Puan

Por Marcos Ojea

Argentina-Italia-Alemania-Francia-Brasil, 2023, 111′
Dirigida por María Alché y Benjamín Naishtat
Con Marcelo Subiotto, Leonardo Sbaraglia, Julieta Zylberberg, Alejandra Flechner, Mara Bestelli, Cristina Banegas, Andrea Frigerio, Gaspar Offenhenden, Héctor Bidonde, Damián Dreizik y Camila Peralta.

En busca del sentido

Existen por lo menos tres maneras de acercarse a Puan, la película dirigida en colaboración por Benjamín Naishat y María Alché. Una es la más obvia, que es la del retrato, a la vez que elogio, de una institución: la Facultad de Filosofía y Letras ubicada en la calle Puan. Un ejercicio capaz de interpelar, para bien y para mal, a docentes y estudiantes que puedan verse reflejados. La otra es como una película eminentemente política, atravesada por el presente complejo del país, con miras a sentar una posición e, incluso, esgrimir posibles soluciones (recordemos que Naishat viene de dirigir Rojo). La tercera opción para ingresar es abrazando la forma y el registro, porque Puan es, ante todo, una comedia, y una que funciona muy bien. Y es, también, una película capaz de ser al mismo tiempo todo lo que nombramos antes, pero teniendo en claro, al menos la mayor parte del tiempo, que el humor es la clave.

El conflicto base de Puan es mínimo: un profesor de filosofía muere de un infarto mientras hace ejercicio, y el futuro de su cátedra se debate entre dos contrincantes muy distintos. Uno es Marcelo Pena (interpretado por Marcelo Subiotto), el protagonista. Un tipo cincuentón, medio panzón, medio pelado, apasionado por su profesión, pero que transcurre entre las aulas con una existencia gris, anodina. El mismo espíritu con el que también se mueve por las otras circunstancias de su vida. El otro es Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia), un profesor con aires de rockstar académico, que trabaja en Frankfurt, sale con una actriz, y contiene en sí todos los rasgos posibles del snob más insoportable. Bastante similar a aquel intelectual que interpretó Michael Sheen en Medianoche en París, que era un experto en arte, música, vinos, y un largo etcétera.

A este enfrentamiento inicial se irán sumando situaciones y personajes, algunos más funcionales que otros, pero todos colaborando para que Puan sea un microcosmos con sus propias reglas. Como la propia Puan, supongo. Si no fuese una comedia, es probable que la película terminara arrastrándose entre la solemnidad y la urgencia por decir algo sobre la situación del país. Condiciones no le faltan: al retrato sobre la militancia en la facultad se suman largas escenas donde el profesor Pena (gran nombre) teoriza sobre Rousseau, sobre Hobbes, y sobre varios otros temas, en secuencias que podrían invitar al bostezo y al odio hacia los intelectuales (que es como el odio a los ricos, mitad principios mitad envidia). Pero Naishat y Alché logran que siempre el contrapunto entre el docente y sus alumnos (los de Puan, los de un programa para dar clases en los barrios, una señora pituca a la que Pena enseña de forma particular) sea dinámico y rico en sus matices.

Y si nos adentramos, ahora sí, en los atributos cómicos de Puan, la experiencia es cuanto menos llamativa, distinta a lo que el prejuicio podría indicarnos. Viniendo de un cineasta serio y riguroso como Naishat y de Alché, que venía de su ópera prima marteliana, uno podría esperar que el humor se construyera desde un lugar discursivo, “inteligente” y con aires de superioridad. Pero no. En una película donde desfilan cuestiones trascendentes como el sentido de la existencia o el futuro de la nación, los mejores momentos aparecen derivados del gag y de la fisicidad. En este sentido, la presencia de Subiotto es fundamental para que una situación que empieza con un pañal con caca, se vuelva una escalada de posibilidades cómicas. La suya es una actuación tanto física como de gestos sutiles. Aunque Sbaraglia y los demás están muy bien (notables Julieta Zylberberg y Alejandra Flechner), la película es de Subiotto: un actor que merecía un protagónico como éste, en la piel de un personaje fascinante en su recorrido. Desde el principio cabizbajo, hasta el final valiente, determinante y, también, un poco amargo.

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