Imágenes de la otredad (segunda parte)

Por Fernando Luis Pujato

Ajenidades cinematográficas

Por Fernando Luis Pujato
Moolaade

Lo más laborioso de este primer día fue la elección del sitio, del lugar adecuado, de la piedra de las conversaciones. Delante de la casa habitada, incluso permaneciendo el viejo Ogotemmêli en el interior y acercando la cabeza hacia él, como en un confesionario,  nos arriesgamos, según él, a aguzar los eternos oídos de las mujeres…Ogotemmêli dudó aún. Había mucho que decir sobre la incomodidad del patio para conversaciones entre hombres maduros. El hombre blanco no abría la boca más que para asentir. Sentándose en su umbral, Ogotemmêli rascó la tabaquera de piel rígida y se puso en la lengua un poco de polvo amarillo.

El tabaco – dijo – da el ánimo adecuado.

Y empezó a descomponer el sistema del mundo (1).

Un grupo de niñas irrumpe alborotadamente en el patio comunitario de una bucólica aldea del África Subsahariana (estamos en Senegal). Los destellantes colores de sus vestidos contrastan con la preocupación de sus rostros. Gritando y amontonándose, invocan la protección de las mujeres mayores; Coolé Ardó, la segunda de las tres esposas de un marido que se halla ausente en ese momento, toma las riendas de la situación e invoca el mooladé (protección) para salvaguardar a las niñas -ella misma lo había hecho años atrás para con su propia hija. En el otro extremo del patio, un grupo de mujeres  encargadas de la ceremonia de la ablación, vestidas significativamente de rojo,  un tanto sorprendidas por la situación, discuten acaloradamente con Coolé Ardó. Al ver que ella no va a ceder en su postura, deciden dirigirse a los notables de la aldea – todos hombres, por supuesto – para zanjar la disputa.

La primera escena corresponde al fabuloso libro de Marcel Griaule, Dios de agua (1948), escrito en tercera persona, sobre las conversaciones mantenidas con Ogotemmêli, un anciano cazador del pueblo dogón, uno de los últimos en ser colonizado por los franceses, en el ex Sudán francés (Mali). La segunda escena transcurre en Moolaadé (2004), el excelente e inquietante film de O. Sembené, que desarrolla un crescendo de disputas por el poder real alrededor de la ceremonia de la ablación. Ambas nos sitúan en el centro mismo de aquella noción citada, refutada, vuelta a citar, vapuleada, y simplificada hasta el hartazgo, que si antaño sirvió como piedra de toque de una disciplina desestabilizadora, hoy vuelve nuevamente -tal vez debido a la práctica misma de los cineastas y a la fuerte insistencia de la crítica, pero seguramente como resultado de una realidad que excede a ambos- a ser una imagen, sino preeminente en el cine, al menos problemática y dificultosa al momento de circunscribirla categóricamente. La otredad cultural puede ser incómoda, molesta y, para algunos, un anacronismo moral, tan ocupados como están en mirar al mundo desde un sólo plano pero es, para ponerlo en términos que no den lugar a equívocos posicionales, insoslayable y permanente.

No estoy refiriéndome a la diferenciación lacaniana entre el Otro con mayúsculas y el otro con minúsculas (2), ni al otro filosófico de Lévinas, que J.L. Godard, no sin ciertas reservas, ha depositado en buena parte de ese fabuloso retrato ético y estético que es Nuestra Música (2004), ni tampoco a la utilización, un tanto más mundana y acrítica, de incluir en la categoría otro a las mujeres, los ancianos, lo niños, los locos, los presos -la lista promete ser interminable- y todo aquél que, o bien se situé en los márgenes del sistema, llamémosle capitalista, o bien que se lo defina en contraste con el yo que emite el discurso, que escribe acerca de ese discurso y que, no pocas veces también, filma ese supuesto discurso. La noción del otro que deseo resaltar aquí, tiene que ver con una figura conformada históricamente, aunque no en forma progresiva, sino más bien transitando un sendero oblicuo y plagado de obstáculos, a partir de un concepto de cultura (3) que fue, y sigue siendo, una herramienta esencial al momento de situarnos, imaginativamente, entre la heterogeneidad de las formas con las que el hombre ha tratado de arreglárselas en los mundos que le ha tocado vivir.

