Adiós a Anna Karina

Por Tomás Carretto

De Hanne Karin Bayer a AK

Por Tomás Carretto

Su estela atravesó casi ocho décadas y atravesará muchas más. No por nada Franck Riester, director de cultura de Francia, expresó sus condolencias en Twitter sin matices ni eufemismos: “El cine francés quedó huérfano, perdió a una de sus leyendas”. Hanne Karin Bayer sin embargo nació el 22 de septiembre de 1940 a más de mil kilómetros de allí, en Solbjerg, un pequeño distrito en las afueras de la ciudad danesa de Aarhus, una urbe gris, destruida (moralmente) por la segunda guerra que ni siquiera la recuerda entre sus notables y que tenía una enorme fabrica de margarina, dieta famélica de los daneses en la Dinamarca de posguerra. Su padre biológico (un marino) la abandonó y su madre (que tenía poco tiempo para dedicarle) hizo que la joven Hanne Karin se criara con sus abuelos. Luego de adolescente (volvió con su madre con la que siempre tuvo una relación imposible) y se trasladó con su familia y su padrasto (Holger) a Copenhague, en un clima de violencia familiar que hizo que ni siquiera pudiera terminar la escuela secundaria (la dejaron libre aún cuando había aprobado todos los exámenes porque no le creían que pudiera aprobarlos sin hacer trampa). Con apenas 15 años trabajó de ascensorista (otra experiencia traumática) y dependiente en una gran tienda de almacenes. Empezó a despuntar su veta artística cantando en cabarets. Quería ser actriz y llegó a protagonizar un cortometraje experimental “Pigen og skoene” con el director Ib Schmedes que la vió cantando en la calle. Hastiada de la violencia de su padrasto Holger, puso punto final y tomó una decisión tan trascendental como aquella tomada por el legendario matemático Henrik Abel (danés noruego), quizás el más grande matemático de la historia, otro que escapó de las hambrunas, esta vez las que dejaron las guerras napoleónicas. Abel vivió toda su vida en la pobreza. Acosado por las deudas, a los 22 años viajó a Paris para presentar su trabajo de funciones trascendentales a la Academia de Ciencias de Francia en 1826. Cuando finalmente llegó a Paris pasó meses sin ser escuchado pero sus trabajos descubiertos póstumamente revolucionaron las matemáticas. Lo cierto es que Abel ignorado, resignado y ya sin dinero, se volvió caminando de Paris a Copenhague (son casi 1200 km) y murió a los pocos años antes de que pudiese ser reivindicado. Como una mueca (revancha) del destino, Anne Karin Bayer (aún siendo menor de edad) llegó de Copenhague a París en autostop a finales de los cincuenta, huyendo de la falta de perspectivas y a los abusos de su padrasto y con la firme convicción de cumplir con el mandato de su vocación. Las primeras horas en la capital parisina fueron arduas, un cura la encontró vagando por los Campos Eliseos y le consiguió una habitación donde pudiese dormir. Pero no tenía ni para comer (tampoco sabía hablar francés). Un día entró al Café de la Paix y se puso muy contenta al comprobar que le alcanzaba para comer uno de los platos. Costaba apenas 20 centavos. Se acercó al mozo señalándole lo que quería. El mozo le respondió que “couvert” era el cargo que se cobraba por el servicio de mesa. Sin embargo su suerte empezaría a cambiar cuando uno de sus vagabundeos la llevaron a la orilla izquierda del Sena y a Saint Germain des Prés en el Barrio Latino. Se sentó un rato en Les Deux Magots, el café que Jean-Paul Satre hizo célebre, para descansar los pies. Y allí los giros del destino se fueron dando uno tras otro. Desconocía por ejemplo que en ese mismo lugar, veinte años antes, Picasso había conocido a Dora Maar. A un par de mesas de allí estaba sentada Catherine Harlé, fotógrafa y exploradora de una agencia de modelos (Publicis), que a su vez estaba buscando abrir su propia agencia. La citó para hacer fotos para el jornal “Jours de France”. Como no podían pagarle hasta que las fotos salieran publicadas fue a buscar copias de las fotos y con las direcciones que le dio Harlé fue hasta la redacción de Elle (en tacos blancos –los únicos zapatos que tenía) donde la vio Hélène Lazareff (papisa de la revista) que la recibió impresionada. Al poco tiempo ya era la tapa de la revista. En Jours de France y Elle entabló relación con el mítico Frank Horvat con el que podía comunicarse porque ambos hablaban fluidamente el inglés. El legendario Horvat moldeó su fotogenia y puede decirse que fue el primer (gran) director que le tocó en suerte. Horvat, discípulo de Cartier-Bresson, y una de las leyendas del fotoperiodismo de los años 50, que con su leica compacta, fue el gran precursor de la Nouvelle Vague. Algunas de esas fotos de Anna sacadas por Horvat para Jours de France en Les Halles de Paris (el por entonces Mercado del Abasto parisino) comienzan a prefigurar a la Anne que conocimos después. Ella adolescente con un vestido blanco. Sus manos en la cintura. Su pierna levemente levantada como una Claudette Colbert en Sucedió aquella noche (1934), sus tacos blancos que hacen pie en el barro y su cara pícara mirando a cámara (gesto que recupera el cine moderno) en contraste con el semblante proletario de los trabajadores del mercado que la observan detrás. Ese realismo y esa inmediatez fue lo que luego quisieron capturar los míticos cahieristas y el desafío de fotógrafos como Raoul Coutard y Henri Decae (que se formaron ambos como fotógrafos de guerra).

