El conformista

Por Aníbal Perotti

Il conformista
Italia, 1970, 108′
Dirigida por Bernardo Bertolucci
Con Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Gastone Moschin, Enzo Tarascio, Fosco Giachetti,
Jose’ Quaglio, Dominique Sanda, Pierre Clémenti, Yvonne Sanson, Giuseppe Addobbati, Christian Alegny, Carlo Gaddi, Umberto Silvestri, Furio Pellerani, Luigi Antonio Guerra, Orso Maria Guerrini, Pasquale Fortunato.

Los monstruos

El conformista forma parte de un período extraordinario e irrepetible de la historia del cine, en el que en el mismo año Bernardo Bertolucci podía estrenar La estrategia de la araña, adaptando un cuento de Borges, y compartir la cartelera comercial con películas de los hermanos Taviani, Mario Monicelli, Ermanno Olmi, Pier Paolo Pasolini, Federico Fellini o Marco Bellocchio. El estreno de la copia restaurada de esta obra maestra de hace más de cincuenta años, permite apreciar sus planos deslumbrantes, su riesgo formal y la vigencia de sus temas, al tiempo que pone en evidencia la mediocridad de la mayor parte del cine que llega actualmente a nuestras salas. Basada en la novela homónima de Alberto Moravia, la película relata la historia de Marcello Clerici, un hombre que decide adscribir al fascismo y acepta la misión de matar a su antiguo profesor de filosofía que está refugiado en Francia. Bertolucci crea un personaje monstruoso y enigmático de contornos indefinidos. La película no explica los motivos de su adhesión al fascismo, sino que lo muestra convertido por la fuerza de las circunstancias en un producto de su tiempo, queriendo asimilarse a la norma dominante para pasar desapercibido.

Bertolucci vislumbra los vericuetos de la Historia a través del prisma de la mirada del protagonista. La necesidad visceral de venganza se traduce en la pantalla en escenas de una fría crueldad. Un hombre no es capaz de soportar que una mujer de la que está enamorado se escape con su marido antifascista y decide organizar el asesinato de la pareja: la persecución en el bosque con cámara en mano transmite un estado de confusa brutalidad; la joven sangrando tendida sobre la nieve inmaculada genera un contraste de colores que refleja el estado de ánimo del personaje. Algunos breves momentos cómicos y absurdos subrayan la locura del ambiente, como el saludo incoherente de Clerici con la pistola en la mano luego de que se le haya confiado su misión, o la conmoción de un sacerdote por la posible relación homosexual del protagonista antes que por un asesinato.

En lugar de apegarse a una reconstrucción aplicada de las décadas de 1930 y 1940, la puesta en escena explora las sensaciones que genera la arquitectura fascista, con grandes líneas horizontales, verticales o en ángulo recto. La geometría imponente, las figuras hieráticas y los encuadres majestuosos son interferidos por elementos perturbadores, como un cuadro obsceno colgado en la pared blanca, que desentona con la pureza del conjunto. La maravillosa fotografía de Vittorio Storaro marca el contraste formal entre la Italia fascista, gris y fría, y la Francia del Frente Popular, con tonos azulados y una atmósfera que se vuelve luminosa con los famosos escaparates de moda parisina y con los exteriores reales luego de la claustrofobia fascista. El montaje adquiere una dimensión poética con su elegante manera de deslizarse entre épocas para revelar cosas no dichas. 

El personaje que interpreta Jean-Louis Trintignant es una creación inolvidable: la imagen de El conformista es su silueta vista de perfil con el cuello del abrigo levantado y el sombrero deslizado sobre el ojo. El rostro de Trintignant, malhumorado, serio, melancólico, a veces iluminado por una sonrisa temblorosa, es la encarnación de la ambigüedad frente al rostro integral del verdugo fascista, y a su vez es el equivalente admirable de las frases características de Moravia en las que se describe a una persona en términos que inmediatamente exigen su opuesto. Esta ambigüedad, tema central tanto de la película como de la novela, se hace visible gracias a un prodigioso trabajo sobre las imágenes, que juega con el contraste entre la luz fría y azulada de los exteriores y la sensualidad de los refugios interiores, que poseen tonalidades cálidas, ocres, rojas, amarillas o violetas. El hotel de la estación de Orsay, que aún existía en 1970, adquiere una especie de magia, al igual que las boutiques de alta costura de la Avenida Montaigne. Toda la película reposa sobre las dudas y las inseguridades del héroe, marcados por sus errores políticos y sus decepciones amorosas. Bertolucci magnifica esta sensación con una poesía visual de rara intensidad y con la perturbadora sensualidad que emana de sus dos actrices protagónicas. En una escena de antología, con el decorado a rayas rojas y amarillas del clásico Chez Gégène en Joinville, las dos mujeres dejan a los hombres enfrascados en sus discusiones políticas y se ponen a bailar un tango lujuriosamente con sus ligeros vestidos de seda que lucen sobre su espléndida desnudez. Una escena memorable que mezcla las obsesiones del cineasta, el sexo y la política, y culmina con un baile frenético, un torbellino surrealista, una muestra notable de un cine magistral, provocador y desmesurado. 

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