El Corredor Veloz

El gran film de Z. Kunuk, Atanarjuat el corredor veloz (2001) es uno de esos mundos, por medio del cual nos adentramos en el pasado pretérito de una tribu de esquimales. A través del enfrentamiento, presente en todo el film y con una clara resolución en su final, de dos jóvenes por hacerse del liderazgo que los mayores ostentaban en un mítico pasado, el director instaura una parábola ficcional acerca de lo que significa la vida, y el transcurso de ésta hacia la muerte, para aquellos que forman parte, también, de su cultura, muy lejos allá en el Ártico.

El sangriento rito de la ablación, mezquitas milenarias, y un ordenamiento espacial tripartito, el adentro femenino, el afuera masculino, y el lugar sacrificial, no son cosas que, ciertamente, se encuentren en nuestra cultura. El intercambio de mujeres, la caza con instrumentos neolíticos, y la disputa por la jefatura de una tribu, una lucha cuerpo a cuerpo que culmina en una suerte de muerte simbólica, tampoco lo son. Lo distintivo en Mooladé y en El corredor veloz es, sin lugar a dudas e independientemente de la puesta en escena que permite su accesibilidad (4), aquello de lo que se ha ocupado la antropología en el curso de toda su historia: la ajenidad total, inconmensurablemente lejana, extraviada en la infinitud de un tiempo cíclico, está hoy ahí, en la pantalla.

El Viento Nos Llevará

No es esto, sin embargo, lo que podemos ver en El viento nos llevará (2000) del maestro iraní A. Kiarostami, y en Naturaleza muerta (2006) de Jia Zhang-ké, el cineasta chino más importante de la actualidad. No es que un antiquísimo poblado persa, cuya arquitectura desafía cualquier símil a lo Gaudí, o la desaparición literal de ciudades enteras para construir la represa más grande del mundo, sean cuestiones que rondan, cotidianamente, nuestra existencia. Ni tampoco, que Irán y China, aunque más no sea por la banalidad de lo visual televisivo (5), y el execrable retrato de cierta cinematografía -ya volveremos a ello, siempre hay tiempo para desvelar la aparente inocencia y objetividad ideológica de las bellas imágenes-  hayan pasado a formar parte integral de la civilización occidental, aunque estas visiones existen, y probablemente sean mucho más influyentes en nuestro imaginario de lo que solemos, o nos gustaría, admitir. Lo que ocurre en ambos films es que el acercamiento a otras subjetividades culturales se encuentra delineado por dos figuras absolutamente reconocibles. Y no sólo esto, porque aquello que buscan, el motivo primigenio que las deposita en lugares cuya extrañeza ni siquiera ellos pueden soslayar, elude cualquier atisbo extraordinario. Es la esfera ordinaria de la cultura pública lo que, verdadera y genuinamente, podemos visualizar a través de la intención de obtener una primicia sensacionalista o la búsqueda de una esposa e hija que no se ha visto en demasiado tiempo. Que estas figuras excedan sus contornos inmediatos, vehiculizando la cotidianidad y las transformaciones que tienen lugar en pequeños poblados y extensas geografías es, claramente, otra cuestión, y otro acercamiento crítico, claro está.

Los periodistas y los mineros, aunque no seamos ninguno de los dos,  pueden ser cualquiera de nosotros; las chozas y los iglúes, por más que algunos puedan vivir en ellos, no son habitables para cualquiera de nosotros.