Las sesiones de foto se fueron sofisticando. Y fue Horvat el que siempre proponía ese contraste con lo urbano. Luciendo inclusive vestidos de gala de Pierre Cardin en bares y cafés de fondo. En una sesión de fotos para Elle, Anne coincidió entonces con una señora de imponente sombrero y abrigo que le llamó profundamente la atención. Era Coco Chanel. La diseñadora se dio vuelta para observar a esa morocha esmirriada que hablaba lo básico y se movía con timidez. En un impasse se presentan ambas a lo que Hanne con asombro aniñado responde: “Ah!! Usted es la señora del perfume”. Coco sonríe y quizás comprobando que la chica tenía más carisma y gracia que condiciones y experiencia para ser mannequín la miró y le dijo en inglés: “Me han dicho que quieres ser actriz. Pero para eso querida, tienes que aprender francés. ¿Cómo te llamas, chiquita?”. Y HK le respondió: “Me llamo Hanne Karin Bayer”. “No, no, pero no es posible que llegue a ser actriz reconocida con un nombre así”. Así que después de considerarlo y de pensar algunas opciones, le propuso ese giro tostoiano que la convirtió para siempre en Anna Karina.

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Imagen viva. Esencia pura. 

“Modelo. Su modo de ser interior. Único, inimitable”. Decía Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo (1975). Quizás Anna Karina represente como nadie el espíritu de aquel aforismo bressoniano. Porque Karina no actuaba, era más (mucho mas) que eso, era verdaderamente un icono en pantalla. Un icono humano si cabe la expresión. Un icono pansexual como quizás ninguna otra salvo Marlene Dietrich. Al punto de ser admirada tanto por hombres como por también por mujeres que se identificaban con su rebeldía juvenil y sus maneras tan peculiares que siguen suscitando admiración aún al día de hoy). Creadora de un estilo y un dialecto propio. Único, inimitable. Un manifiesto político (en pantalla) de como el cine es imagen viva. Godard encontró en ella a su musa perfecta y al amor de su vida. Condensarla en un rostro es totalmente injusto y un lugar común. Karina fue la heredera de Falconetti pero también muchísimo más. Hacía lo suyo también en scope y en plano general como en Pierrot le fou (1965). Actuaba hasta con su sombra como (cuando no estaba) en El desprecio (1963). Enamoraba sacudiendo su melena como en El soldadito (1963) pero también llevando una peluca como en Vivir su vida (1962). Dejaba huella con esa voz sensible, frágil y levemente ronca. Áspera como su acento danés. Una voz más plebeya (a pesar de que sabía hablar 5 idiomas con los que tenia gran facilidad), sin los timbres de voz educados en la Comedie Francaise y el cigarrillo como Jeanne Moreau, ni la delicadeza prístina y musical de la voz de Denueve. Sus dudas (en pantalla) se hacían preguntas, preguntas que hasta hacían dudar hasta al más preparado, como aquella inolvidable e irrepetible escena con Brice Parain en Vivre sa vie. Y sus certezas eran (verdaderos) hallazgos. Nadie se adaptaba mejor a los cambios de registro y de búsqueda estética (sin guión) de ese Godard todavía joven, diletante, movedizo y sin paz. El blanco y negro, el color, el scope o el formato cuadrado, la cámara al hombro (urgente) o con las rígidas Mitchell. En travelling o en paneo. Al natural o en estudio. Las mutaciones (a veces abruptas) de iluminación, de color, de registro y de vestuario. De frente, de espaldas, de perfil, en plano detalle, donde sea y como sea, siempre descollaba. Hizo de Godard un mejor director de lo que era, al punto de hacerlo creer casi infalible. Porque cualquier experimento con Karina salía bien. Su falta se evidenció luego, cuando sin ella su cine nunca volvió a ser el mismo.

