Rancho

Por Gabriel Santiago Suede

Argentina, 2021, 72′
Dirigida por Pedro Speroni

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Como sucedía en alguna medida con Las Ranas, lo que propone Rancho como ingreso al mundo carcelario es, prácticamente, una descomposición, una reversión (por su reverso) y una amplificación (hacia un territorio sensible) de todo aquello que en mayor o menor medida estamos acostumbrados a ver en los universos discursivos de las ficciones carcelarias. No hay, sin embargo, ninguna tentativa de idealización puesta sobre el espacio carcelario. Para su director, que literalmente se lanzó de lleno a ese mundo de forma inmersiva, el acercamiento a los personajes que registra está mediado por el pudor (no confundir con la distancia asqueada del registro de clase estilizado que podemos encontrar en muchos coqueteos con lo carcelario como agenda del morbo de clase: visitar el otro mundo para reforzar las bondades del propio), curiosamente ejercido con una distancia mínima, ya que estamos pegados a los rostros de los personajes. El recorrido, por lo tanto, se vuelve menos una aventura extraordinaria (la expectativa de la violencia como estallido nunca se cumple) que un régimen rutinario de actividades laborales de menor o mayor escala.

Rancho no especula con una presunción moral, porque no está en su agenda, bien por el contrario, su acabado humanista es producto de la capacidad de observación (y escucha) silenciosa, que, de forma elegante, va develando estrategias de la violencia o de la naturalización de la misma a cuentagotas, acaso menos por lo que se muestra que por lo que los testimonios, las voces, los relatos del pasado o de lo sucedido fuera de campo permiten entrever. De manera extrañada, como quien no quiere escuchar pero lo hace, Rancho asume una amoralidad vital, que está intimamente vinculada con el riesgo de pensar por fuera de la caja y de las estanterías de lo clasificable. De ese modo, cuando atravesamos sus imágenes, no salimos mejores, limpios de culpa o cargados de indignación, sino, centralmente, extrañados, porque sentimos que hemos visitado un mundo extraordinario pero común al mismo tiempo sin tener todas las herramientas que una perspectiva biempensante nos aseguraría.

En su recorrido material y discursivo, Rancho no se parece a nada en lo que hace a las formas de pensar el mundo de las cárceles de Argentina. Pero también se parece a todo lo que vimos, como si en efecto nos estuviera descubriendo un fenómeno por primera vez. En Rancho no solo está ausente el aleccionamiento, sino también el psicologismo elemental, por eso su escucha puede parecer derivativa, tendiente a ramificarse para luego volver. No se trata de un desorden narrativo, sino de una estrategia para que no lleguemos a construir una conexión plena, una empatía posible. Ese ejercicio de distancia-afección la convierte en un artefacto tentador para atentar contra cualquier didactismo. En ese corrimiento de los lugares comunes es en donde hay que observar a Rancho como un pequeño milagro. Y no tanto en el prodigio de su director, con sus estrategias para invisibilizar el registro, como a tantos colegas les ha gustado señalar.

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