Hoy se arregla el mundo

Por Mariano Bizzio

Argentina, 2022, 112′
Dirigida por Ariel Winograd
Con Leonardo Sbaraglia, Benjamín Otero, Charo López, Luis Luque, Martín Piroyansky, Soledad Silveyra, Gerardo Romano, Natalia Oreiro, Diego Peretti, Gabriel Corrado

Un cine popular

Ariel Winograd, en tanto director, es dueño de una cualidad que lo diferencia de varios de los colegas que lo rodean: filma, se equivoca, aprende, se vuelve a equivocar, vuelve a filmar y vuelve a aprender. Como si no te tuviera miedo al qué dirán, su obra es irregular, si, pero también es honesta, porque se percibe en ella la presencia de los modelos que el director admira (habría que mencionar a varios, pero es imposible dejar de señalar el vínculo con el cine de Judd Apatow y Paul Weitz), pero también porque se percibe la voluntad de construir un cine popular, que crea en las formas industriales, en los géneros y en su capacidad de emocionar, hacer reir y al mismo tiempo no tomar al espectador por imbécil, como suele suceder con buena parte de los tanques cinematográficos argentinos.

Hoy se arregla el mundo cumple a las claras con ese camino de aprendizajes mencionado previamente, pero, como también podía preverse, mejora lo hecho en años anteriores. Si El robo del siglo jugaba a ser una comedia de ladrones que se permitiera el “comentario social”, pero que a la vez no se olvidara los géneros en los que se inscribía, la última película de Winograd (que debió estrenarse en plena pandemia pero que sufrió diversas y numerosas postergaciones) no es otra cosa más que una comedia dramática de pareja dispareja y a su manera un coming of age, con crecimiento cruzado (para el niño que busca a su padre y para el adulto que aprende a serlo, algo que resuena a Luna de Papel, del gran Peter Bogdanovich). La premisa es elemental, pero suficiente como para que el lugar común de partida no sea uno de llegada. Y el niño que debe encontrar a su padre verdadero acompañado por quien siempre supuso que era el padre biológico (un contenido y sorprendente Sbaraglia en su sobriedad, algo no acostumbrado) pero sistemáticamente ignoró a su hijo, comenzarán el camino.

Si miramos hacia atrás sin hacer demasiado esfuerzo esto ya estaba en alguna manera en el cine del director. No me refiero al tópico argumental sino a las relaciones de padres e hijos que obligan a los adultos a reformular. Como si en alguna medida el cine de Winograd fuera un laboratorio de pruebas y juegos con las posibilidades a partir de lo cual los resultados pueden ser adecuados, buenísimos, estrepitosos. Pero siempre con el objetivo puesto en la superposición de alternativas en torno a obsesiones comunes, un poco como sucedió en algún momento con el cine de Daniel Burman, con quien hay más de un punto de contacto. El aspecto novedoso aparece aquí, en todo caso, en la incorporación de un niño (notable Benjamín Otero) y sus problemas personales (algo que estaba parcialmente en Sin Hijos pero no completamente explotado), que se vilsibilizan en conflictos de comportamiento y de aprendizaje.

Lo que se agradece es que Winograd también aprende. Y así como comprende mejor la comedia que en entregas anteriores, también se nota que comprende mejor el timming dramático, que aquí se resuelve con una economía de recursos que evita cualquier clase de sensiblería. No obstante, para llegar a ese punto, se toma un tiempo más que extenso, por lo que parte de ese recorrido de aprendizaje también se percibe redundante. Asi las cosas nunca percibimos el peso del tiempo, entre otras cosas porque el director también ha aprendido a surfear los picos y valles en sus películas con rigor y profesionalismo (en algunas mejor que en otras, valga aclarar). Y con el recorrido de la búsqueda del padre biológico testimoniamos una suerte de road movie de corta distancia que le permite a Winograd jugar el juego en el que se siente más cómodo: incluir un encadenamiento de personajes secundarios que le proveen aire a la relación de la pareja padre no biológico-hijo.

Es cierto que no le podemos pedir a este cine argentino industrial una representación “de la realidad”, quizás porque su horizonte deseado sea el del mas puro de los artificios. Por eso, ahí donde Winograd es acusado de despolitizar con su cine en realidad no hace más que devolver la complejidad del mundo por otros medios: gracias al poder el artificio es que nos respeta como interlocutores, a los que no precisa bajarles línea, una práctica común en mucho del cine argentino industrial e independiente. Confiando en el género, en los personajes, en la capacidad de construir con imágenes antes que con discursos, el cine del director sigue aspirando a la popularidad, incluso aunque el público no acompañe. A veces se gana perdiendo.

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