Doble discurso

Por Amilcar Boetto

Argentina-EE.UU., 2023, 113′
Dirigida por Hernán Guerschuny
Con Diego Peretti, Julieta Cardinali, Rafael Ferro, Jorge Suárez y Víctor Laplace.

Todos estaban contentos

A lo largo de la película, Doble Discurso inserta imágenes pertenecientes a la realidad para  intentar generar cierto contraste con su mundo político ficticio. Ese contraste puede servir  doblemente, a modo de darle más peso al mundo ficticio, como si fuera un mundo posible, con  un pie todavía en lo real, y por otro lado como un chiste que ridiculiza aún más las caricaturas  planteadas por Guerschuny.   

Las imágenes de El Griego con De La Rúa y con Menem plantean cierta ambigüedad entre el  chiste y el guiño alegórico que la imagen de Macri en el debate presidencial del 2015, que  aparece en medio de la ilustración que se le muestra al personaje de Prat para que entienda  cómo debatir, parece ya agregarle un subrayado grotesco. Como si la película sintiese una  necesidad, al intervenir en la diégesis con esas imágenes, que lo que se muestra tiene una  relación con los hechos que no es pura coincidencia

Por supuesto, habría que haber sido miope para no verlo desde un principio: por un lado está  Prat, miembro de un partido naciente que promete una forma novedosa de hacer política, que  tiene un largo historial de manejos ilícitos con su familia y requiere de un jefe de campaña que le  haga un lavado de cara total, y por el otro Kravitz, miembro del Frente Progesista Unido, que  debate desde que tiene 12 años, toma mate en cada escena, se viste como profesor de Puán y  habla como líder populista. Y hasta hay un señor avejentado en el debate, del que se burlan en  Twitter por hablar lento y que toma mates en alpargatas en su casa, como si fuera una burda  mezcla entre Mujica y Lavagna. 

Guerschuny enfrenta, en un principio, a estas dos caricaturas en una falsa dicotomía para, al final,  dejar a su héroe desconocido revelar que ambos son igualmente corruptos. Bajo su intención  buenista la película parece encerrar el mismo siniestro discurso que derivó en algunos de los  momentos más oscuros de la humanidad. Recordemos que, en el extraordinario texto de Peter  Fritzsche, De Alemanes a Nazis, el historiador alemán plantea que el ascenso de Hitler fue posible por el entusiasmo que el movimiento nacional-socialista pudo despertar en un pueblo que no  encontraba identificación política y que creía, cada vez más, que las intenciones de los  políticos, eran en todos los casos la misma. Esta tesis, que contradice la idea de que el principal  motor que posibilitó la existencia del nazismo fue el resentimiento generalizado en el pueblo  alemán a partir del Pacto de Versalles, nos debería hacer concientes de lo perversa que puede  ser la idea naiv de que todos los políticos son iguales.  

Pero el problema que la película tiene con la realidad no es solamente el de intentar disimular la  caricaturización de sus personajes para luego subrayarla con inserts de la realidad política  argentina. Mejor dicho, su problema central radica en que el manierismo entre el héroe solitario e  incorruptible enfrentado a un sistema totalmente podrido al que logra hacer colapsar con el único  poder de su inteligencia, resulta, al menos, ingenuo y parece muy lejano a un problema político  real.  

Es cierto que al cine le resulta en general difícil representar la figura de los políticos sin caer en  groserías o gestos que se podrían considerar tribuneros. Recientemente está el triste ejemplo de  Truman en Oppenheimer, representado como la falta de empatía hecha ser humano, o Kennedy  en Blonde, cuya única intervención en la película (al igual que la de muchos otros personajes de  esta película) tiene como objetivo humillar al personaje de Marilyn Monroe. Hay algo que resulta  evidentemente difícil para la imagen cinematográfica y es descubrir al humano detrás del ícono.  El excepcional caso de Citizen Kane quizás ayude a pensar que, cuando el héroe tiene una  identidad ficcional, por más que remita con claridad a una persona existente, existe una  posibilidad de mayor comprensión, tanto del cineasta como del público, de la personalidad que  se está representando.  

Con mayor comprensión no quiero decir, necesariamente, más empatía, mucho menos mayor  identificación, sino, más bien, un entendimiento más preciso de la lógica de la política, un  hundimiento más profundo en su barro, una sensación más generalizada de su rabia, de su  particular motor emocional. Doble Discurso es una película que le da tan poco valor a su palabra  (fíjense que a esa referencia a Cyrano de Bergerac la debe explicitar por lo menos dos veces, no  vaya a ser cosa que no se entienda) y a sus formas (teniendo la valiosa posibilidad de filmar la  Casa Rosada por dentro, la película elige grabar con un dron paseándose por todos los pasillos 

sin tener ninguna decisión sobre que se ve y que no, sobre que se puede mostrar de esa  fascinante y misteriosa arquitectura) que en definitiva parece una película que flota sobre una  superficie segura donde la lógica es bastante parecida a la de la publicidad: por más que se  intente cierta conexión con la realidad, la representación no debe llegar a ofender ni incomodar a  nadie, así todo el mundo puede consumirlo sin perturbarse.

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