The Lighthouse

Por Ludmila Ferreri

EE.UU., 2019, 110′
Dirigida por Robert Eggers
Con Willem Dafoe,  Robert Pattinson

El desprecio

Que el desdoblamiento del sujeto. Que la metáfora de Proteo y Prometeo. Que la alegoría de la muerte y el ingreso a los cielos. Que el choque generacional (incluyendo el choque paternofilial). Que Polanski. Que “Es el Ambrose Bierce de El puente sobre el río del buho“. Que Bergman. Que Tarkovski. Que Dreyer. Que el expresionismo. Dios, chicos: no vaya a ser que se les escape un mitologema. Pareciera que estuvieran encerrados en una habitación entre Faretta y Alsina Thevenet. Como si el sistema de referencias (más o menos obvias, más o menos visibles) hablara más de los críticos sobreactuando un hype imposible con esta película que sobre la película en si, que dicho sea de paso, hace ingresar de manera definitiva a Robert Eggers en el club de los vendedores de humo y filmadores profesionales de la belleza.

Esta va a ser una anticrítica. No pienso hacer una sola mención al argumento de la película, a sus personajes, a la realización formal con impecable fortografía, extraordinarias actuaciones y una puesta de cámara precisa y elegante. Para eso están las gacetillas. Si buscan una celebración exagerada no sigan leyendo.

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No, no es terror arty esto siquiera. Ya hablamos bastante sobre esta gente (en particular en este link). Lo de The Lighthouse (amén de la preexistencia de una película exageradamente parecida, de 2016 (pero estrenada en 2018), como pueden ver en este link) excede este problema porque ya no solo se trata de esterilizar el salvajismo de un género vía la hisper estilización vacía. El asunto es aún peor: es la celebración misma de la polisemia, pero no como acto de anarquía escrituraria y de lectura sino como sintomatología de un presente que elige no elegir, que elige la dispersión semántica en pos de una presunta sensorialidad ganada. Pero ahí reconocemos un segundo error. No: ni el cine de Eggers ni el de sus compañeros generacionales es un cine que reconstruya el erotismo de las imágenes atentando contra la hermenéutica (perdónalos Sontag, no saben lo que venden). En este cine, que supone un conjunto de películas del que The Lighthouse se erige como muestra más acabada, se produce una doble pérdida: estamos ante la construcción de una forma narrativa que niega la narración, si. A su vez estamos ante una descripción polisémica que precisa de nuestra desesperada búsqueda de certezas (ejercicio sutil frente a las experiencias que puede brindar el cine contemporáneo como programática). Pero el peor de loe hechos deviene de la esterilización estilística. Y esto se debe a que los procedimientos formales con los que la película construye su clima no son generadores de un malestar/bienestar/cualquierestar fisiológico. No hay en los imperativos formales que la película despliega el menor atisbo de conexión sensible. Y es que si algo hiciera posible a esa conexión no podría ser otra cosa más que el vínculo sensible entre la pragmática de la forma y la emoción sensoriomotriz. Es decir: excepto qu estemos frente al lenguaje plástico y rítmico del cine experimental, el cine solo puede lograr una conexión sensible en tanto la forma construya un vínculo emocional (ni siquiera intelectual).

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La película de Eggers no solo no construye vínculo emocional alguno sino que intelectualmente atenta contra si misma, operando por medio de un vaciamiento derivado de la polisemia que propugna. Al mismo tiempo la belleza de sus encuadres (hay que dejar de celebrar a filmadores de belleza u horror – los Iñarritu, los Eggers, los Aster, los Noe, los Ostlund, los Lanthimos, los Refn de este mundo- en vez de a directores con una perspectiva de mundo, por todos los cielos) no tiene el menor correlato con el mundo intelectual ni con el mundo emocional. En encadenamiento sensible por lo tanto es imposible en la película. Pero sus ideas (que creo que están, pero desordenadas, expuestas sin cuidado) caen en saco vacío, precisamente porque no hay un aparato de contención. Quizás frente a esto es que nos produzca tanto rechazo la programática del director: atentar contra todas las formas posibles de la construcción estética: ideas, sensibilidad, emoción. Como si en ese gesto vacuo y reactivo se le fuera la vida y como si en ese gesto se produjera el ingreso a un panteón de legitimidad que incorpora a todos los nombre que cité al principio de esta nota, como si en el fondo se tratara de un gesto neoqualité: contentar a todos, construir un perfil adecuado para cada quien, pero con la consecuencia de borronear cualquier toma de riesgo, cualquier asunción discursiva medianamente clara.

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Es paradojal esta forma de autorismo, que en alguna medida destruye la noción misma de autor porque supone la negación de un discurso claro. Pero a la vez construye un discurso cuya mayor claridad es la del desprecio olímpico por la emoción, el intelecto y la conexión de estos con la forma. En el fondo hay un ejercicio de automutilación expuesto ante el mundo, como si la película formara parte de un ejercicio: el ingreso a una secta. A su vez, la legitimación que va adquiriendo este terror para quienes odian el terror también atenta contra el género mismo, martillando en su historia reciente, aplanando las posibilidades de diversidad, esta vez no vía mainstream sino vía festivales. En ese gesto despectivo hacia la construcción de una mirada que asuma una posición, hacia un género con una historia diversa y rica, pero también hacia las formas de la narración (no solo clásica, sino también las formas de la narración moderna, que no niegan la construcción de una programática sensible-intelectual-formal), no podemos sino implorarles que retornemos al terror. Ni siquiera al de los 70s, al de los 80s o al de los 90s, sino al menos al de aquí a la vuelta. Hay mucho para ver y descubrir. El mundo no se acaba en una estatuilla. Y un género noble como el terror tampoco merece semejante final.

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