Godard también le dio lo suyo. La moldeó a su modo y le dio la instrucción formal que no había tenido. Ella, una mujer inteligentísima, tremenda autodidacta, con un coeficiente especial, que aprendió a hablar la lengua de Victor Hugo de la que no sabía casi una palabra dentro de un cine. Porque cuando empezó a trabajar como modelo en Paris, los centavos que ahorraba los destinaba a perfeccionar su francés yendo a ver películas una y otra vez durante las tardes. Trataba de imitar los acentos hasta no dejar huella del suyo. Incorporaba vocabulario. Pero también instintivamente -como si fuese Orson Welles viendo una y otra vez La diligencia (1939)-, Karina se moldeaba como actriz de cine. De ahí su relación tan natural con la cámara. Soñaba con ser artista desde que abandonó Copenhague porque para entrar al Conservatorio sin más remedio debía esperar a cumplir los 21. A pesar de trabajar con otros directores como Rivette (con quien interpretó a Suzanne Simonin, La Religiosa de Diderot, quizás su papel más serio, apuntando sus cañones contra sociedad patriarcal y la represión institucional, film censurado por la censura gaullista), Cukor, Marker, Fassbinder, Gainsbourg-Koralnik, Ruiz, Schlöndorff, Delvaux, Richardson, Zurlini, Visconti, Vadim, con ninguno de ellos estableció esa relación tan pródiga y privilegiada pero también tan tormentosa y autodestructiva como la que tuvo con Gordard. Fueron como Gregory Peck y Jennifer Jones en “Duelo al Sol” (1947). Como Marlene Dietrich y Josef Von Sternberg. Quedaron encadenados en el inconsciente colectivo para siempre.

Su desenvolvimiento frente a la cámara era deslumbrante. Convertía, por ejemplo, el engorroso proceso de filmar con las pesadas cámaras Mitchell en un cine que parecía muy fácil y natural de hacer. Karina era la síntesis de ella y su doble. Asumía ese costado de experimentación y riesgo al que a veces son sometidos los dobles o figurantes. Era Rick Dalton y Cliff Booth al mismo tiempo. Y si Tarantino le hizo un homenaje a una aspirante como Sharon Tate, creo que con Anna Karina no habría homenaje ni condensación posible.

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Amor a segunda vista (Anna y Jean Luc). 

Después de aparecer en la portada de Elle, Anna Karina se convirtió en la imagen de los afiches de Coca-Cola en Inglaterra. En aquel momento parecía también que se había tomado muy en serio aquel consejo que le dio Coco Chanel y concurría al cine religiosamente para aprender francés. Sabía muy bien que para poder entrar al Conservatorio debía hablar francés perfectamente, pero quizás el método elegido para dominarlo fue lo que desembocó en ese desvío tan fortuito que terminó dando luego su carrera. “Me podía tirar todo el día dentro del cine con una sola entrada desde las 10 de la mañana hasta medianoche. Había días que veía seis veces la misma película”.

Fue durante el verano de 1959, cuando Godard vio el anuncio de jabón Monsavon protagonizado por Anna Karina, donde se topó con ella por primera vez. La imagen de Anna desnuda y recubierta de espuma en una bañera, capturó la imaginación de Godard con la fuerza suficiente como para intentar encontrarla y ofrecerle un pequeño papel que había escrito dentro de su opera prima Sin aliento (1960).

