#Dossier90s: Blockbusters & transición

Por Rodrigo Martín Seijas

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Una década en trance: blockbusters, acción y algunos autores

Por Rodrigo Martín Seijas

A lo largo de su vasta historia Hollywood supo tener muchos enemigos, no obstante los más poderosos siempre fueron domésticos. En las dos últimas décadas del Siglo XX, no solo tenía enfrente a la televisión, con su propia producción de contenido, sino también el VHS –al que se posteriormente sumaría el DVD-, que se alimentaba del cine pero ofreciendo un canal de consumo que le otorgaba mayor comodidad al espectador. A Hollywood le costó pensar y construir formatos que le siguieran otorgando distinción, por eso, en este contexto el cine de acción –con su hibridez que le permitía fusionarse con otros géneros también impuros- fue una muestra clara de eso. Los noventa, sin lugar a dudas, funcionaron como una gran era de transición, que se debatía entre dejar de lado algunos parámetros vigentes desde los ochenta –e incluso los setenta- y anticipar otros que terminarían por consolidarse ya entrado el nuevo milenio. 

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Algunos antecedentes de rigor. Quizás donde terminó de quedar claro que los ochenta se habían terminado -pero terminado en serio- fue con la fría recepción que tuvo Un detective suelto en Hollywood III (John Landis, 1994). Las dos primeras entregas fueron películas emblemáticas de los ochenta, éxitos enormes a partir de una fórmula básica pero muy efectiva en ese momento: poner tramas policiales mediocres al servicio del carisma de un comediante, en esta caso Eddie Murphy, quien saltaba de la televisión al cine a pura improvisación cómica, imprimiendo su sello, que estribaba en desarmar la solemnidad del thriller policial. De hecho, lo que mostraron aquellas películas era que si en los setenta los directores podían ser las estrellas, en los ochenta volvían a ser los actores: a nadie le importaba que detrás de cámara estuvieran Martin Brest, Tony Scott o John Landis, porque todo se trataba de ir a ver a Murphy –que, además, demostraba una presencia interesante en el policial- haciendo chistes pistola en mano. No solo era la mezcla sino el acto de desarmar las formas establecidas de un género. Era una mecánica similar –pero con otras aproximaciones- que impulsaba a películas como RamboCobraDepredadorDuro de matar, aunque en los dos últimos casos había detrás un cineasta moderno y creativo como John McTiernan. Pero Un detective suelto en Hollywood III tuvo una gran cantidad de idas y vueltas con el guión; un director con una mirada propia para la comedia como John Landis que terminó siendo absorbido por los problemas de producción; y por último un Murphy desganado, que no compensó los cabos sueltos del relato desde la comicidad (ni mediante la hipérbole ni mediante la parodia ni mediante la distancia). Estrenada en 1994, fue quizás la primera película nostálgica de los ochenta –algo de eso había, es cierto, ya estaba en Arma mortal 3 (1992), aunque no dejaba de ser la continuación coherente de un estilo formal y narrativo-, pero involuntariamente, desde su torpeza. No había operación reflexiva ni nostálgica detrás.

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Las lecciones del pasado: construir un autor horrible. Los primeros que tomaron nota de las lecciones de ese fracaso fueron los productores de la trilogía, Don Simpson y Jerry Bruckheimer, aunque su respuesta fue muy simple: redoblar la apuesta, poniendo otra historia mediocre al servicio no de uno, sino de dos comediantes y agregando más prepotencia e hipérbole tanto desde la acción misma (y el presupuesto destinado a las set pieces, escenas-espectáculo) como desde la construcción protagónica. El resultado fue Dos policías rebeldes (Michael Bay, 1995), una especie de Arma mortal sin espesor dramático donde todo estaba en función de que Will Smith y Martin Lawrence improvisaran un tipo de comedia agresiva y pedante, pero fundamentalmente la marca de esta clase de policial de acción era el despliegue histérico del presupuesto como marca de “gran” espectáculo. Frente al avance del DVD y consolidación del cable, Michael Bay fue uno de los que mejor entendió lo que el público parecía querer o dispuesto a consumir en la pantalla grande: puro ruido estridente, despliegue de prepotencia audiovisual, dispersión narrativa concertada en las set-pieces antes que en la narración. Bay, bien podemos decir, a esta altura, desde el comienzo de su carrera, ha sido un autor con todas las letras. Si, se trata de un autor que imprimió a fondo su visión berreta y avasalladora en todas sus películas. La marca personal de estilo por encima de los personajes, como si la vieja y querida teoría de autor se hubiera convertido en la mejor herramienta de los blockbusters más grandotes. Solo en La Roca Bay les deja espacio a Sean Connery y Nicolas Cage, quienes –desde la autoconsciencia y el desborde, respectivamente- convertían a lo inverosímil en verosímil. En un punto, bien podríamos decir que un autor como Michael Bay trasladó la estética de MTV al cine: fragmentación, aceleración, multiplicación de estímulos visuales con el fin de producir un efecto de ritmo, de velocidad. El cine nuevamente como espectáculo masivo incomparable al que podría ofrecer la tecnología de consumo hogareño.