Diez Canoas

Pero si de hábitats, ritos y extrañezas familiares, también se trata un poco todo esto, el fascinante recorrido visual al que asistimos en Diez canoas (2006), de Rolf de Heer, ese idílico paseo por la belleza primigenia de los pantanales australianos surcados por canoas, está imbricado plano por plano, escena por escena, a la narración de una narración de…una narración. Una voz en off nos relata la iniciación de un joven en la caza, la pesca y la historia de su tribu, lo que conlleva, a su vez, que el relato de los ancianos derive hacia el inicio de los tiempos de ese pueblo. Un claro ejemplo de que la historia oral no es rígida, ni finalista, que tiene matices, que es heteroglósica, y que puede ser filmada magistralmente por un director sudafricano, atendiendo a las interpretaciones, de primer orden, que sus informantes nativos australianos hacen de su propia historia, y que, por otra parte, son sus sujetos fílmicos-filmados.

Algo no muy distinto es la estrategia adoptada por el mexicano Carlos Reygadas para construir -y esto podría ser tomado literalmente- la apabullante perfectibilidad de Luz silenciosa (2006), aunque aquí la interpretación sea de segundo orden, la del propio director. Que una sensibilidad religiosa permee íntegramente la cotidianidad mundana de toda una comunidad no parece algo muy novedoso,  pero que esta comunidad sea menonita, se halle incrustada en el norte de México, y que los conflictos que se suscitan entre la creencia religiosa y los deseos mundanos se resuelvan aquí, en la tierra, y que además se personalicen en las figuras de algunos de los miembros de esa comunidad, sí lo es. Situar una entidad cuasi anacrónica, con la que Reygadas mismo convive de alguna u otra manera, en sus justos términos, sin perder de vista el contexto que la engloba pero sin olvidarse de los referentes que la constituyen, lo es más aún.

La ventriloquía no es sólo un asunto de hombres con muñecos sentados sobre sus rodillas; puede ser fílmica, sin voces impostadas, y tan real e imaginativa como la trabajosa construcción de una canoa, o la creencia en un milagro terrenal.

La Rueda Del Tiempo

Nada de ello, sin lugar a dudas, trasunta el inequívoco documental de Werner Herzog, La rueda del tiempo (2002), tan alejado del pastiche neo-orientalista de la New Age y otras mezcolanzas por el estilo, como de la lisa y llana declaración empática de filmar a los otros “tal como los otros se ven”. La otredad en harapos, forzando los límites de su cuerpo a niveles casi agónicos, y la otredad exquisitamente ataviada, jugueteando artesanalmente con las arenas de un efímero mandala. La cámara de Herzog puede molestar, resultar agonística e intrusiva, pero esto no significa que las imágenes que tan diligentemente recoge -y es muy difícil dudar de que esto no sea así- se pierdan en la estéril vacuidad del folklorismo tibetano de exportación. La voluntad cegadora de Herzog no da lugar a equívocos: la excentricidad cultural está ahí y se la debe filmar, tan clara y honestamente como sea posible. Tan sólo debemos alzar la mirada por encima de aquello que ya conocemos, y tratar de ver.

Y de entender, claro está. Porque esto es lo que lleva a Albert Brooks al, ahora no tan lejano, Oriente, comisionado por un caricaturesco comité cultural -una especie de CIA inteligente- para elaborar un informe acerca de qué se ríen los musulmanes. El giro irónico de Buscando a la comedia en el mundo musulmán (2006) es doble: por un lado recordarnos, burlonamente, el eterno provincialismo que subyace en todas las acciones emprendidas por los EE.UU., y por otro lado, mostrarnos, y mostrarse, que cualquier intento de capturar la otredad tratando de subsumirla en algún tipo de generalización globalizadora -la risa, por poner un ejemplo no circunstante- no sólo es algo muy problemático de llevar a cabo, sino, sobre todo, que podemos llegar a confundir melodías y colores locales, con tono y pátinas universales.

Buscar la comedia en una cultura lejana y ajena, o plantar una cámara frente una religiosidad no menos contrastante, puede significar darnos cuenta de que, en realidad, la comedia somos nosotros mismos. Podamos o no reírnos de ello.

Boyle

Lo que seguramente no puede inducirnos a la risa, sino más bien al espanto, o en todo caso, a una alerta crítica y ética, es al tratamiento -la posición sería la palabra adecuada- que la otredad cultural ha tenido en films que se sitúan en las antípodas, tanto por lo que muestran como por la manera en que lo muestran,  de aquellos que he mencionado aquí.

El vacío exotismo for export de La casa de las dagas voladoras (2005) del chino Zhang Yimou, la distinción maniquea y perversa que establece el mexicano A. González Iñárritu en Babel (2006), y el ideológico allanamiento de la diferentia que el británico D. Boyle propone en Slumdog Millonaire (2008), no son, o no son tan sólo, un ilusorio recuadro pastoril, y una maquiavélica estrategia para acceder a la Meca, y una confabulación gangsteril para vender más entradas de cine; aunque las tres vayan de la mano y la última sea la más permanente. Y, por supuesto, ¡no son tan sólo películas! como vocifera mi amigo y crítico de cine, José Fuentes Navarro, cuando se enoja con algunas personas que sostienen, cándidamente, lo contrario. Son también, y principalmente, formas de ver al mundo, de situarse en él, de hablar acerca de él. Y como las otras formas (Kiarostami y compañía) resultan ser más convincentes que éstas (Yimou y sus cómplices) al momento de interrogarnos sobre lo que significa estar junto a los otros en este apretado mundo, algo más debería agregar al respecto. La pantalla, algunas veces, oculta aquello que el cine siempre nos muestra.

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(1) Marcel Griaule, Dios de Agua, Alta Fulla, Barcelona, 1987, Págs. 19-20.

(2) “Para Lacan tenía sentido esa diferencia entre letras: el Otro (él lo representaba como A porque escribía en francés), era el equivalente de la Ley, la regla que funda la constitución misma del sujeto, y que no es percibible ni representable, salvo como algoritmo. El otro minúsculo o “imaginario” en cambio es, a grandes rasgos, el vecino, o en general cualquier objeto de amor u odio, por lo que el individuo se contrasta y define como “yo”(…)” Alberto Cardín, Tientos etnológicos, Júcar, Guijón, 1988, Págs. 190.

(3) El concepto de cultura todavía sigue siendo un debate sin resolver en el ámbito antropológico. Desde el omnívoro “todo lo que el hombre hace”, hasta el idealismo extremo de que la cultura está “en las mentes de los hombres”, hay toda una serie de corrientes antropológicas que destacan tal o cual aspecto  -tecnológico, ecológico, instrumentalista, simbólico…-  del quehacer humano, como la base para edificar esta noción-guía para la disciplina. Pienso que el concepto preconizado por C. Geertz hace unos años atrás, es el que mejor se ajusta a los objetivos propios de la antropología y, tal vez, algo a tener en cuenta en el ámbito específico de la crítica de cine : “Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”.Clifford Geertz. La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1987, Págs. 19-20.

(4) A pesar de ser la puesta en escena de un film la clave que nos permite acceder, aprehender, captar, interpretar, en diferentes grados, con diferentes formas y diferentes resultados, a realidades culturales que, claramente, no son las nuestras, mi objetivo aquí es tratar de percibir las diferentes maneras en que el otro se encuentra inserto en la pantalla. La universalidad de la puesta en escena, y los supuestos universales culturales que, supuestamente, se desprenden de ella, requiere de un análisis mucho más profundo y complejo, que la simple constatación del otro en el cine.

(5) “Entonces llamo “imagen” a lo que se apoya aún sobre una experiencia de la visión, y “visual” a la verificación óptica de un procedimiento de poder- ya sea tecnológico, político, publicitario o militar -, procedimiento que sólo suscita comentarios claros y transparentes”. Serge Daney. Cine, Arte del presente, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2004, Pág. 269. Todo lo que sigue: la guerra en Irak, la televisión, El Padrino de Coppola y demás, es la aplicación, tan brillante como siempre, de esta distinción. Leer a Daney hoy, sigue siendo tan urgente y necesario como lo fue siempre.

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