Cuando por fin se encontraron, Karina lo rechazó “porque no quería desnudarse en pantalla”. “¿Pero cómo? ¿Ud. no estaba desnuda en aquel comercial de jabón?”. “Ésa era TU imaginación” le respondió Anna desafiante. Godard (nada menos) había sido engañado. Anna no estaba desnuda. Tenía un traje de baño de color piel (imperceptible) debajo de la espuma. Aquel no como respuesta a su ofrecimiento (y la retadora respuesta de una adolescente de apenas 18 años) y además el haber sido engañado por un truco de vestuario redobló quizás su nivel de obsesión hasta la estratosfera. Y las obsesiones en Godard nunca fueron pasajeras. Anna en cambio decía de aquel momento: “me pareció un tipo muy raro, escondido detrás de unas gafas negras que no se quitaba nunca. Salí corriendo”. Pero tampoco tenía grandes prejuicios y cuando vio Sin aliento al año siguiente se dio cuenta de su error.

Godard no se dio por vencido. A los ocho meses le mandó un telegrama que decía lo siguiente: “Mademoiselle esta vez es para el papel principal”. Sus amigos la terminaron convenciendo. Era para protagonizar El soldadito, que sería censurada luego por André Malraux, ministro de Cultura, por sus alusiones a la Guerra de Argelia y obligaría a estrenarla recién tres años después. Cuando Anna le preguntó en qué consistía la trama y si tendría que desnudarse, Godard le respondió que no, que se trataba de un film político. “Pero yo no sé nada de política”. Tuvieron que hacer venir a la madre de Anne en avión desde Dinamarca (con quien no hablaba desde hacía un año) para firmar el contrato porque Anne todavía no era mayor de edad. El rodaje se hizo en Suiza. Y el personaje de Anna se llamó nada menos que Veronica DREYER.

El novio de Anna Karina, Jicky Dussart, un fotógrafo de Paris Match que había sido empleado como fotógrafo por la productora, acompañaba a Anna durante el rodaje. Algunos técnicos cuentan que Godard estiraba el rodaje -con la excusa de estar falto de inspiración- porque se estaba tomando el tiempo para poder conquistar a Karina.

En un almuerzo con todo el equipo, Godard y Karina están frente a frente. De repente Karina siente algo debajo de la mesa: era la mano de Jean-Luc que le acercaba un trozo de papel. Godard se levanta intempestivamente, se sube al coche y se va. Anna se corre hasta una habitación cercana para ver lo que decía el papel: “Te quiero. Encuéntrate conmigo en el Café de la Prez de Ginebra hoy a la medianoche”.

Dussart que con el tiempo se transformaría en el fotógrafo personal de Brigitte Bardot le reclama por su actitud. Ella responde: “He estado enamorada de él desde que le vi por segunda vez. Y no puedo hacer nada al respecto”. Anna lo deja y va al encuentro de Jean Luc. Cuando llega al Café de la Paix (Jean Luc) está leyendo el diario. A la mañana siguiente, luego de pasar la noche juntos, Anna le dice a Godard: “ahora tengo que quedarme contigo ya que no tengo a nadie más en el mundo”.

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En la luna o en el infierno.

Su primer año en pareja fue seguramente el más feliz de su relación. Manejaban o caminaban por París de noche; iban al cine, discutían de libros o visitaban amigos. Compraron dos perros que Anna llamó Pousse Pousse Blanc y Pousse Pousse Noir. Pero sin el cine de por medio, Godard parecía incómodo en esas reuniones sociales y raramente hablaba. Estaba obsesionado con su trabajo y pasaba la mayor parte de su tiempo en las oficinas de Cahiers du Cinema.

Al poco tiempo Karina quedó embarazada mientras rodaban Una mujer es una mujer (1961) junto a Jean-Paul Belmondo y Jean-Claude Brialy, la comedia musical de entorno realista en la que interpreta precisamente a una mujer (bailarina de cabaret) desesperada por tener un hijo. Godard insistió en que se casaran. El guión había sido escrito previamente, pero conforme a los cambios que se fueron dando en la historia se hizo evidente que Godard usaba sus películas para hacer observaciones sobre su pareja. Instancia que extendió al resto de sus películas de ahí en más. Ese paralelismo casi documental (las películas parecían grabaciones caseras de la pareja) escondían las violentas peleas entre ambos.