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Otra transición. El otro que entendió bien lo que estaba pasando en los noventa fue Roland Emmerich, aunque le tomó algo más de tiempo y hasta sufrió algunos reveses. Pensemos en Soldado Universal (Roland Emmerich, 1992) y Stargate (Roland Emmerich, 1994), a las que retornando, con cierta distancia, podemos intuirlas como obras propias de un director que todavía estaba haciendo la transición de Alemania a Estados Unidos, adaptándose a un modelo que quería diseñar productos renovados pero sin dejar de mirar a lo que se había hecho o se estaba haciendo: la primera tenía la presencia física y hasta cómicamente robótica de Jean-Claude Van Damme (otro héroe de los 80s que estaba empezando a acomodarse a la nueva década); la segunda a un tipo de porte clásica como Kurt Russell, mientras miraba de reojo a ese espectáculo único de ciencia ficción y terror que era Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993). Con Día de la Independencia (Roland Emmerich, 1996) hizo una película tan personal como impersonal y global. Retornando a una serie mínima de elementos de la ciencia ficción de la Guerra Fría –la amenaza exterior, el héroe colectivo, la vocación bélica y confrontativa-, la película de Emmerich era la confirmación de que Estados Unidos ya no tenía enemigos y todos se alineaban detrás de ellos, a tal punto que el desfile destructivo era puro artificio aun desde su impresión de realismo y el patriotismo era tan explícito que rozaba lo auto-paródico. Ahí también volvía a aparecer Will Smith, pero como confirmación políticamente correcta de la presunta integración de héroes de color negro, incluso post-Rodney King, en plena prosperidad económica de la era Clinton, plenamente integrados a la sociedad de consumo post caída del muro de Berlín. Las quejas sobre la uniformidad de estas representaciones de una falsa universalidad (algo asimilable a la ciencia ficción paranoica de los 40s y 50s) quedaban para los sectores progresistas marginales y una izquierda aplastada. La década no ofrecía demasiadas alternativas a los formatos más estandarizados de representación. No al menos en el marco más grandote, tosco a industrial. Lo curioso es que la industria también estaba aprendiendo algo que en la década siguiente comenzaría a configurar mejor. 

Smith, otra estrella que permite entender al mainstream de la década, también aparecía en Hombres de Negro, que proponía otro tipo de transición, donde el espectáculo destructivo era reducido a lo indispensable y se seguía privilegiando las interacciones de los personajes, además de una mixtura equilibrada entre géneros: en el film de Barry Sonnenfeld alternaban equilibradamente la comedia, el policial y la ciencia ficción, con una mirada amable y no poco nostálgica, pero que no dejaba de ratificar –una vez más- la estandarización derivada de esta primer etapa de globalización paralela al desarrollo de internet había triunfado. No es casualidad que Steven Spielberg fuera el productor ejecutivo: estamos hablando de un cineasta que siempre se preocupaba por mirar qué desafíos enfrentaba Hollywood y por encontrar vértices de encuentro entre estética, narración y zeitgeist.

