Her Smell

Por Amilcar Boetto

Her Smell 
EE.UU., 2018, 134′
Dirigida por Alex Ross Perry
Con Elisabeth Moss,  Amber Heard,  Cara Delevingne,  Dan Stevens,  Dylan Gelula, Virginia Madsen,  Eric Stoltz,  Agyness Deyn,  Eka Darville,  Gayle Rankin, Lindsay Burdge,  Keith Poulson,  Craig Butta,  Yusef Bulos

La donación del perdón

Por Amilcar Boetto

Ross Perry parece haber mamado de esa inevitable presencia que asoma en todo el indie americano: John Cassavetes, sus ideas de montaje y de encuadre, pero no sus ideas en relación a los métodos actorales. En Listen Up, Phillip este problema parecía caer por su propio peso. El director pensilvano adornaba su película sobre dos escritores megalómanos con una cáscara cassavetiana en la que internamente no existía ningún choque de fuerzas, no había ferocidad ni rabia (algo habitual en el cine de JC). Tampoco parecía haber vitalidad alguna en su modo de habitar el espacio escénico (quizás a excepción de la bella escena en la que Elizabeth Moss iba a un bar y salía con un extraño).

La primera de las cinco secuencias que organizan Her Smell , en cambio, ARP demuestra un control distinto para pensar el montaje y en los movimientos de cámara, pero también libera a su protagonista, una Elizabeth Moss desatada y exagerada, que despliega su potencia verbal y corporal como no lo había hecho en otras ocasiones. ARP parece, ahora sí, tenerle menos miedo al descontrol. Se acerca más a las expresiones de sus personajes y hay una variación tonal en relación a sus matices emocionales.

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Luego, en la segunda secuencia, se articula un drama in crescendo en un estudio de grabación, en donde todo lo que puede salir mal sale mal. El despliegue desenfrenado de Moss, se convierte aquí en patético y vergonzoso. El sistema impredecible de Cassavetes, cuya influencia se notaba en la primer secuencia, es imposible en esta segunda. Hay una conducción unidireccional, descordinada. Así el descontrol formal no se traduce en descontrol estructural. Es allí donde Ross Perry acude a la nueva banda de chicas, que aparece para salvar las aguas, como si se tratara de un desesperado deus ex machina encargado de generar un choque más genuino dentro de un sistema en el que los hilos estaban a la vista. El crescendo dramático de aquella secuencia está ausente de conflictividad hasta el momento de la aparición salvadora (tanto argumental, como formalmente) de la otra banda.

En la tercer secuencia, en cambio, hay un crescendo dramático, pero sostenido por una idea un poco más clásica: el suspenso. De pronto, hay montaje paralelo, responsable de una tensión expresa entre un escenario vacío y un backstage en donde la cantante no aparece. Un público impaciente y un grupo de músicos desesperados. El peligro existe, por supuesto, pero de una forma más genuina. La pregunta, entonces, está en si Ross Perry puede darle peso a los planos, si puede construir una fuerza por fuera del despliegue actoral de Moss y la fragmentación. Si puede hacer de sus imágenes un cine del cuerpo, un cine material. O si solo hará desfilar una sucesión de poses. Porque, como demostraron los hermanos Safdie en Goodtime, el ritmo del suspenso no depende de la duración de los planos, ni de la música, ni del griterío de un público, el plano tiene que tener un peso en sí mismo. El movimiento rítmico no está solo en la unión de formas del montaje, sino también en la danza interna del plano.
Ross Perry tiene sus altibajos, pero al final de esta secuencia toma una decisión muy inteligente: decide abandonar el montaje paralelo, entiende que ya habiendo mostrado al escenario y al público, con apenas esas dos imágenes, las decisiones narrativas que se sucedan luego tendrán suficiente peso por si mismas cuando Elizabeth Moss finalmente hace su aparición.

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Permitiéndose dejar al público como un enorme fuera de campo, sumado a los vericuetos argumentales que presenta la escena, la secuencia se transforma en la más genuinamente violenta de toda la película. Por eso es que Ross Perry va tendiendo cada vez de retorno al tono casavettiano : la cámara en mano, la poca duración del plano, la tensión del tiempo real. Este código llega a su paroxismo cuando hay un enfrentamiento con una botella cortada, en la que sus decisiones formales terminan distanciándonos antes que estar en condiciones de insertarnos corpóreamente en esa violencia. La secuencia termina con el patetismo que exigía, una avergonzante demostración frente al público, parecida a la de Bradley Cooper en A Star is Born, en aquella incomoda escena de los Grammy’s.

