Una batalla tras otra

Por Federico Karstulovich

One Battle After Another
Estados Unidos, 2025, 161′
Dirigida por Paul Thomas Anderson.
Con Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Chase Infiniti, Benicio del Toro, Teyana Taylor, Regina Hall, Tony Goldwyn, James Downey, Wood Harris, Shayna McHayle, Alana Haim, Starlette DuPois, D.W. Moffett, Paul Grimstead y James Raterman.

Infancia Clandestina

  1. Años atrás, con el estreno de Team América (Trey Parker, 2004), los que amábamos South Park (creada por el mismo Parker junto a Matt Stone) nos enfrentábamos a una pequeña gran disyuntiva: ¿Si uno le pega a todos por igual en todo el espectro ideológico, en qué lugar queda? ¿Es el más capito de todos? ¿O el más iluminado? ¿O el más poronga de la cuadra? Probablemente si algo hacía (y hace) grande a South Park es que no necesitaba pegarle a todos para calmar la ansiedad del señalamiento de pertenencia (“le hacés el juego a X!”), sino que entendía algo que mucho lector de Gramsci, casi un siglo después, sigue sin entender: que la hegemonía es mutante. Y que pretender ser contrahegemónico en todas las direcciones posibles no te transforma en un valentón, más bien lo contrario: un cagón que no se hace cargo de sus ideas a cambio de una ilusión de equidistancia. 
  2. Cuando me encuentro con directores que operan del mismo modo que en aquella película me hago la misma pregunta: ¿para qué necesitás ofender al mayor espectro posible? No porque me moleste la ofensa en sí, sino porque en el fondo la estrategia revela siempre otra cosa: la incomodidad del señalamiento, que además puede ser vivido como objeto de una cancelación potencial. Si, es cierto, burlarse de los mismos lugares comunes del poder de siempre (la tradición más confortable indica que los poderosos siempre fueron iguales, entonces con cristalizarlos en ese rol nos basta y sobra) es suficiente como para que los Ostlund de turno ganen premios y legitimidad. Pero sabemos que detrás de eso está la misma comodidad de siempre: la tranquilidad de que nosotros somos buenos. Imaginen entonces que podría pasar cuando lo que estructura un proyecto es una sátira política.
  3. Paul Thomas Anderson hace un cine capaz de escaparse por laterales imprevisibles (The Master, El hilo fantasma, Embriagado de amor), pero también es capaz de asumir la previsibilidad (ideológica) más resbalosa, vaya uno a saber por qué motivo. Por eso su cine es un encuentro de cosas de distinta naturaleza, un sistema mixto de posibilidades que, a su manera, me recuerda a Herzog. Vamos a lo concreto: resulta que a PTA lo absorbe una mala influencia (o una influencia mal resuelta, hablemos bien) de Herzog: en su cine convive lo grande y lo pequeño. Pero no siempre van juntos y no siempre va bien. En general cuando lo grande se impone, Paul Thomas Anderson intenta hablar con palabras grandilocuentes sobre la historia monumental. Y lo que pasa es que las mayúsculas le quedan tan grandes como a mi gata le quedan mis zapatillas: un poco ridículo creer que podés abarcar tanto. Ahí están películas marmóreas como Petróleo sangriento. Pero también hay un Anderson chiquito, el que no necesita validarse ni validar nada en el mundo histórico. Ahí está Embriagado de amor
  4. Aunque también hay un Anderson que quiere contar historias chiquitas pero al que cada tanto se le filtra o bien la voluntad monumental del virtuosismo (Magnolia) o bien la voluntad de la legitimación histórica. Ahí están Boogie Nights y Licorice Pizza, pero muchísimo más las dos adaptaciones que hizo de textos de Thomas Pynchon (por un lado Inherent Vice, por otro Vineland: ambas sátiras políticas situadas entre los 60s y 80s), uno de mis escritores preferidos, uno de esos tipos que no sólo se cagan en la validación histórica sino que (en una operación airana -o Cesar Aira sería Pynchoniano en todo caso?-) además realizan operaciones un poco más sofisticadas, en especial una: vaciar la historia (en mayúscula) desde adentro a partir de un juego de inversiones absurdas. Que lo grande se reduzca ante lo pequeño, que un elefante quepa dentro de una hormiga, una operación propia de las paradojas de la vanguardia.
  5. Bueno, PTA no es ni Duchamp, ni Pynchon ni Aira. O quiere ser Aira y le sale ser Fresán, es decir, una pelotudez snob sobre la cultura pop e historia. Y con Una batalla tras otra (que tenía un trailer funesto que auguraba lo peor) no pincha ni corta (el chiste se los dejo a ustedes). No solo adapta al tocayo Thomas (con Vicio propio ya lo había hecho bastante mal) como el reverendo culo sino que le da la derecha regaladísima a los más que obvios críticos de Trump, pero de la manera más infantil posible. Infantil también es su intento de criticar a las organizaciones armadas, a las que PTA intenta burlar pero cuyo mayor chiste radica en postular que los revolucionarios son unos pelotudos faloperos pero en el fondo buena gente sin acceso a cable.
  6. Puede tomarse demasiado en serio el grupo de supremacistas nazis de la uuuuuuuultra derecha (que en la novela de Pynchon se ubicaban en torno a la figura de Nixon y Regan pero que aquí giran en torno a un estado policial situado entre George Bush Jr y Donald Trump) estereotipados de una manera casi insultante para la inteligencia? Excepto que estemos ante una suerte de trumpismo invertido por parte de PTA, no pareciera tener mucho sentido. ¿Podemos tomarnos en serio al grupo de imbéciles que forman parte de la agrupación French 75, mezcla de idiotas sin conciencia cia política con fumones, sexópatas con culpa de clase reprimida? También cuesta. No porque tengamos que exigir solemnidad (nada más lejano al universo de Pynchon, además), sino porque en ambas caracterizaciones PTA no parece querer olvidarse del mundo histórico (aunque cierto juego con el desfasaje anacrónico entre el momento histórico y los objetos que pueblan la puesta en escena nos podría confundir), sino que parece necesitar asentarse en el mismo. 
  7. Una batalla tras otra nos vuelve a Team América y a la sensación de “la película está buena porque le pega a todos”. Y no: pegarle a todos y no pegarle a nadie es la manera más tranquilizadora de no meterse con situaciones realmente incómodas: la posibilidad de pensar (incluso con humor) en el legado transgeneracional de la violencia armada, la posibilidad de pensar que los totalitarismos tienen una y mil caras, no solo la cara orwelliana. 
  8. Vuelvo a pensar en Una batalla tras otra y cada vez me gusta menos, porque siento que me toma por pelotudo. O para peor: me trata como si fuera un pendejo, un nenito grande que busca que le devuelvan, desde la red, con una volea fácil, para creerme adulto hablando de cosas de adultos. Creyendo que “sé jugar el juego”. Pero la última (y quizás la peor película de PTA junto a Vicio propio y Petróleo Sangriento) es, técnicamente, una película pueril, un intento por hacer un cine adulto, pero situado en un país imaginario donde la infancia nunca terminó. Por eso, luego de un reguero de sangre, los hijos pueden volver a tomarlas como si nada hubiera pasado. Hay que recomendarle a PTA que lea a Gillespie. Acá la soberbia no está armada, está filmada.

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