Jean Rouch, el otro (I)

Por Fernando Luis Pujato

Uno de nuestros redactores mas interesados en el cine como encuentro de culturas se tomó mucho tiempo de su vida cinéfila para pensar en autores que ponen ese encuentro en tensión. Uno de ellos es, ni más ni menos, que Jean Rouch. Como desde hace buen rato teníamos ganas de publicar una serie de notas sobre algunas de sus películas les traemos una serie de textos de Fernando. Este es el primero, sobre Jaguar. No se pierdan ni esta ni las siguientes salidas.

Jaguar
Francia, 1954-1967, 110′
Dirigida por Jean Rouch

Magia en el Niger (*)

Por Fernando Luis Pujato

Las relaciones entre el cine y la antropología siempre han sido un tanto problemáticas. Más declamadas que efectivamente concertadas, más imaginadas que realmente concretadas y, en algunos casos -por no decir en la mayoría de ellos- inexistentes o, lo que es aún peor, absolutamente irrelevantes para los implicados en ella, los que miran y los que leen, los que tratan de entender qué significa vivir una vida ajena a la propia, o al menos poder imaginarla.

Los antropólogos ven a los cineastas como una banda, más bien simpática, de entusiastas que intentan encerrar en un par de horas lo que a ellos les ha costado años de laborioso estudio e ingente esfuerzo, para terminar delineando caricaturas ficcionales. Los cineastas miran a los antropólogos como una cohorte de altos intelectuales académicos que producen obras crípticas destinadas un grupo cada vez más reducido de adherentes, para terminar perdiéndose en profundidades abismales. De uno y otro lado se han hecho algunos intentos para que un arte y una disciplina que nacieron casi al mismo tiempo, en aquél siglo XIX tan industrioso como colonialista, y que se ocupan más o menos de la misma cosa (esto es: las variadísimas formas y maneras con que los hombres tratan de arreglárselas con las vidas que les ha tocado vivir) puedan dialogar un tanto más allá de la constatable alteridad que las ha animado y sin la cual el cine se vaciaría de imágenes y la antropología de personas. Pero no se ha hecho demasiado: cine-etnográfico, lo cual suena un tanto disparatado como podría serlo un cine-literario, un cine-sicológico o sociológico o un cine-teatro, y antropología-visual, lo cual suena un tanto forzado como podría serlo una antropología-mental, una antropología escritural o una antropología de la escucha, como los abordajes más efectivos al momento de emprender una mirada o un estudio, una película o una monografía -o todo esto junto a la vez- acerca del otro, de los otros. Casi una tautología.

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Pero está Jean Rouch, discípulo de Marcel Griaule, ese gran etnólogo francés que dirigió la primera expedición etnográfica fuera de Francia (la misión Dakar-Djibouti) e “hijo adoptivo” de Henri Langlois, ese gran preservador de la memoria cinematográfica que mostró todo aquello que puedo mostrar. Y está Jaguar (1954) más cerca de la fabulosa imaginación de Diez canoas (2004) de Rolf de Heer que del soberbio retrato de Nanook (1922) de Robert Flaherty -algo que a los puristas del cinéma-direct seguramente les costaría admitir- desarmando cualquier intento de situarla en los estrechos márgenes del documental o en el amplio universo de la ficción, o de clasificarla como documental-ficcional, o etnoficción, o cualquiera de esas categorías categóricas con las que se trata de encerrar la mirada.

Una fantasía migratoria, un abordaje acerca de la hechicería, un estudio sobre el trabajo, y una celebración de la amistad, envueltas en una lección de puesta en escena, desplegadas a través de una visita guiada por las extrañezas del Africa, informadas por una sensibilidad antropológica. Todo lo que se desprende de Jaguar, todo lo que se ve y se imagina allí, esa familiaridad con la que transitamos por el film a través de buitres degollados, cuerpos desnudos, danzas rituales y coloridas manifestaciones nacionalistas, tiene que ver no sólo con el vaivén expositivo que nos sumerge también en puestos de mercados, minas de oro, árboles derribados y anteojos oscuros, logrando que nuestra mirada oscile entre ajenidades totales y comprensiones familiares, tiene que ver, principalmente, con el desmantelamiento de una lejanía exótica (brujería, tambores y jirafas) propiciado por una cercanía cotidiana (ganado, piraguas y mujeres), reemplazando el folklore visual televisivo por la realidad de las imágenes cinematográficas.

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¿Cómo se logra esto? ¿De qué manera presentar a la otredad cultural sin caer en los trasnochados discursos universalistas acerca del común denominador humano que todos tenemos (comer, dormir, procrear) ni en la vacua cantinela pequeño burguesa de la empatía transcultural? Está claro: Rouch no colocó la cámara solo ahí, poseía un profundo conocimiento del Africa en general y del Níger en particular, sabía -o firmemente pensaba- que cada pueblo posee una especificidad como tal, y además estaba convencido de que era imposible eliminar la subjetividad que conlleva cualquier investigación fílmica sobre el terreno. Sí, el montaje, pero eso viene después. Ni eliminar el problema, ni ocultarlo o desplazarlo, ni desatenderse de él dejando que las cosas sigan su curso, o no sigan ninguno. Simple, sencilla y magistralmente, el film es un comentario sobre sí mismo, una fábula, un cuento, un diario de viaje con citas, leyendas, bromas y perplejidades, una evocación y una espía cinematográfica que los africanos comparten con nosotros. No vemos una película sobre el viaje iniciático de tres amigos africanos que pasan por distintas peripecias y regresan a su hogar. Vemos una película acerca de la diferencia a través de esa misma diferencia. Casi una prestidigitación.

Ambas (la película y la magia) comienzan y terminan, sin añoranza ni epopeya alguna, en Niger, en el continente africano. En el mismo lugar donde hace millones de años comenzamos a ver el mundo de otra manera.

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