Godard y Karina se casaron en París, en marzo de 1961. Las fotografías de la boda fueron tomadas por Agnès Varda. Pero nunca terminaron congeniando temperamentos fuera de los sets y con el tiempo las diferencias se fueron haciendo cada vez mas grandes. Cuando estaban juntos, la suya era una relación de extremos emocionales: “En la luna o en el infierno” escribió Colin McCabe en su biografía “Godard. Retrato de un artista de los setenta”. La adicción al trabajo de él, la sensación de soledad y abandono de ella fueron una constante. “El problema es que se marchaba sin parar. Me decía que iba a comprar cigarrillos y volvía días después. Fue una relación extraordinaria. Y, al mismo tiempo, era imposible vivir con él. Quería que me pasara la vida esperándole en casa”. Anna era apenas mayor de edad mientras que Godard era diez años mayor que ella. Pero no solo era la diferencia de edad. Anna tenía una necesidad terrible de ser amada. Mientras que Godard tenía otro temperamento, mucho más frio y refractario.“Luego me enteraba de que a lo mejor se había ido a Italia a ver a Roberto Rosellini, o que se había marchado a ver a Bergman a Suecia o a veces la explicación era que estaba en Nueva York con William Faulkner. Tenía amigos en todas partes y se marchaba sin avisar. Siempre llevaba encima su pasaporte y yo sabía dónde había estado cuando volvía y me mostraba los sellitos que le ponían en la aduana. Siempre me traía regalos”. Pero era una tranquilidad totalmente pasajera, porque esa tendencia al abandono de Godard volvía loca Karina al punto de provocarle varios intentos de suicidio. Godard era también un celoso compulsivo y bajo ningún punto quería que Anna actúe en películas que no fueran las suyas. Y si lo hacía, lo aceptaba de mal modo, llevándola y trayéndola del set con el celo de un gendarme. Desdeñando artísticamente aquello que Anna hacía. Era un machista incurable que solo vivía para sí mismo.

Una noche en la primavera de 1961, Godard volvió a casa y encontró a Anne con muchos dolores y cubierta de sangre. Había sufrido un aborto espontaneo y su salud estaba en peligro. Después de una internación en el hospital que le salvó la vida, se terminó de recuperar en casa. Pero Godard sobrepasado por la situación la dejó al cuidado de unos amigos durante algunas semanas. La pérdida de su embarazo durante una de las tantas ausencias de Godard, sumió a Anna Karina en una depresión profunda que tiñó de tristeza los años restantes del matrimonio y otras secuelas que le impidieron volver a ser madre.

En junio de 1961, Godard y Karina fueron al Festival de Cine de Berlín con Una mujer es una mujer. Donde la película obtuvo el Oso de Plata y Anna Karina el premio del jurado por su interpretación. Fue además la primera visión que el mundo tuvo de Anna Karina en pantalla grande, ya que las otras películas que había hecho (El soldadito y Esta noche o nunca (1961) de Michel Deville donde tiene una icónica escena de baile con Claude Rich) todavía no se habían estrenado. Cuando en septiembre la película se estrenó comercialmente Karina se convirtió en una estrella. Una mujer es una mujer fue (a la postre) la única comedia de Godard y quizás su película más alegre y en aquello tuvo mucho que ver la naturalidad, el talento, y la belleza de Karina.

Pero desde Godard la perspectiva era diferente. La película había sido un fracaso de público y eso le impedía por el momento seguir filmando.

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En el interín Anna hizo Le Soleil dans l’oeil (Sol en los ojos (1962)), dirigida por Jacques Bourdon. Anna ya era mayor de 21 años y no era tan fácil para Godard retenerla. Durante el transcurso del rodaje, comenzó un romance con Jacques Perrin y decidió que quería casarse con él. Una revancha por las heridas emocionales que había sufrido durante su embarazo. Al final del rodaje le dijo a Godard que tenía intención de dejarlo. Furioso Godard destruyó el apartamento donde vivían juntos y se fue. Esa noche, Anna tomó una sobredosis de barbitúricos y fue encontrada por Perrin quien llamó a una ambulancia. La prensa informó que Godard y Karina se divorciaban y que ella se casaba con Perrin. Pero en enero de 1962, se anunció que se habían reconciliado y que él volvía a dirigirla en una nueva película llamada VIVRE SA VIE.

