El cine del siglo XXI (4): Eclecticismo, extrañamiento, pesimismo

Por Hernán Schell

Cuarta nota de un conjunto de varias que hemos ido publicando en los tres meses anteriores y que seguiremos publicando en los meses subsiguientes, en donde el autor se toma el trabajo de pensar una radiografía, o más bien una sismografía de los movimientos de placas tectónicas del cine de los últimos años. Tómense su tiempo y lean, porque es apasionante. A la primera parte de estos ensayos pueden leerla aquí y a la segunda aquí y a la tercera aquí

Ir hacia atrás, y hacia atrás, y hacia atrás

Por Hernán Schell

Cualquiera que se interese por la literatura argentina contemporánea ha tenido que leer a Juan José Saer, el escritor santafesino que fue prácticamente ignorado durante buena parte de su vida para ser reivindicado (con total justicia, por otro lado) a partir de la década del ’80. Suerte de mezcla entre Proust y Pavese (tal como al propio Saer le gustaba definir su literatura), el argentino solía caracterizar su prosa por un amor incondicional por los juegos con el lenguaje. Los cuentos y novelas de este escritor son (entre otras cosas) invitaciones a jugar con las puntuaciones y la sonoridad del idioma castellano; también son la mostración de un hombre refinado y culto, conocedor de varias lenguas y dueño de un poder de observación extraordinario. Sin embargo, no pocas veces aparece algo que sorprende mucho en la literatura saeriana: un enorme interés por los seres primitivos. Muchas veces en la obra saeriana aparece algún personaje que apenas maneja (y a veces ni siquiera lo hace) el idioma castellano: hombres que se comunican con señas o miradas, o cuya forma de comunicación simplemente consiste en quedarse callados frente a sus interlocutores. No pocas veces el escritor mira con curiosidad a un personaje de estas características, curioso por lo que debe sentirse no tener un idioma (que, como todos sabemos, es en realidad una construcción artificial con sus estructuras gramaticales y reglas propias) y estar en una suerte de fase animal de la comunicación humana. Puede parecer curioso que alguien que ame su propio lenguaje a punto tal de jugar con él todo el tiempo esté, de igual modo, inquieto por personajes que justamente ni siquiera hablan. Pero hay algo de lógico en esa inquietud: cuando se ama algo, es inevitable que uno se pregunte por su propio origen. O sea, amar una lengua determinada hace que uno se pregunte cómo podía pensarse el hombre antes de que exista el idioma, y lo que es más importante aún, preguntarse si en ese estadio primario no había una sabiduría secreta e insospechada que nosotros fuimos perdiendo con el correr del aprendizaje. Después de todo, la literatura saeriana es también una literatura enormemente pesimista, que mira el mundo y la existencia humana con gran desconfianza. También lo hace Saer con el idioma y con la escritura, que muchas veces el santafesino utiliza ensayando sus propias limitaciones para retratar una realidad determinada.

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Desde este punto de vista, imaginarse un estadio humano en el cual no exista la lengua y pensar en que pueda haber una sabiduría en eso habla también de la propia desconfianza que el escritor tiene hacia la propia escritura. O sea: si el ejercicio de la literatura no termina dándonos lo que queremos, es normal que sintamos curiosidad por cómo se pensará desde un pensamiento que no incluya escritura alguna, que retroceda antes de todo estadio cultural y vaya al principio de los principios. Ir al origen es, después de todo, el gesto de alguien que se siente perdido, como en esa fábula del Buda en la que se dice que lo único que se necesita hacer cuando uno está desorientado en un bosque es volver adonde se empezó. El problema para Saer es que resulta imposible recordar cómo era uno cuando no conocía un propio lenguaje. Ya se recorrió tanto camino que uno olvidó cuál era el punto de inicio. Apenas se puede especular con lo que pudo haber sido ese comienzo.

Misma fascinación por el punto de partida (por la necesidad de preguntarse por él, al mismo tiempo que por el reconocimiento de la imposibilidad de volver a él) parece atravesar secretamente la obra fílmica de Lee Chang-Dong. Este hombre nacido en Daegu, Corea del Sur, se ha transformado desde la década del ochenta en una figura imprescindible de la vida cultural de su país. Novelista, cineasta y también inmerso en la actividad política (fue secretario de cultura, puesto al que renunció aparentemente por motivos éticos) Lee Chang-Dong ya había ganado fama como autor de novelas antes de dedicarse a la pantalla grande. Hoy por hoy cuenta con cinco largometrajes hechos desde 1998, comenzando por Green Fish (una película fallida, meramente un ensayo de su obra que apenas se mencionará a lo largo de este escrito) y siguiendo por las magistrales Peppemint Candy, Oasis, Secret Sunshine y Poesía. En un link que me pasaron hace unos días se menciona que Lee Chang-Dong es “un cineasta de culto”. La calificación es por demás curiosa, ya que en general este tipo de terminologías es reservada para cineastas herméticos y especialmente minoritarios (como podrían serlo realizadores tan diferentes entre sí como Alejandro Jodorowsky, Jonas Mekas o John Waters).

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La verdad es que el cine de Dong es en Corea del Sur aceptablemente popular, y sus películas pueden considerarse, más allá de lo sórdido de sus argumentos, bastante llevaderas. No es un cine especialmente críptico o confuso, y de seguro es menos raro y más accesible que las películas de otros directores orientales contemporáneos como Im Sang-Soo, Tsai Ming-liang, Bong Joon-ho, Wong Kar-wai, Naomi Kawase o Apichatpong Weerasethakul, todos fenómenos que se dieron a conocer al mundo recientemente y empezaron a ser venerados internacionalmente en este nuevo siglo (incluyendo el caso de Wong, que de todas maneras ya había empezado una carrera importante en los ’80 e hizo sus mejores películas en los ’90). Por otro lado, mientras todos estos directores tuvieron películas estrenadas en Latinoamérica y sus películas se consiguen en la web, el cine de Lee Chang-Dong es más difícil de encontrar y sus films no tienen la misma difusión que los de los otros directores. Sin ir más lejos, aquí en la Argentina sólo hemos tenido el privilegio de ver estrenada, en DVD ampliado, Poesía. Dicha película -film oscuro como pocos-, además, fue promocionada por estas tierras con el espantoso y engañoso título de “Poesía para el alma” que hizo creer falsamente a muchos espectadores que verían una obra llena de esperanza y dulzura. Sus otros flms, mientras tanto, fueron rotundamente ignorados por las distribuidoras de turno.

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No podemos culpar sólo a los empresarios de esto. Si Lee Chang-Dong ha llegado menos internacionalmente que otros cineastas de su misma nacionalidad es también porque este realizador tiene menos prestigio por parte de la crítica internacional. No se trata de que no guste, pero sí de que su cine recibe mucha menos atención de la que le han propiciado a otros directores. Mientras Kelly Reichardt, Naomi Kawase o Tsai Ming-liang son cineastas de los que ya se han publicado libros que analizan su obra (algunos de ellos incluso publicados cuando los directores no tenían todavía ni cinco películas hechas) es muy difícil encontrar todavía estudios serios sobre la obra de Lee Chang-Dong.

Quizás sea mejor así. Si este director tiene hasta ahora una gran regularidad en su obra, puede que se deba a que la crítica no lo haya ensalzado desde sus inicios. Siempre hay algo de peligroso, después de todo, en encumbrar demasiado pronto a un artista. Peligroso, por un lado, para el crítico, que califica de genio demasiado rápido a una persona que apenas empieza a dar sus primeros pasos. Y peligroso, a veces incluso, para el artista, que temeroso de defraudar a sus seguidores decide muchas veces encerrarse en un micromundo demasiado limitado que no hace otra cosa que repetir una y otra vez un mismo discurso de manera similar. Es el caso, por ejemplo, de Naomi Kawase, quien luego de la magistral Shara (y luego además de contar con el apoyo de críticos tan importantes como Adrian Martin –quien de hecho escribió un libro sobre ella cuando la mujer no contaba todavía con cinco largometrajes-) no hizo otra cosa que repetir una y otra vez su estilo para terminar haciendo siempre menos de lo mismo.

De hecho, la repetición de un mismo estilo, la necesidad de aferrarse a un universo propio es un mal del que adolecen Kawase, Tsai Ming-liang, Wong Kar-wai y otros cineastas fuera de oriente como Wes Anderson o Lisandro Alonso. También es un mal que parece estar afectando a otros cineastas como el tailandés Weerasethakul o Im Sang-soo. En todos estos casos, vemos una necesidad muchas veces absurda de tocar siempre los mismos temas, conservar una misma forma de filmar, aferrados a sus propias formas fílmicas sin querer salirse de ellas para no ser tildados de “poco personales” o de “traicionar su universo”.

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Si hay algo que, por el contrario, marca el cine de Lee Chang-Dong, es su absoluta falta de necesidad de conservar un universo. Su cine es, sí, proclive a ser encerrado en un corpus fílmico determinado, con obsesiones comunes y determinado tipo de resoluciones de puesta en escena. Pero no es menos cierto también que Lee Chang-Dong se ha interesado por toda clase de temas y todo tipo de personajes a lo largo de su carrera. El mundo de la mafia surcoreana en Green Fish, la historia de Corea del Sur durante la dictadura en Peppermint Candy (algo de lo que Lee Chang-Dong sabe mucho: Daegu, lugar de nacimiento de este director es una zona especialmente marcada por el pensamiento de derecha de sus habitantes), la sociedad de consumo y la figura del marginal en Oasis; la religión cristiana en Secret Sunshine y la función de la memoria en Poesía.

De todas maneras, más allá de la diversidad de sus intereses, las películas de Lee Chang-Dong no están exentas de tener puntos en común. Quizás el más llamativo de ellos resida en la elección de argumentos especialmente delicados, historias sumamente trágicas (algunas atravesadas por protagonistas con enfermedades terribles o que pasan por situaciones espantosas) que si no se las aborda con la debida inteligencia y discreción pueden derivar en el desastre. Desde la historia de un hombre que fue policía torturador en la dictadura surcoreana en Peppermint Candy, pasando por una historia de amor entre un débil mental y una chica con discapacidades motrices en la monumental Oasis (acaso Lee Chang-Dong quiso repetir lateralmente la historia, de una manera mucho menos dulce, en el “romance” entre la mujer con Alzheimer y el hemipléjico en Poesía); la mujer que se hace profundamente cristiana (y luego profundamente hereje) después de que asesinan a su pequeño hijo en Secret Sunshine; hasta la historia de la anciana de Poesía, a la que le diagnostican una enfermedad incurable al mismo tiempo que se entera de que su nieto es un violador.

Este tipo de argumentos de carácter terrible son abordados casi siempre de dos formas antitéticamente diferentes en el cine: o bien el director construye un tipo de puesta en escena sentimental y compasiva de todas las desgracias que pueden ocurrirles a sus personajes (algo así haría, por ejemplo, Clint Eastwood en películas como Million Dollar Baby), o bien se hace un cine distante y seco, que rehuye de todas las maneras posibles el golpe bajo, al modo en que lo podría hacer de manera extrema, por ejemplo, Robert Bresson (amante como pocos de las historias terribles). Lo de Lee Chang-Dong es diferente: su mirada ante lo horrendo, ante el mal más grande, o las tragedias más fuertes, no es ni compasiva ni distante, sino extrañada. Cuando Lee Chang-Dong filma algo terrible, su mirada parece más que nada la de alguien curioso, que mira ese mal absurdo con extrañeza, como si el sentimiento imperante no fuera ni la tristeza ni la necesidad de mantener una pudorosa distancia, sino una curiosidad inquietante.

Uno de los ejemplos más claros de esto se da en la escena de Secret Sunshine en la que la protagonista (Jeon Do-yeon, una de las mejores actrices de la actualidad en una de las mejores interpretaciones de los últimos tiempos) descubre que su hijo fue brutalmente asesinado. En ese momento vemos a la mujer bajando por el terreno baldío y gritando el nombre del nene recientemente fallecido mientras ve el cadáver de su único descendiente. Lee Chang-Dong elige filmar esto con la cámara muy distante y lo que más llama la atención es que decide musicalizar la escena con una melodía extraña, que pareciera salida de un film de suspenso, como si atrás hubiese un director preguntándose más que nada de manera filosófica cómo puede explicarse que exista una muerte tan absurda.

Algo similar sucede en una secuencia onírica de Oasis. Allí vemos cómo la chica (una mujer con una parálisis cerebral que la vuelve una discapacitada motriz) se imagina a sí misma bailando y cantando junto a su novio. El sueño de la chica pudo haber dado pie a un momento emotivo. Sin embargo, Lee Chang-Dong retrata ese sueño no como algo emocionante o espectacular. Por el contrario, ese fragmento onírico es poco lujoso, transcurre en una habitación austera y muestra más que nada que estamos ante la fantasía amorosa de una chica que raras veces ha sido sacada del piso de su departamento y pocas veces ha hecho otra cosa que mirar su propia y pequeña habitación. Nuevamente, ese sueño que podría mover a lo lacrimógeno y a lo compasivo produce más bien extrañamiento, como un director que está, antes que nada, curioso de retratar un mundo mental diferente.