Algunos autores. Con James Cameron, quizás uno de los autores más emblemáticos de la industria en los 90s, pasaba algo distinto. A diferencia de los Bay, Emmerich y compañía, el director de Terminator 2, Mentiras verdaderasTitanic ponía la técnica al servicio del relato. En cada una de esas películas mencionadas reconfiguraba las posibilidades del cine de acción y el de ciencia ficción, las de la comedia de rematrimonio y el cine de acción, pero también ampliaba los límites del melodrama y el cine catástrofe. Incluso mucho antes del feminismo demagógico del mainstream actual Cameron ya había creado heroínas que decían todo desde la acción, desde sus decisiones y elecciones, desde el cuerpo imponiéndose al contexto, sin necesidad de explicarse (esto que menciono, es motivo de otra nota de este dossier). De hecho, toda esa perspectiva ya venía anticipándose en la segunda mitad de los ochenta, con Aliens (1986) y El abismo (1988). El problema de Cameron, entonces, no fue la falta de éxito ni la ausencia de particularidad de su mirada sino su aspecto más wellesiano: su megalomanía, que hacía que cada proyecto suyo fuera una aventura impredecible para los estudios y su falta de continuidad en la producción. Luego de Titanic, Cameron se tomó un tiempo muy extenso para retornar con Avatar, como si estuviera esperando para volver a adelantarse a su tiempo. Mientras tanto los estudios no lo esperarían. Su caso es también paradigmático de la incapacidad por comprender el proceso de cambio. O en todo caso por pretender que el proceso de cambio se adapte a uno. Al día de hoy seguimos esperando la segunda parte de Avatar, aparentemente convertida en una saga de cinco películas que vaya uno a saber cuándo tendrá su fecha de estreno.
Contrario al caso de Cameron, atravesado por el éxito, un director talentoso pero sin suerte, capaz de observar la liquidez de la época, como John McTiernan quien tuvo por aquellos años una seguidilla de películas maravillosas pero que no lo acompañaron en el éxito merecido: posterior a la deconstrucción narrativa que proponía El último gran héroe (John McTiernan, 1993), obra maestra absoluta, este cineasta iría quedando cada vez más relegado, devorado por el mismo desborde y cinismo que estaba anticipando en aquella gran película. Duro de matar III, 13 guerreros y El caso Thomas Crown sufrieron, injustamente, la pendiente en desgracia. La década iba por otro lado y McTiernan no estaba formando parte de ella.

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Estrellas en gracia y desgracia. En Terminator 2Mentiras verdaderas quien acompañaba a Cameron era otra estrella en estado de gracia y transición: el viejo y querido gobernador (futuro) de California, Arnold Schwarzenegger, un verdadero símbolo de lo transicional de los noventa. De hecho, a medida que avanzaran los noventa, el público iría privilegiando cada vez más el impacto y la autoconsciencia superficial frente a la reflexividad o a las raíces de un neoclasicismo en crisis, dejando de lado a los héroes individuales y materialistas de los ochenta. Schwarzenneger, en este sentido, y como contraste a sus compañeros de camada, aprovecharía la primera mitad de la década para convertir en disfutable autoconciencia sobre su rol heroico en décadas anteriores: películas como El vengador del futuro (1990), Un detective suelto en el Kinder (1991), Junior (1994) y El regalo prometido (1996) sumadas a las mencionadas películas con Cameron y McTiernan lo convirtieron en una excepción: una estrella consciente de su cambio de época. No obstante esa seguidilla no pudo mantenerse y una serie de malas decisiones de la segunda mitad lo encontraría fuera de timming, por lo que aquello que le quedaba de icónico y autoconsciente terminó por diluirse tras algunos fracasos sonados a finales de la década ( El protector, Batman y Robin, El día final y El sexto día, de 1996, 1997, 1999 y 2000 respectivamente). La horrible Daño Colateral (2002) terminaría de arruinar lo que tanto había costado armar. La política lo tendría retirado por casi una década. Mientras tanto, de vuelta a los 90s, tipos como Steven Seagal y Jean Claude Van Damme irían aceptando su lugar secundario en la industria, incapacitados de adaptarse a los nuevos tiempos, que de a poco iban despachándose a los viejos héroes de acción de los 80s para ir configurando nuevos formatos futuros (todavía no existía The Rock, ni Jason Statham ni Vin Diesel y Tom Cruise empezaba a despuntar apenas con la primera Misión: Imposible). Estos dos, junto a Chuck Norris, terminaron relegados al ostracismo del mercado hogareño del director a video y la falta de prestigio como de éxito. Mientras tanto Bruce Willis, que parecía ser el último de los mohicanos de los viejos héroes de acción ochentosos, alternaba cada vez más entre las secuelas/imitaciones de las Duro de matar y proyectos donde su presencia cobraba otros sentidos, como Tiempos violentosSexto sentido, acaso anticipando la jugada y pensando en un futuro un poco más diverso en sus posibilidades. Quizás el que peor la pasó fue Stallone, cada vez más lejos de la centralidad de los ochenta y fracasando con películas poco felices como Daylight, que pretendía recuperar el cine catástrofe de los sesenta y setenta, pero fallaba en su intento. Los noventa eran una etapa de reconversión: el gigantismo, el ruido, la necesidad aplastante de construir un espectáculo masivo (pero todavía sin la capacidad de generar un horizonte de continuidad como en la actualidad) le iría ganando a los cuerpos magullados del viejo cine de acción de los 80s, pero también a la narración de los autores que todavía tenían cosas para decir, pero que cada vez encontraban menos interlocutores..

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