Dogman

Por Raúl Ortiz Mory

Francia, 2023, 115′
Dirigida por Luc Besson.
Con Caleb Landry Jones, Jojo T. Gibbs, Christopher Denham, Clemens Schick, John Charles Aguilar, Grace Palma, Iris Bry, Marisa Berenson, Lincoln Powell y Alexander Settineri.

La piedad y la lealtad

Luc Besson es de la clase de directores que propone sin fijarse en las exigencias de la taquilla. Tampoco está pendiente de las reseñas. Que una de sus películas funcione como una máquina cosechadora de dólares o de comentarios elogiosos es lo de menos para el francés. Hace lo que le da la gana y, casi siempre, sale indemne del envite. Esa libertad, sumado al paso y el peso del tiempo, lo ha llevado a construir Dogman, una historia que atraviesa el drama infantil, la crítica social, el amor animalista, la provocación travestida y la acción provista de balas por doquier. Lo que en un primer visionado parece un mejunje de géneros, proyecta una particular percepción de la brecha que separa a dominadores y dominados; además, del rol que cumple cada uno de estos grupos en el orden nominal de la existencia. 

Douglas (Caleb Landry Jones) es un hombre excéntrico que repasa su vida a través de una serie de conversaciones con una psiquiatra del departamento de policía (Jojo T. Gibbs). En las charlas cuenta cómo su padre lo encerró en una jaula junto a los perros que criaba cuando era un niño. Los posteriores abusos físicos que sufrió tuvieron su punto más alto cuando un balazo lo dejó paralizado de las piernas. Entonces, la estela de sinsabores sucede al protagonista hasta que crea una sociedad integrada por perros callejeros donde el desvalido emerge como su líder. Sin embargo, todo se saldrá de control cuando una pandilla ajuste cuentas con Douglas, reconvertido en justiciero, quien, por las noches, imita a Edith Piaf en un cabaré de Drags Queens.

Besson es un viejo zorro de la óptica marginal. Basta dar un repaso a los personajes centrales de Nikita (1990) y El perfecto asesino (1994), dos de sus películas más famosas, para entender que la redención es el fin y las dualidades morales son los caminos para recorrer. Douglas es el resultado de un entorno doméstico violento y de las fisuras de un sistema que engendra sobrevivientes al acecho. En ese sentido, los perros de Douglas pueden ser acólitos incondicionales que sí saben de piedad y lealtad, algo que Besson recalca hasta el cansancio cuando muestra al ser humano como un ejemplar traidor y egoísta. No es que el protagonista desmerezca el amor o no lo halle en su prójimo, sino que cada ilusión es un tren que termina estrellándose con la indiferencia.

La cara más oscura -y tierna- de Douglas aflora cuando ingresa al mundo nocturno de las drags queens y Besson empieza a jugar a las dobles identidades. El muchacho lisiado debe esconderse tras el maquillaje para huir de sí mismo y de la manera en que lo percibe la sociedad. Lo más fascinante en la transformación de este personaje es que Besson lo coloca en una posición extrema pasando del enamoramiento febril -por una mujer- a la obsesión para no sentirse vulnerable. El lápiz labial, las pestañas postizas, la base blanca como máscara de yeso y los vestidos encorsetados homenajean a un travestismo que funge de coraza emocional. No es una anécdota verlo interpretar Non, je ne regrette rien en uno de los mejores momentos de la película.

En sintonía al juego de espejo psicológico que Douglas regala, también podemos ver a otros personajes de pasados arruinados que potencian y equilibran la historia: la madre del protagonista, las Drags Queens y, especialmente, la psiquiatra. Esta última es el refugio final donde el hombre se mira sin ningún tipo de vergüenza porque ambos están unidos por el dolor y la resistencia. Besson ata los dos casos para identificar la afinidad de sentimientos: Douglas desde la ilegalidad -su forma de hacer justicia lo lleva a ser detenido- y la doctora a partir de su función como parte de un trastocado sistema de justicia. Y en medio de todo, el tratamiento de la fe católica al estilo de una lanza ortodoxa que hiere, mata y salva. Besson dispara al dogmatismo cuando reflexiona acerca del sentido de seguir adelante sin importar los códigos morales, sobre todo cuando Douglas pelea por la custodia de los perros o cuando dirige los robos que cometen sus canes en residencias millonarias.

Lo que sí lastra ligeramente la narrativa de Dogman es el método de concatenación de las fases por las que transita Douglas. A veces se sienten redundantes y otras evidentes, aunque el ritmo de la película y la actuación de Jones minimizan el impacto de esta y algunas otras costuras menores. A Besson no le importa poner un pie en el maniqueísmo porque resuelve con soltura, a veces desparpajo o rebeldía, todo aquello que parece trillado cuando se encara una historia de resiliencia. Hacer lo que a uno le da la gana también es una forma de enfrentarse a sí mismo y medir qué tan cínicos podemos llegar a ser. Besson, a quien no le importa que lo midan, sigue haciendo el cine en el que cree.

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