Luego, hay una elipsis enorme, que da lugar a una cuarta secuencia, fotografiada con una blancura publicitaria y una pulcritud preocupante comparada con el glitter mal colocado y el delineador corrido en la cara de Elizabeth Moss (que si observábamos en la tercer secuencia). En este caso, la secuencia dispone una construcción formal más bien clásica, compuesta casi exclusivamente de planos-contraplanos e iluminación plana, pareja. Es deliberado que parezca una sesión de auto-ayuda, dueña de una ternura condescendiente para con un personaje que antes era una bestia desatada? De repente el film, sin mediar conciencia de sí, se vuelve piadoso. El director es inteligente y sabe que solo puede colocar una escena así después de tocar el piso mas bajo posible, el de la secuencia anterior. El problema es que la redención parece estar completamente exenta de lo que pasó: la incomodidad del reencuentro con otra de los miembros de la banda, a quienes la protagonista maltrató profundamente, no está presentada. Hay una decisión de elidir esa incomodidad. Muy distinto a A Star Is Born, que luego del ya mencionado incidente del bajismo, nos muestra a un Bradley Cooper que siente un peso, en su cuerpo gastado y cansado, en una sala de rehabilitación. La blancura, en la opera prima de Cooper, era más bien un castigo que un acto de piedad. Aquí es menos un residuo que una elipsis necesaria porque ese abismo abisma a la misma película hacia un terreno que ARP no parece poder manejar.

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Finalmente, en la última secuencia, Ross Perry tiene la mejor idea visual de toda la película: Elizabeth Moss va a saludar a Zelda (una antigua amiga a la que también había maltratado). En ese momento, por la rajadura que hay entre la persona que le comunica que Zelda no está ahí y la puerta, ve a un grupo de personas tomando cocaína. La sustancia, evitada y presentada como un fuera de campo durante toda la película, ahora la vemos explícita y sobre la mesa, pero con la distancia que el punto de vista de Moss implica. Luego, la seguimos por el pasillo, en un plano largo y sin cortes: por primera vez el personaje de Moss duda, no es decisión pura como solía serlo en la etapa previa del personaje. Quizás toda la incomodidad faltante en la anterior secuencia está presentada en ese pequeño momento, donde pasado y presente parecen ser un poco más indiscernibles, activados por la afección infinita de un objeto resplandeciente, luminoso.

Sin embargo, el film termina con un momento de unión forzadísimo (que no podría estar más lejos de la emotividad de la última secuencia musical de Jersey Boys : sé que las comparaciones son odiosas, pero muchas veces nos sirven para pensar y organizar -Borges dijo: pensar es generalizar-, cuando el narrador de un film asume una tendencia que se puede asimilar a la tendencia que asume el de otro film, muchas veces una comparación sirve para entender como uno sostuvo eso y como pudo o no sostenerlo el otro), pero también hay algo que es cierto: la música pop-punk no se condice con la furia que necesitaba el primer número musical, pero tampoco con la emoción de el último show (que en este caso no es emoción estridente y gusto porque el show continue, como en Jersey Boys, caso en el que Can’t Take My Eyes Off To You es perfecta).

El show en Her Smell cierra con un nivel de impostación extraño en relación al resto del film (también es cierto que el show es algo ostentosamente ignorado). ARP, queriendo amar y abrazar a un mito exclusivamente centennial (el de la estrella de pop-punk -cuya música es plenamente mainstream, pero que intenta jugar con el punk, porque la rebeldía siempre es atractiva- que se come su propio personaje y se convierte en una drogadicta autodestructiva). Ese crepúsculo pop, que ya había sido representado en la fulgurante Sping Breakers, quizás sea el rostro de Elizabeth Moss llena de glitter, con sangre en la nariz, antes que su show con aires de beneficencia visual (como si a nosotros nos estuvieran donando un perdón con ausencia de la incomodidad necesaria).

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