La casa de los conejos

Por Mariano Bizzio

Argentina, 2020, 94′
Dirigida por Valeria Selinger
Con Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá, Silvina Bosco, Patricio Aramburu, Paula Brasca, Federico Liss, Nahuel Viale, Guadalupe Docampo, Verónica Schneck, Mora Iramain Garcia

Un monstruo grande que pisa fuerte

Cuando terminé de ver La casa de los conejos , amén del arome a cine argentino de los 80, me imaginé a una película peleando contra si misma. En ese mismo momento se me hizo inevitable pensar en cosas como Infancia Clandestina, película que también supo caer en esta misma clase de problemas, pero acaso con mayor capacidad narrativa (pese a sus tremendas y maléficas decisiones). Pero la pelea interna de LCDLC es incluso más descarnada. Lo es porque ahí donde el film de Benjamín Ávila pegaba por el costado más bajo y doloroso, que es el de la empatía, el de Valeria Selinger (que se basa en el libro de Laura Alcoba para referir a una historia que también tiene mucho de autobiográfico) es distinto, porque se hace muy dificil sino casi imposible empatizar (y simpatizar menos que menos) con los guerrilleros que rodean a la niña protagonista. En este sentido lo que en Infancia Clandestina se sospechaba un abuso de adultos hacia sus hijos debido a su militancia política en grupos de acción armada en los 70s tenía su contrapeso en rasgos queribles, maternales o paternales. Esos rasgos, en cambio, están prácticamente ausentes en esta película que se concentra en narrar lo obvio (la bestialidad asesina de la dictadura y el ataque final que termina con la vida del grupo que se escondía en una casa que simulaba tener un ciradero de conejos), pero que a su vez permite entrever una serie de formas críticas con la acción llevada a cabo en la vida cotidiana por parte de los grupos guerrilleros como Montoneros y ERP.

Digo que LCDLC es una película que se pelea consigo misma precisamente porque el modo en el cual invoca el pasado es por un lado chato, didáctico y esencialmente carente de matices. En este sentido no puede ser más afortunado el gran fuera de campo que le destina a los asesinos de los grupos de tareas, a los que escasamente vemos exceptuando contados momentos. El problema es que ese fuera de campo tampoco resuelve per sé el enorme problema de la representación de la dictadura y sus ejecutores concretos. Es precisamente porque hemos visto esa clase de representaciones una y mil veces que no podemos volver a permitir que se habilite la torpeza de representar el mismo horror del mismo modo. Es justamente por eso que lo menos interesante que tiene para ofrecer la película pasa por el componente de denuncia: chicos, ya lo sabemos. Ya sabemos que los militares de la dictadura 76-83 (aunque no exime a los de otras, claro) fueron unos asesinos irredimibles. Ya los hemos visto representados una y mil veces de una y mil maneras distintas. No obstante a quienes no hemos visto representados de manera crítiica (excepto contadísimas anomalías) es a los grupos armados de las guerrillas urbanas y rurales de los 60s y 70s. Esa ausencia, curiosamente, aparece como producto de un error o es una decisión voluntaria en LCDLC ?

Dijimos previamente que es muy difícil sino casi imposible empatizar con los padres y los compañeros de guerrilla de los padres de Laura, la protagonista. Pero esto no tiene que ver con sus decisiones ideológicas. Tiene estrictamente que ver con el modo en el que la película representa la naturalidad de la violencia en el trato cotidiano. Esta violencia, que llega a extremos de expresa descalificación, gritos y amenazas por parte del personaje de Grandinetti sobre la protagonista, no deja, no obstante, de ser un continuo. En esa dirección de cosas, la idea de que podamos empatizar con un grupo de adultos que arrastra a menores de edad a adaptarse a una vida clandestina imposible e insostenible (como en efecto termina sucediendo con la madre de Laura, que debe emigrar porque el clima es irrespirable) no tiene posibilidad. Es quizás en ese aspecto en el que LCDLC discute involuntariamente con sus predecesoras y consigo misma. Porque sin pelos en la lengua muestra y exhibe a un monstruo grande que pisa fuerte. Pero también muestra a otro, que historicamente fue silenciado por el cine político argentino desde el retorno de la democracia: el de el abuso de niños de parte de sus padres por un propósito político.

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