El diablo entre las piernas

Por David Obarrio

Mexico, 2019, 147′
Dirigida por Arturo Ripstein
Con Silvia Pasquel, Alejandro Suárez, Greta Cervantes, Daniel Giménez Cacho, Erando González, Patricia Reyes Spíndola, Mar Carrera, Roberto Fiesco

La muerte no existe

Cuando Arturo Ripstein ha naufragado, fue a conciencia. Ripstein puede perderse porque pruebas cosas, porque es insaciable; porque la sed de imágenes lo puede todo, o porque su estatuto de cara visible del cine mexicano, la destreza imponente de sus películas para ser parte indisoluble de la historia de su país en ese terreno, le abre todas las puertas, incluso a regañadientes; le proporciona todas las salidas y los permisos. Un gran director de cine como Ripstein sabe que el mundo es suyo; las imágenes que obtenga no dejarán nunca de mostrarlo sin miramientos, del mismo modo que las palabras proferidas, aun bajo los efectos de una curda monumental, son siempre del dueño de la boca. Incluso los sueños se confeccionan con malevolencia a partir de las imágenes que imaginamos o que miraron nuestros ojos cuando estábamos despiertos. De manera que Ripstein siempre tuvo, en el fondo, el toque encarnizado que lo caracteriza; aunque produjera alguna poco comprensible deriva internacional, ilustrara con imágenes algún bodoque de la literatura latinoamericana, o desapareciera por años, acaso demasiado seguro en su papel de último patriarca insumiso del cine mexicano, ese que en los últimos años parece haber encontrado la llave para la circulación global a caballo de la vulgaridad programada y el tedio de la “función” del cine, del comentario obligado acerca de un mundo cuyos misterios se declaran resueltos antes del primer fotograma. Ripstein nunca dejó de mirar ese mundo. Nunca permitió que cierta evidente habilidad fotográfica reemplazara el pozo sin fondo del alma de sus personajes, o se interpusiera entre el espectador y aquello que habita de verdad dentro de la escena. No una cara sino un enigma; no una mueca ensayada con solvencia en las escuelas de actuación, sino la evidencia física que se insinúa más allá del decorado y del encuadre y que es garantía de la existencia de una humanidad pavorosa, de una agitación que se resiste a ser embellecida a costa de convertirse en moneda de cambio.   

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La vuelta del director se produce con esta película tan poco amiga de los afeites y de las componendas, dispuesta a hacerle frente a cierto cansador efecto del deber ser del cine actual, tanto como a la comodidad derivada de sus ventajas y prebendas. Con humor, con miedo y con hastío, podría tratarse de un melodrama perverso, sin ropajes glamorosos, sin contrastes entre una vida deseada y una vida concretada; pero también sin escape ni perdición final, porque la muerte ronda desde la primera escena: los personajes no van hacia su extinción sino que parecen convivir con ella, de modo que el final es algo que ya han asumido, es el aire que respiran, es la melodía herrumbrada con la que, a pesar de todo, se puede bailar tenuemente, como viejos enemigos que han terminado por reconciliarse. Para decirlo rápidamente: en la película se ha descontado la muerte, por lo tanto la muerte no existe. Porque el cine de Ripstein siempre pareció ocuparse de los pormenores de la angustia, de sus síntomas, y de cómo estos se convierten en pasiones oscuras, inapelables, que dan impulso a los personajes y los hacen vivir, aunque sea dolorosamente, un poco fuera de sí mismos, de aquello que quisieran ser y no pueden. La piedad de las películas del director reside en el modo en el que se perciben en la pantalla los espasmos, siempre conmovedores, de esas criaturas cuando intentan mantener la dignidad de sus maniobras en medio de la vorágine de sinsentido a la que se ven empujados.     

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El diablo entre las piernas no deja de ser una película lúgubre, de una tristeza cósmica, pero que aparece animada por una energía rara; la energía de los cuerpos: los de los personajes que se niegan a simplemente dejarse estar, no respirar más y desaparecer. Para Ripstein y Paz Alicia  Garciadiego la vida se sostiene y se justifica, acaso enteramente, mediante el impulso sexual. Para eso la pareja parece recurrir por momentos a una especie de gótico mexicano – ciertas señales, ciertos gestos, cierto clima de opresión -, con una casa- castillo en la que habitan los personajes y una actitud muy osada de beligerancia respecto de cómo se representan los viejos en el cine.  Los presupuestos de la vejez como una forma marchita sobre la que se depositan con facilidad la conmiseración y el sentimentalismo son aquí barridos de un plumazo. Enemiga eterna de las soluciones sencillas y la complacencia, el implacable binomio constituido por el director y la guionista se desentiende bien pronto, con una irreverencia muy elocuente, de prejuicios y mojigatería. La película utiliza el tango como música de fondo para la fatalidad que empuja a los personajes al abismo; las milongas, los boliches donde se baila el tango, siempre un poco melancólicas, como lugares de encuentros entre seres estupefactos, rechazados anónimos y desesperanza que flota en el aire en cada plano. La película sabe extraer chispas de una belleza inesperada, apenas entrevista en la tristeza que envuelve a sus figuras declinantes, que resisten con un desparpajo agrio que parece provenir directamente de sus entrañas. 

El Diablo Entre Las Piernas

En ese panorama, la película incluso tiene humor. La escena en la que la mujer, después de haber estado en la cama con otro hombre al que acaba de despachar, se acerca al marido que está sentado esperando en la escalera fuera de la casa con una copa en la mano y le dice “Entra que te vas a enfriar. Enciende la tele que ya te caliento la comida”, es muy graciosa y revela sin estridencias la comicidad finalmente magnánima con la que la película piensa y retrata a sus criaturas. Ripstein y Garciadiego conciben diálogos duros, cortantes, perfectos, y la película ofrece unos cuantos planos depurados que recuerdan un pasado histórico de melodramas iluminados por Gabriel Figueroa y que sirven para subrayar, quizá, la conexión de la película con México, ingresando así en la tradición sincrética del país donde distintos elementos conviven entre sí, los fantasmas llenan la pantalla y los muertos no se quieren morir del todo. El diablo entre las piernas es una película extraordinaria en sentido estricto. Una proeza de puertas adentro; la justificación del cine como intento de apresar retazos de una verdad inefable, y una afirmación a contracorriente de que las imágenes pueden ser todavía capaces de captar, sin concesiones al buen tono de las agendas de moda, todos los temblores, todo el desasosiego de los seres a los que hasta la muerte les es esquiva.   

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