Benedetta

Por Diego Maté

Francia, 2021, 131′
Dirigida por Paul Verhoeven
Con Virginie Efira, Charlotte Rampling, Daphné Patakia, Lambert Wilson, Olivier Rabourdin, Louise Chevillotte, Hervé Pierre, Clotilde Courau

El fantasma de la libertad

Las cosas de la vida empujaron a Verhoeven a Europa, lejos de Estados Unidos, la tierra en la que filmó sus películas más importantes, y con la industria que toleró el escándalo que lo rodeó la mayor parte del tiempo. Ahora el hombre filma menos pero parece tener más control y tranquilidad; los europeos son bastante menos pacatos y moralistas que los norteamericanos, o por lo menos así era en 2006, cuando terminó El libro negro. Hoy la oleada woke barre las capitales, universidades y centros artísticos del continente: ya no parece que sea posible filmar, por ejemplo, otra Elle, donde una violación sumía a la protagonista en un estado de perplejidad incompatible con las formas del panfleto que adquiere el feminismo en el cine actual. La situación requiere medidas, inteligencia, cambios; Verhoeven, que se mudó de Holanda a Estados Unidos y se movió con comodidad por géneros, historias y tonos muy distintos, que viajó al medioevo, proyectó futuros distópicos y regresó a la Alemania nazi, entiende como pocos otros directores de desplazamientos y transformaciones.

Benedetta, como todas las críticas se apuran a explicar, bebe en la fuente de las nunsploitations, películas que transcurrían mayormente en conventos y narraban aventuras sexuales casi siempre con un aire de sordidez exagerada. Algo de eso hay, pero tampoco conviene colgar el rótulo tan rápido. La historia es simple: Benedetta es una niña católica muy ferviente que viaja a Toscana para convertirse en monja. Ya adulta, la protagonista asegura tener visiones en las que Cristo se le aparece bajo diferentes formas, como guerrero, bandido u objeto de deseo. Al mismo tiempo, al convento llega Bartolomea, una campesina que escapa de los abusos paternos. Las dos se vuelven amantes. Mientras tanto, Benedetta dice haber recibido los estigmas, pero la validación del presunto milagro no se dirime en el plano religioso sino en el terreno de la política eclesiástica.

Los que se apuran a calzarle a Benedetta la etiqueta de nunsploation pierden de vista un dato obvio: Verhoeven es un director exquisito que, más allá de la vulgaridad de los temas, presta una atención impresionante a la fotografía y la puesta en escena. No hay nada parecido, entonces, a la clase B o el espíritu trash de esas películas, como tampoco lo hay en Starship Troopers, Robocop o Showgirls, que invocan para sí un exceso y hasta un mal gusto que se construyen siempre sobre una planificación obsesiva y cuidada. Benedetta, de todas formas, está lejos de los desbordes de la etapa americana, como si Verhoeven hubiera adoptado para sí algo de la mesura y el despojo de directores europeos como Bruno Dumont, un especialista en asaltos a la religión. Aunque lo del holandés no tiene nada de eso, que es justamente lo que le atribuyen con mucho entusiasmo las críticas: “Verhoeven desenmascara el orden de la religión”. No, para nada. O, en todo caso, hay bastante más que esas tonterías estruendosas.

Como Buñuel, Verhoeven está lejos del anticlericalismo con el que se lo identifica abusivamente. Algunas breves escenas de Benedetta alcanzan para certificar que la película nada tiene que ver con esas posiciones. Al contrario, el director se esfuerza por describir las relaciones dentro y fuera del convento siguiendo algo que, uno imagina, tiene bastante de realismo histórico y poco o nada de “desmitificación”. Los vínculos entre las monjas, los nobles y las autoridades eclesiásticas están dominados por un orden severo que admite, sin embargo, fracturas. Justamente, de eso trata Benedetta, lo mismo que casi todas las películas de Verhoeven desde su momento estadounidense: una persona llega a una institución o espacio determinado, aprende sus reglas y, cuando logra abrirse paso, el ascenso coincide con el quiebre de la estructura (la excepción a esta regla probablemente sea Starship Troopers, seguramente por influencia de la novela). Las visiones de Benedetta le confieren un poder subrepticio que la protagonista, dispuesta a gozar de los placeres antes prohibidos, ejerce alocadamente. 

Alrededor de la relación de Benedetta y Bartolomea gira una buena parte del interés y del ruido que rodearon a la película durante su paso por Cannes y Nueva York. Verhoeven filma el sexo sin temores, respetando la desnudez y el contacto que demanda cada encuentro. Y lo hace sin sordidez, sin efectismo: las protagonistas se besan, se tocan, se penetran y se hacen acabar una a otra sin culpas ni arrepentimiento; el peligro de ser descubiertas solo aumenta la carga de erotismo. Aunque parezca mentira, estas cosas todavía pueden volver a una película objeto de polémicas. Pero no solo de parte de sectores tradicionales que ven con malos ojos el tratamiento irreverente de la fe y sus agentes, que siempre existieron, aunque ahora parecen bastante desdibujados (hubo manifestaciones en contra de la película), sino de movimientos identificados como progresistas para los que la desnudez femenina despierta hoy más o menos los mismos reparos que para sus contrapartes. Hay que recordar que películas abiertamente feministas, como Retrato de una mujer en llamas o Promising Young Woman evitan o atenúan por todos los medios la desnudez, tal vez siguiendo el mandato de moda que dicta que mostrar mujeres desnudas es igual que “cosificarlas”. El desnudo y el sexo se admiten siempre y cuando no resulten ofensivos o sirvan como insumos para la causa; por la vía progresista retrocedemos entonces varias décadas y volvemos al “desnudo cuidado”.

Verhoeven, tal vez porque es viejo, y porque es Verhoeven, parece blindado contra estas exigencias. Digo blindado, que no es lo mismo que decir beligerante: porque el director no polemiza, no va en contra de nada, ni siquiera provoca, sino que filma como si esas ideas no existieran, como si nunca hubiera escuchado nada de todo este ruido. La libertad debe ser más o menos eso: no tanto el acto de rebelarse, sino el poder vivir al margen de la tontería reaccionaria.

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