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Cuando Lee Chang-Dong filma algo terrible, su mirada parece más que nada la de alguien curioso, que mira ese mal absurdo con extrañeza, como si el sentimiento imperante no fuera ni la tristeza ni la necesidad de mantener una pudorosa distancia, sino una curiosidad inquietante.

Por eso, quien ve el cine de Lee Chang-Dong no se emociona, ni se shockea, sino que asiste a una tragedia terrible como si estuviese viendo un film de ciencia ficción, en donde lo que impera es un sentimiento de confusión ante un mundo en el que suceden males inexplicables y tragedias terribles, sin una causa aparente (1). Desde este punto de vista, es importante también en Lee Chang-Dong el uso de la luz frontal (recurso que usa en todos sus films salvo Oasis y Green Fish). Este tipo de iluminación (que puede volverse muy compleja de utilizar pero que puede dar no pocos hallazgos estéticos) vuelve a sus espacios sumamente claros, a punto tal de eliminar muchas veces todo vestigio de sombras (2). Así es cómo hasta los exteriores de noche en el cine de Dong parecen paisajes diurnos. Esa luminosidad extrema da una apariencia tranquila a los paisajes, una sensación de que podemos estar seguros en el lugar en el que nos movemos ya que no hay un solo espacio de sombra que nos oculte nada. En medio de eso, sin embargo, vemos escenas en las que ocurren llantos histéricos, o desmayos repentinos o algún desastre inexplicable.

También hay algo respecto de la duración en Lee Chang-Dong. Los films de este duran, casi todos ellos, más de dos horas, pero el conflicto inicial no suele presentarse sino después de una larga introducción al pueblo y al personaje, y luego de largos minutos en los que uno se pregunta qué puede pasar de excepcional en el lugar en el que nos encontramos. Por ejemplo, el chico de Secret Sunshine es asesinado recién a la hora de empezada la película y también recién a los 60 minutos nos enteramos que la mujer de Poesía sufre Alzheimer. En Peppermint Candy, por otro lado, se nos revela que el protagonista torturó gente en interrogatorios recién a la hora y media de empezado el film.

Lo mismo sucede con los tipos de personajes de este director. Sus criaturas suelen presentarse como seres inofensivos. No obstante, la propia película puede terminar desmintiendo esta característica con alguna acción abrupta e inesperada por su violencia. La anciana aparentemente dulce de Poesía termina extorsionando a un anciano; el nieto de esta mujer -un chico extremadamente lacónico y tranquilo- se revela en un momento como el abusador de una adolescente; el hombre que rapta y mata a un chiquito en Secret Sunshine no parece más que un ciudadano amable y común, e incluso la supuesta inocencia absoluta del débil mental de Oasis puede dar como resultado comportamientos de una agresividad enorme e inesperada (como un intento de violación o el ataque a una mujer en la calle por el solo hecho de querer hablar lo antes posible por un celular).

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Lo más fuerte de estas acciones violentas, además, es que no necesariamente terminan dando como consecuencia un remordimiento por parte de quienes hacen ese mal. Por el contrario, en el cine de Lee Chang-Dong los daños a terceros muchas veces son vividos por quienes los perpetran como una acción lógica. En estos comportamientos reside justamente uno de los aspectos más inquietantes del cine de Lee Chang-Dong: que el daño no sólo puede surgir abruptamente, sino que quien lo hace puede aceptarlo como algo natural y/o necesario. Los momentos más fuertes del cine de este director surcoreano se dan, justamente, en esos instantes en que la maldad es socialmente aceptada: en ese grupo de religiosos que margina cruelmente a Jeon porque está enojada con Dios; en la familia del protagonista de Oasis que da por sentado que como el chico débil mental no puede generar dinero no merece el respeto de su familia; y sobre todo en ese policía torturador de Peppermint Candy que después de sacarle la confesión a un detenido a pura crueldad, lo palmea en la espalda, le da unos pañuelos para que se seque las lágrimas y le pregunta, como si fuese un amigo y sin el menor rastro de ironía, si él cree que acaso sea hermosa la vida.