Vivir su vida (1962) fue la MEJOR PELÍCULA de ambos y el apogeo en sus respectivas carreras. Una tragedia, la crónica de una prostituta (Naná) contada en 12 cuadros. Godard adaptó la película al talento inconmensurable de su esposa en un intento también por salvar su matrimonio a través de la sociedad cinematográfica. La película ganó el Premio del Jurado en el festival de Venecia y Godard el León de Oro como mejor director. Pero esta vez la que no estaba contenta con la película era Anna Karina y después de esa película se separaron.

Luego vino El desprecio (1963) adaptación de la novela de Moravia, sin Karina y con Brigitte Bardot, un intento de Godard por recuperarla. De ahí la cantidad de guiños que el film tiene para con ella. Bardot con la peluca que usó Anna en Vivir su vida, imitando además alguna de las frases y gestos característicos de Karina. Michel Piccoli usando el sombrero y los trajes de Godard. Raoul Coutard decía de la misma: “La postal más cara que un hombre haya enviada nunca a su mujer”. Por amor Godard tuvo que aceptar lo que nunca: las exigencias de un productor (dos, porque el otro era Carlo Ponti), en este caso de Joe Levine, un pendenciero (Godard lo llamaba King Kong) que había puesto fortunas para ver a Brigitte Bardot desnuda en su película. “En El desprecio, tuvo que enfrentarse a un sindicato con horas de trabajo fijas y técnicos que no dejaban de almorzar porque él lo pidiese” cuenta Santiago Roncagliolio en Godard y ellas. El “Je t’embrasse (Yo te abrazo)” del final va dirigido a una persona.

Paradójicamente fue el mayor éxito comercial de su carrera y le permitió seguir filmando. A Karina en cambio no le fue mejor en rodajes impersonales como el de Scherezade (1963) de Pierre Gaspard-Huit. Con Godard se sentía en casa y ese temor reverencial que le tenían por ser la mujer de Godard tampoco la ayudaba.

Ese invierno, mientras Godard trabajaba en la pre-producción de Bande à part (1964), Karina intentó suicidarse nuevamente. Banda aparte fue la primera película producida por Anouchka Films, la compañía que el cineasta bautizó con el apodo que JLG le puso a Anne. Había venido trabajando desde hacía un tiempo en la adaptación libre de esa novela negra americana llamada Fool’s gold escrita por Dolores Hitchens (en la que se basa el film). El personaje de Anna era Odile, una mujer joven, que se involucra en un triángulo amoroso con dos delincuentes (Claude Brasseur y Sami Frey). Odile, así se llamaba la madre de Godard que había muerto un tiempo antes en un accidente de moto, y le había inculcado su espíritu libre y el amor por la literatura y las películas frente a la densa educación protestante de su padre. “Yo había salido del hospital. Fue un periodo doloroso. Había perdido el gusto por la vida. No tenía ganas de vivir. Lo estaba pasando muy, muy mal. Esta película (cuenta Anna Karina) me salvó la vida”.

Quizás el momento más hermoso y poético de aquel film sea ver a Anna Karina cantando en el metro J’entends, j’entends, una canción de Jean Ferrat sobre un poema de Louis Aragon. O la ternura de ver a Anna hablándole a un tigre. O el mas icónico baile extra diegético del trío frente al jukebox en el bar, o la carrera en el museo del Louvre o el escape final a Sudamérica. Es una película extremadamente hermosa además de ser quizás el film con el final más optimista en la carrera de Godard o por lo menos aquel donde no se termina imponiendo la tragedia (como en gran parte del resto).

Pero ese clima de fiesta daba paso al dolor y la amargura fuera de los sets. Una pareja que solo se podía sostener haciendo películas a las que Godard les ponía toda su energía. Y cuando por fin se divorciaron (porque la pareja fuera de los sets era insostenible) acordaron igualmente trabajar juntos en Alphaville (1965). Colaboraciones que sin poder cortar el cordón se iban extendiendo una a una a medida que Godard diseñaba en su cabeza nuevos proyectos de película.

