Dejar el mundo atrás

Por Luciano Salgado

Leave the World Behind,
Estados Unidos, 2023, 140′
Dirigida por Sam Esmail.
Con Julia Roberts, Ethan Hawke, Mahershala Ali, Myha’la, Charlie Evans, Farrah Mackenzie y Kevin Bacon.

Hablemos en serio

Una vez por año, con una consistencia casi navideña, Netflix entrega cosas que hacen parecer que el año de la plataforma termina “potente”. Pero en el fondo entrega la misma miseria mediocre que viene sosteniendo en sus contenidos de manera cada vez más preocupante. En este caso le toca a Sam Esmail, que supo hacerse cierto nombre detrás de la serie Mr. Robot, si, pero en el medio entre aquella y esta película entregó un artefacto depalmiano que vale la pena revisar como lo fue Homecoming. Ahí (para mi y para varios en esta revista mucho más y mejor que en Mr Robot) Esmail demostraba que no solo tenía muy buenas ideas (aunque el guión no fuera de su autoría, a decir verdad), sino que sabía cómo narrar y construir climas con una precisión que recordaban al mejor Shyamalan, por lo tanto al mejor De Palma, por lo tanto al mejor Hitchcock.

El juego que juega Esmail en Dejar el mundo atrás es con la misma baraja que en Homecoming, pero no necesariamente con las mismas reglas, lo que vuelve toda la experiencia en un asunto parcialmente frustrante, como si en el fondo una parte de lo que se nos propone confiara en nosotros y en nuestras capacidades (todo el tiempo Esmail nos deja la información disponible) y otra parte nos tomara el pelo sistemáticamente, manipulándonos en la peor forma posible, con todos los subrrayados a disposición. En este sentido, la primera vertiente hace que la película esté mucho más cerca del cine clase B que del mainstream más convencional. Ahí, Dejar el mundo atrás promete conspiranoia pero lo hace con buenas armas, como si se hubiera aprendido la lección de los Siegel-De Toth-Castle del mundo. Esa vertiente responde a los primeros 45 minutos de película, donde se nos va llevando de las narices con una fluidez y una capacidad narrativa cinematográfica que muy pocos directores pueden ostentar hoy.

Pero Dejar el mundo atrás plantea una segunda vertiente, que en el fondo de su corazón, evidencia un problema mayor: la importancia de decir algo. En alguna medida esta segunda vertiente es la que en efecto entronca con la tradición del mainstream y su discursividad un poco vergonzosa, un poco culposa, un poco progre. “Nos hemos hecho unos cuantos enemigos ahí afuera” dice uno de los personajes. Y el espectador compungido con los males del imperialismo dice “esta es buena porque muestra una autocrítica del imperio y encima te lo muestra por Netflix, que es una corporación”. Nos imaginamos esa escena y nos recorre un escalofrío de verguenza ajena por la espalda, debajo de la remera estampada en batik.

El problema mayor de Dejar el mundo atrás es que al mismo tiempo que puede ser cine nos recuerda que “hay cosas mucho más importantes, hay que ser conscientes de que esto algun día pasará. Occidente debe aprender la lección (que en la película no tiene cara pero tiene una diversidad de máscaras que parecen parodia)”, por lo tanto que el cine no le interesa, pero si le interesa “la potencia del discurso”, la “denuncia ideológica” y todas esas cosas que usan al cine como instrumento, como Caballo de Troya para tranquilizar conciencias.

Dejar el mundo atrás encierra, en su título, entonces, una clave mayor: el mundo que se está abandonando quizás sea aquel en el que el cine era el arte de lo imposible, no de lo posible y lo conveniente según las necesidades purgatorias de cada época.

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