The assistant

Por Amilcar Boetto

EE.UU., 2019, 81′
Dirigida por Kitty Green
Con Matthew Macfadyen,  Julia Garner,  Dagmara Dominczyk,  Kristine Froseth, Mackenzie Leigh,  Juliana Canfield,  Noah Robbins,  Alexander Chaplin,  Purva Bedi, Lou Martini Jr.,  Migs Govea,  Bregje Heinen,  Fang Du,  Daoud Heidami,  Jonny Orsini, Sophie Knapp,  Liz Wisan,  Rory Kulz,  Stéphanye Dussud,  Nemuna Ceesay, Andrew Hsu,  Ben Maters,  Devon Caraway

Fuera de campo

Hace poco, en un arrebato de enojo en contra de la película Ema (Pablo Larraín, 2020) me indignaba por que en la construcción de aquella película se pasaba por todas las escenas de forma superficial, eludiendo toda clase de compromiso emocional del espectador con la imagen. Esa suerte de desinterés evidenciado por un montaje que opera con escenas incompletas, que lejos de crear un sentido plástico, crea un pastiche fenomenalmente tonto, demostraba que una sucesión de imágenes no es necesariamente un trabajo de montaje.

A qué viene esto? A que The assistant también es una película contemporánea, pero está en las antípodas éticas y estéticas. Las comparaciones son odiosas.

The A

Kitty Green, en este, su primer largometraje de ficción, trabaja una lógica de montaje que se aleja bastante de aquel desprecio por el sentido y la emoción que mencionábamos sobre la película de Larraín. The Assistant es, bien por el contrario, una película de gestos, de miradas, de angustias contenidas. En la creación escenográfica de esas oficinas, junto con la puesta de cámara y la iluminación, la película logra sostener un micromundo encerrado y ligeramente angustiante, en el que entendemos todo sin necesidad de preguntarlo: la presión insoportable del primer día en un mundo competitivo. La construcción de peligro formal de Green pasa precisamente por que entendamos ese tono, en el que el más ligero movimiento podría desbarrancar la estructura.

Luego entendemos, gracias a algunos códigos manejados a través del diálogo, que ese micromundo está a su vez relacionado con la producción cinematográfica. Para los que amamos al cine, ese desencanto originario se vuelve doble: esta porción tangencial, lejos se encuentra del encanto de la industria de los sueños que tanto nos gusta romantizar en películas como Cantando Bajo la Lluvia. El cine se transforma en formularios a llenar, en mails protocolares, en reuniones ejecutivas, en juntar la basura.

El poder de las imágenes de Green pasan, precisamente, por el lugar de lateralidad que las impregna, la idea de que nada de lo importante está realmente pasando en las contención del cuadro. Las llamadas de la mujer del jefe o del jefe las escuchamos como un susurro, de la reunión solo podemos presenciar la llegada de los miembros que la componen. Del cine, solo vemos oficinas. No pasa únicamente por la sugestión de que algo que de lo que está pasando no está del todo bien, también pasa por las acciones de Julia Garner que, por fuera de un sentido argumental, narran una potencial fragilidad. En este aspecto, la decisión de casi no mostrar el rostro de su jefe o incluso no mostrar casi ningún rostro a excepción de su protagonista y algunos más, comprende una relación de poder en sí misma.

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Porque, contrario de lo que uno podría pensar a primera vista, la película no se concentra en la burocracia, ni en la gris melancolía de la vida de un trabajador, que es el primero en llegar a una oficina. En todo caso esa lateralizad, esa marginalidad informativa es la mejor forma de aludir a la fragilidad humana con respecto a las relaciones en los senos de poder a los que jamás podrá acceder. En ese sentido, nuestro personaje principal se nos muestra frágil, quebradizo, a punto de ser atacado constantemente. Incluso sentimos que está literalmente a punto de ser atacada dada la incomodidad en su charla con el personaje de Kristine Froseth. Pero en esa escena el peligro se resignifica, porque ahora el peligro no está en que alguien la dañe, sino en que pueda superar su posición incomoda en aquella empresa para denunciar una situación extraña que está sucediendo a espaldas del espectador.

En este punto es en donde la concentración de la crítica internacional se detuvo y lo asoció directamente con el infame Harvey Weinstein. No lo considero atinado teniendo en cuenta que la inteligencia de la película radica en ocultar la claridad de lo que sucede, en alejarse y crear un tono con los recursos formales que antes mencione (escenografía, iluminación, puesta de cámara y la actuación contenida de Julia Garner) de encierro y fragilidad. La operación de la película es más bien la desindividualización del mal, como si en efecto hubiera un síntoma de que algo esta podrido, pero no pudiéramos reconocer el origen de la putrefacción ni pudiéramos identificar qué es exactamente eso que se está pudriendo. En esa potencia, puramente cinematográfica, también hay coyuntura si así lo queremos leer, la película tampoco está exenta de representarla. Pero individualizar su clima atenta contra el peso de lo narrado, que bien lejos está de empaparse en discursos convenientes, acaso el de la sonoridad forzada que buscaba una película tranquilizadora como Bombshell.

Como dije: las comparaciones son odiosas. Pero qué haríamos sin ellas.

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