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En Pierrot le fou (1965) se empieza a prefigurar el final como pareja de ambos. Fue la dramatización de lo que vivían como pareja. El tema de la traición (y el rencor) estaba todo el tiempo presente, imperceptible, bajo todo ese festival de colores y nonsense. Belmondo, la otra estrella de la película, los describió como “como una cobra y una mangosta, siempre acechándose el uno al otro”. De esa película se recuerda la icónica foto que sirvió durante años para la promoción del festival de Cannes y que fue incluida en la cartelería oficial del festival nro. 71 de 2018. Él Ferdinand “Pierrot” (Belmondo) desde un Autobianchi color rojo, bastante ramplón, ella Marianne Renoir (Karina) desde una hermosa coupé azul marino descapotable (un Alfa Romeo Giulia Spider). Cada uno yendo en una dirección diferente. Se dan un beso inolvidable y se despiden. Que no es tampoco el final de la película -que termina con Pierrot (Belmondo) volándose la cabeza como un idiota-, pero acaso ese deba ser el broche conveniente y metafórico de la (inolvidable) relación, tanto artística como sentimental entre JLG&AK, porque definitivamente la última película que los reunió, Made in USA (1966), fue una experiencia tortuosa y más violenta todavía, que alarmó hasta al propio Raúl Coutard su gran fotógrafo, y que terminó en un fuerte reproche de su parte. Quizás esa suerte de escarnio con sus colegas fue lo que avergonzó a Godard y dejó de insistir, de tratar de reconquistarla eternamente. “Cuando escribí mi primera crítica y Jacques Rivette habló mal de ella, para mí esto fue mucho más grave que no haber recibido en Cannes un premio o haber fracasado con una película”. Luego de aquella experiencia estuvieron con Karina más de 20 años sin hablarse. Godard se inició en el maoísmo y en su etapa (también borrascosa) con Anne Wiasemski.

Como rezaba un diálogo que le escribió Godard en Pierrot le fou, Anna Karina fue una mujer que miraba con sentimientos en un mundo que se limitaba a hablar con palabras. Después de Godard se casó 4 veces más. Fue distinguida con la Orden Nacional de la Legión de Honor, la más conocida e importante de las distinciones francesas. Cantó con Serge Gainsbourg, que le escribió una obra (Anna (1967)) y con el que cantó temas que convirtió en hits (Sous le soleil exactement ‘ y ‘ Roller Girl). Hizo teatro con Bergman (Después del ensayo), dirigió incluso sus propias películas (Vivre ensemble (1973), la más notable) pero a donde iba siempre estaba la sombra de Godard. Karina no se amedrentaba, siempre tuvo palabras de gratitud y cariño para con JLG: “Él fue y seguirá siendo el amor más grande de mi vida.”. En estos 50 años no se hablaron más de 2 o 3 veces. La última en un programa de tv. Corría Marzo de 1987. ¿El programa? Lunettes noires pour nuits blanches de Thierry Ardisson. Ninguno de los dos sabía de la sorpresa que les tenían preparada. Cuando por fin se ven bajo la luz de los reflectores y se reencuentran ante las cámaras el presentador Thierry Ardisson les pregunta: “¿Se puede volver a amar después de un amor tan intenso?”. Ella responde: “De otra manera”. Gordard con su habitual mezquindad responde: “Mucho más”. Ella no quiere llorar delante del público. Desgarrada le dice a la audiencia: “Me voy a llorar a casa”, y abandona repentinamente el set. La mano de Godard queda tendida impotente, inútil, en el aire. Nunca más se volvieron a ver. “He tenido una vida maravillosa” dijo poco antes de morir.

Con su muerte termina una década que habrá visto desaparecer a casi todos los protagonistas de aquella revolución fílmica que cambió para siempre nuestro modo de ver y de pensar el cine, últimos estertores de una época inolvidable como Claude Chabrol, Éric Rohmer, Alain Resnais, Jacques Rivette y (hace casi nada) Agnès Varda. Quedando en absoluta soledad Jean Luc Godard. Como mueca (otra mas) del destino.

La imagen de Anna Karina, su presencia, su pose desafiante, su carácter mezcla de niña y femme fatale, su canto hermoso y sincero, sus movimientos plásticos, su mirada a cámara (tan transparente y al mismo tiempo tan enigmática), su mano llevando el cigarrillo a sus labios, esa nuca y sus ojos que parecían dibujados, su baile desenfadado, sus silencios, sus lamentos, ese juego permanente con el cine y ese carisma arrollador, su inteligencia y humor son el gesto puro de la modernidad en el cine. La actriz que (literalmente) logró salir de la pantalla y pasar a la inmortalidad. Une infinie tristesse. No habrá otra igual. La vamos a extrañar. Y cuanto. 

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