La sal de las lágrimas

Por Diego Maté

Le sel des larmes
Francia, 2020, 100′
Dirigida por Philippe Garrel
Con Logann Antuofermo, Oulaya Amamra, Louise Chevillotte, André Wilms, Souheila Yacoub, Aline Belibi

La velocidad de la superficie

Garrel ya es como esos pintores que sacan siempre el mismo cuadro sin esfuerzo, que someten un motivo a infinitas variaciones en la creencia de que el arte no supone invención ni originalidad sino un trabajo de orfebre con un conjunto de reglas dentro de un territorio trazado previamente. ¿De qué trata La sal de las lágrimas? De lo mismo que casi todas las películas que vinieron después de Inocencia salvaje, de una insatisfacción afectiva que conduce a buscar el amor en tantos lugares como se pueda, ya sea en parejas estables, compañeras ocasionales, amantes regulares o, eventualmente, un oficio. Esas búsquedas dibujan mayormente triángulos con vértices en constante movimiento: el infiel inveterado puede ser en el futuro él mismo el engañado y consumido por los celos. En La sal de las lágrimas se nota un cambio en la pincelada: Garrel le imprime a su geometría amorosa un dinamismo nuevo, todo se transforma en cuestión de una o dos escenas, de golpe la relación que permitía imaginar un porvenir ya no ofrece ninguna forma de fuga hacia adelante, un encuentro casual puede trastocar todos los planes, la mujer deseada puede olvidarse sin dificultades para volverse obsesión más tarde. El aire desprendido con el que el director se acerca a los personajes hace pensar en un relato formativo del siglo XIX: salvo por su padre y la carpintería, Luc pareciera no tener nada, un hombre sin atributos, un cuerpo en estado de disponibilidad que se mueve por la ciudad guiado únicamente por sus caprichos, como si viviera en una escucha flotante. En la calle conoce a Djemila, le habla y los dos quedan en salir; hay ahí una relación en ciernes, tal vez, pero será imposible saberlo: la distancia y el reencuentro con Geneviève le proporcionan a Luc un nuevo interés. Ella se queda en la casa del padre de él y en poco tiempo la cotidianeidad impone su naturalidad; el protagonista ahora diseña escapes clandestinos de los compromisos que traza alrededor suyo Geneviève y busca de nuevo a Djemila.

La velocidad con la que Garrel resuelve estas transformaciones es extraordinaria. El director parece haber encontrado una fórmula narrativa que cifra su efectividad en el despojamiento de todo, pero especialmente de notas psicológicas. Su cine (el último, por lo menos) reniega de cualquier clase de profundidad, como si entendiera que las películas, como la tela de un cuadro, es un arte de la superficie que no debe perseguir los mecanismos y los anhelos psíquicos sino gestos mínimos como caminar, fumar o tomar rápido un café en un bar. Las escenas empiezan y terminan con una agilidad impresionante: una vez cumplido su objetivo, el montaje clausura expeditivamente el momento y pasa a lo que sigue, como si hubiera una cierta urgencia que conduce al director a quitarse de encima todo aquello que pudiera recargar el conjunto y obstaculizar el movimiento. El sistema es de una efectividad cruel: pone en evidencia, como una alarma, cualquier capricho que pueda antojársele a Garrel. Sucede cuando el protagonista y una pareja negra salen de un bar y se cruzan con dos tipos con camperas de cuero que los agreden. La acción no cumple función narrativa alguna ni deja entrar nada nuevo en el universo de la película, está ahí solo como denuncia del racismo francés, como signo de pertenencia a un sector social (el de la cultura progresista); un brochazo que ensucia un poco el paisaje, como si a Garrel le hubiera temblado el pulso. Nada grave, de cualquier manera, el traspié confirma por contraste la elegancia y precisión del resto, además de que a los maestros solemos permitirles alguna que otra veleidad 

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter