A tiger in paradise

Por Amilcar Boetto

Suecia, 2023, 78′
Dirigida por Mikel Cee Karlsson
Con José González

Intersecciones

José González está escribiendo un nuevo álbum y Mikel Cee Carlson filma el proceso con una  firme convicción de acercarse y dejar hablar al músico. Esa convicción deviene no solo en una  escucha atenta sino en la creación de imágenes alegóricas para caracterizar las afirmaciones del  músico sueco. 

Lo rápido que la película se introduce en los problemas psiquiátricos de José González provoca  que toda su primera parte trate sobre cuestiones cotidianas de su vida tratando a sus demonios  internos. Lo vemos tomar pastillas, prepararse licuados, leer libros de autoayuda. Pero el asunto  de la velocidad con la que la película representa toda esta relación problemática con el mundo nos habla de las verdaderas intenciones que Carlson tiene: narrar, más que la psicosis de  González, los pensamientos de González. 

Y en este punto es que el documental encuentra sus mayores dificultades. González comienza a  empatar su psicosis al resto de la humanidad al preguntarse yo soy un psicótico porque creo que  existen cosas que no existen, pero la mayor parte de la humanidad lo cree y no son considerados  psicóticos. Un 95% de las personas en La Tierra creen de alguna manera en Dios. Luego de este lugar común del hippismo internacional, Carlson monta un fragmento de un manuscrito de  González en el que God está tachado con god escrito debajo. No solo el realizador no pone en  tensión el pensamiento del cantante a través de sus imágenes, sino que más bien, reduce estas a  ser una ilustración de las reflexiones (no muy agudas, podría decir con cierta malicia) del músico. 

Este ejercicio de montaje va a ser una gran constante del documental, que antes que documental parece devenir en un homenaje a la vida y obra de José González. Es directamente proporcional  la autocomplacencia de las reflexiones de González y el rendimiento del material a dichas reflexiones.  

Aún en sus secuencias musicales, donde Carlson se permite más libertades expresivas, todo  parece referir a algo ya dicho por la omnipresente voz del músico. Las imágenes parecen  intensidades flotantes que acentúan la palabra pero nunca un medio en sí mismo. El mundo ahí  afuera parece ser la confirmación de lo que ya se dijo, una y otra, y otra vez. 

La hija de González es el único movimiento que aparece delante de cámara sin estar supeditado  al esquema duro de la película. La niña es libre tanto de movimiento como de expresión oral. Canta e imita al padre, juega con sus instrumentos, parodiando todo el mundo rígido y solemne que la película plantea. Ante esta presencia insolente e incontrolable, el material tiene la  oportunidad de fugarse del tedio encierro que propone. Pero aquí es donde sucede la mayor de  las desgracias de este documento fílmico. Y es que la no poder controlarla con el encuadre (la niña se escapa, no se deja ver) la controla con el montaje. Entonces, Carlson corta y traiciona su  oportunidad de que la imagen tenga cierta independencia a la omnipresencia de González. Carlson corta los cantos de la hija, luego corta el juego de la hija y al final, vuelve a cortar el canto de la hija.

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