Frente a tanto mal absurdo y que se llega a aceptar naturalmente, no es anormal que un director quiera volver a las bases de todo, encontrar en qué momento empezó la primera falla para ver si hay una explicación ante tanto mal. Tal y como lo hace Saer, Lee Chang-Dong y sus propios personajes sienten curiosidad por lo originario y lo primigenio, esperando que ahí pueda uno adentrarse en alguna sabiduría secreta. Peppermint Candy trata de hurgar permanentemente en la raíz de un suicidio contando la historia de una persona de atrás para adelante, empezando la narración con su muerte bajo las vías de un tren y terminándola en un episodio de su adolescencia; el Alzheimer de Poesía tiene que ver con preguntarse por una enfermedad que nos va quitando las palabras hasta dejarnos, como al principio, sin un lenguaje; Oasis, por otro lado, toma un personaje con un comportamiento y unas ideas sobre el mundo que parecen remitir a los instintos más primarios que puedan tenerse (incluso a las primeras fantasías de amor, llenas de castillos y princesas, y amores idealizados); la protagonista de Secret Sunshine siente la necesidad de volver al pueblo en el que había conocido a su marido por vez primera; y la razón por la que la anciana de Poesía se interesa por la lírica es porque este era (supuestamente) un talento que ella tenía de muy pequeña.

En todos los casos, esta búsqueda del pasado termina por frustrarse, o mejor dicho, por no terminar de revelar nada seguro: los cuentos de hadas que sueña la pareja de Oasis no terminan por cumplirse, la razón primigenia de la caída en la locura del protagonista de Peppermint Candy nunca puede dilucidarse del todo y nunca sabremos si aquellas lecciones de poesía que la protagonista de Poesía tomó para ver mejor el mundo y volver a un supuesto talento de su niñez terminó por revelarle algo importante de su existencia.

Tal y como lo hace Saer, Lee Chang-Dong y sus propios personajes sienten curiosidad por lo originario y lo primigenio, esperando que ahí pueda uno adentrarse en alguna sabiduría secreta.

En todos estos casos, al fin y al cabo, no se busca otra cosa más que una forma de revelación a partir de una búsqueda de un pasado o de una forma de pensamiento atávico a la que acaso es imposible volver. Ante esta falta de respuesta última, no resulta ilógico que Lee Chang-Dong busque al final aferrarse a una esperanza mínima, imposible de verificar dentro del relato pero posible de ser imaginada. La figura fantasmagórica que aparece sonriendo y mirando a la cámara al final de Poesía, la carta final que se lee en Oasis y que anuncia una improbable unión feliz, el “volveré” que exclama el personaje de Peppermint Candy antes de suicidarse, o aquella posible recuperación final de la mujer de Secret Sunshine. Son cuestiones que no terminan de concretarse en el relato, que pueden incluso interpretarse como falsas ilusiones, pero que el propio Lee Chang-Dong no se atreve a desmentir del todo, como si no pudiera renunciar a la esperanza de un sentido final que explique el porqué de tanto absurdo y tanta crueldad. Es lógico después de todo que, si uno está perdido y sabe que ya no puede volver sobre sus pasos, al menos puede seguir creyendo en la posibilidad de encontrar una salida.

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(1) Cabe remarcar también que algunas veces la existencia de una desgracia tan absurda puede despertar un raro tipo de comicidad. En Secret Sunshine, por ejemplo, vemos cómo la protagonista quiere, a modo de supremo acto de caridad cristiana, ir a perdonar al asesino de su hijo. Cuando ella va a verlo a la cárcel se entera de que este mismo asesino ahora abraza la misma religión evangelista que ella, y que se siente tan o más en paz que su propia persona. El shock de esta mujer al recibir la noticia (al ver, por un lado, que su Dios ha perdonado al asesino antes de que lo haya hecho ella, y que le haya dado la misma paz a un asesino que a una víctima) y su rostro entre desconcertado y furioso ha despertado no pocas veces una risa nerviosa por parte del público.

(2) Respecto de esto, incluso hay veces en que un personaje de Lee Chang-Dong señala que un lugar está muy oscuro y poco atravesado con luz mientras la puesta en escena desmiente a ese personaje. En Secret Sunshine, por ejemplo, la protagonista le dice en un momento a la dueña de una farmacia que debería de diseñar su negocio para que entre más luz. Mientras dice esto vemos que la farmacia está completamente iluminada, sin la menor presencia de sombra alguna.

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