámico para no afrontar el futuro (como en Angélica). LMNEYEAT, también presentada en la competencia argentina de MDQ, aborda estás temáticas o estas preocupaciones que bien podrían dialogar con un contexto nacional de crisis económica y cierta imposibilidad de crecimiento. Pero afortunadamente la ficción es más poderosa que la dictadura del contexto real. Por eso la forma de abordarlo es ampliamente más optimista, no solo por la luz representada por Justina Bustos, sino también por la nueva familia que constituye el papá de Emilia -que de alguna manera es el reflejo de lo que el no pudo tener con su hija-, que le llega cuando él ya está más avejentado y distinto, pero que llega igual.
En definitiva, la película piensa a la muerte y a esa proximidad absoluta que es el futuro no como un fin, sino como un principio, a su vez entiende que el amor no es algo eterno, sino apenas algo momentáneo, espontáneo, que se da de un momento para el otro, como en esa pausa que Emilia hace antes de besar a Julián. La muerte y el amor no existen como tormento, ni como pesadez. O al menos no como presencias que estén detrás nuestro todo el tiempo si los asumimos como la posibilidad infinita, la posibilidad que tienen todas las posibilidades.

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