Los delincuentes

Por David Obarrio

Argentina-Chile-Brasil-Luxemburgo, 2023, 188′
Dirigida por Rodrigo Moreno
Con Daniel Elías, Esteban Bigliardi, Margarita Molfino, Germán De Silva, Laura Paredes, Mariana Chaud, Gabriela Saidón, Cecilia Rainero, Javier Zoro Sutton, Lalo Rotavería, Iair Said, Fabián Casas, Agustín Toscano y Adriana Aizenberg.

¿Adónde está la libertad?

Las películas empiezan por su nombre. En la frugalidad del título de la última película de Rodrigo Moreno se concentran la tersura de una novela negra y la modestia impasible con la que se representa el mundo al ser nombrado. En el margen de una noticia policial, como un burocrático pie de página en el que se desenvuelve y respira con compás de conspirador el esplendor del secreto y la aventura, Los delincuentes, la película, escande una sinuosa trama de dobleces, repeticiones, rimas inesperadas y magnificencia propia de un inventario de fantasmas decimonónico. Con una primera relación inevitable con Apenas un delincuente, la película de Hugo Fregonese del año 49, enseguida se aprecia que Moreno no está interesado en hacer de Los delincuentes una puesta a punto de aquella, sometida al oportuno rigor de los tiempos cenagosos que corren, ni ha pensado sus imágenes como réplicas fileteadas que remiten entre comillas a un “clásico” del cine argentino para asumir su devoción por él y dejar constancia en el mismo impulso, como al pasar, de la posibilidad de una contigüidad de prestigio entre una película y otra. 

Entre un empleado bancario que decide quedarse con una parte suculenta del dinero que pasa todos los días por sus manos y un compañero de trabajo, que gasta horas a su lado y con el que no parece haber mayor relación que la estrictamente necesaria para la tarea que les compete, se establece una complicidad de hecho, pero también una red irreproducible de comportamientos simétricos, de descubrimientos paralelos, acaso de aéreas epifanías que Moreno administra con una gracia única, con una fluidez digna de los ciclos naturales y que encuentra su correspondencia en el paisaje de las sierras cordobesas, en el sonido del viento, en la luz declinante, en el sosiego sin tiempo de las escenas al aire libre. Moreno divide su película en dos partes, con carteles que así lo anuncian. En la primera están el robo y la posibilidad de una vida diferente. En la segunda, el acceso a otra existencia, pero no en principio para el protagonista sino para su involuntario cómplice, que se involucra a su pesar y termina, en un pase magistral de la historia, viviendo como al otro le habría gustado. 

La palabra misterio está gastada, habría que reemplazarla, como dice Ricardo Zelarayán, palabra más o menos, en el poema La gran salina que se lee en una escena de la película. Pero Los delincuentes, la mejor película de Rodrigo Moreno, parece retomar en la figura de Esteban Bigliardi a Boris, el personaje que el actor encarnaba en Un mundo misterioso, su segunda mejor película hasta el momento. En la gestualidad del intérprete, en su apasionado desgarbo, en cierta esencial torpeza que se extiende, impúdica, como un modo de estar en la vida, en el abandono con el que parece errar por los planos –Un mundo misterioso es quizá la película en la que, como uno de los atributos más estimados de una modernidad del cine pasada, se pone en escena el ideal de la deriva de los personajes con mayor enjundia en el cine argentino de los últimos años-, es como si se recuperara el tiempo que media entre una película y otra. Incluso unas líneas de diálogo de Los delincuentes llevadas a cabo por el personaje de Bigliardi y su mujer ratifican la similitud ¿Es Boris el personaje favorito de Moreno? Especulaciones puntuales aparte, el lamento en pie de guerra por la recuperación de un cine posible –una modernidad probable, exenta de la desabrida emulación y sus mezquindades consecuentes- podría estar jalonando esta película, menos como la admisión de una derrota que como una manera de enhebrar un gusto, una inclinación, la pertenencia a una facción cuyas estribaciones se vuelven irreales, bailes de sombras, dolientes fantasmas tangueros del estupor de ya no ser. 

En el refinamiento con el que Moreno apechuga el golpe de esa conciencia de un cine quimérico, moderno de una modernidad que ya no existe, se juega la insularidad de su película, la ambición de pertenecer a otro mundo, de habitarlo contra todo obstáculo, de conjurarlo para que se haga posible. Se puede decir así: Los delincuentes es una película fuera de su tiempo. Es moderna porque no está cómoda en el presente, porque tiene añoranzas de un mundo distinto, porque sus imágenes se arrojan sobre una ciudad de Buenos Aires que parece eterna, que es Buenos Aires, ahora, en estos años –con sus pizzerías reconocibles, sus cafés, sus edificios afrancesados de toda la vida-, pero que podría pertenecer también a la década del sesenta. Moreno filma la ciudad y el paisaje agreste, inmutable por excelencia; pone a Piazzolla con Gerry Mulligan y a Pappo, en una carrera desencantada, animada por una insensata felicidad de fondo, por erigir de nuevo, como se pueda, un entramado de disonancias cuya vehemencia se parece bastante a la libertad. Los dos personajes principales de la película se dejan estar a su turno, se dejan llevar; no saben bien qué lugar ocupan en el mundo, ni cuál quieren ocupar. Solo parecen tener para sí el hastío de la existencia, un nimbo funesto que, lejos de santificarlos prematuramente, los condena y los aplasta sin miramientos. Hasta que la presunción de estar perdidos, sin objeto, puede volverse un tesoro: entonces entran quedamente en el trance de una fiebre melódica que los mece y los lleva de la mano con dicha de amores inesperados, con la posibilidad arcana de un cambio, de sutiles estremecimientos que parecían ajenos sin remedio. Es posible otra vida, dicen los personajes, arrebatados por el descubrimiento de otro ritmo, de otra relación con el prójimo, de otro mundo. Otro cine es posible, dice Moreno: un cine que rumia su insatisfacción para convertirla en morada de un exilio en el que caben desde el rigor prodigioso con el que se troca la perplejidad en belleza hasta la resignación melancólica del que arroja la última botella al mar. Su película entabla una batalla contra un cine y una memoria amnésicos, que respiran a sus anchas y viven de su poder de ubicuidad y de una aquiescencia indecorosa con los avatares de un tiempo a los que simulan impugnar.       

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter