#InocentesCulpables: Long shot & Out of thin air

Por Federico Karstulovich

Long Shot
EE.UU., 2017, 39′
Dirigida por Jacob LaMendola

Out of Thin Air
EE.UU., 2017, 85′
Dirigida por Dylan Howitt

La culpabilidad como un estado (de la mente)

Por Federico Karstulovich

A veces, por motivos de estricto azar, se producen diálogos entre películas que, si bien pueden tener temas en común, comparten una simetría inversa en su tratamiento. Una distancia infinita separa la feliz luminosidad de Long Shot con respecto a la lúgubre y melancólica Out of Thin Air. Entre ambas se produce un perfecto juego de espejos en torno a uno de esos temas infinitos para el cine documental: la culpabilidad errada de ciertos individuos. En ambos casos se tratan ejemplos horribles en los que personas que no cometieron crímenes son acusadas de manera feroz, careciendo de argumentos para defenderse contra un sistema judicial que los acorrala. Así y todo, el modo en el que el mediometraje que cuenta la historia de Long Shot, ya desde su misma suma de elecciones formales, se encuentra parado en otro lado bien distinto a la oscuridad que se instala en las retinas con cada plano de Out of Thin Air. No es menor el dato: en ambos casos sabemos el final, es decir, contamos con el diario del lunes. En la primera se produce una revelación que nos lleva a un final feliz, en la segunda, la revelación expone las falencias del sistema y todos sus huecos, pero el final es trágico.

En Out of Thin Air, la culpabilidad no es solo un hecho jurídico, sino que es un acto mental. Al fin y al cabo la historia que narra quizás sea menos la de culpabilidad o inocencia antes que una historia sobre la persuasión y la psicopatía convertida en política de estado. En este sentido, la película no se aleja demasiado de otros casos que pudiéramos llegar a conocer. En todo caso la mayor diferencia radica en ese aspecto en particular: ninguno de sus personajes es, a ciencia cierta, el mal encarnado. Todos, en mayor o menor medida, son víctimas de una red invisible de necesidades jurídicas insatisfechas. Y en ese plano, lo que más importa no son los hechos, sino las necesidades institucionales (aunque, para ser precisos, deberíamos hablar de necesidades burocráticas del estado). En ese plano, como ya hemos visto en muchos casos (trátese de películas, series o lo que fuera), las instituciones del estado liberal burgués (aunque no quedan exentas las instituciones de otros sistemas jurídicos, aclaremos) construyen culpables, eso no es novedad. En todo caso lo novedoso de esta película poderosa es como esa culpabilidad procede de un acto de manipulación mental, que no es otra cosa que un acto de tortura. Pero ya no hablamos de una confesión sacada a punta de picana o de cualquier otra herramienta de tormento físico, sino que hablamos de la construcción social, la psicopatía colectiva de construir un culpable en la cabeza de una comunidad.

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Acaso lo más inquietante de esta película es ese doble aspecto: todo sistema jurídico precisa contar, de manera mucho más dura, con los mínimos pero necesarios culpables antes de construir justicia sustentada en los hechos, no en las necesidades. De ahí que la pesadilla que narra OOTA despliega ese doble camino que va del estado como presunto garante de derecho (pero responsable de hacer cumplir la ley) actuando sobre el tejido social por vías indirectas a el estado como máquina de construcción mental de escenarios en la cabeza de los testigos, es decir, en los individuos. Esa doble trama de pesadilla es un laberinto sin salida aparente y con un resultado espantoso, trágico. Las consecuencias, infinitamente dolorosas para todos los partícipes (pero en particular para el acusado perfecto que constituye la víctima que no logra limpiar su nombre por más que los años hayan pasado y hubiera sido liberado), también tienen que ver con la culpabilidad como obsesión mental: el protagonista podrá haber abandonado las paredes de una celda, pero nunca podrá salir de su cerebro y la tortura infligida de ser el culpable perfecto.

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Si OOTA funcionaba como una tragedia, la notable, breve, precisa película que construye Long Shot es una perfecta comedia. No solo por su tono relajado (algo inusual para una película sobre los horrores del sistema jurídico), sino porque, en efecto, la clave de la resolución de la acusación planteada proviene de una comedia, en un maravilloso caso de ficción que imita a la realidad que se vale de la ficción. Organizada por medio de planos frontales à la  Errol Morris, el cuento moral que narra este mediometraje se sostiene en algo no muy lejano a los códigos del cine de Frank Capra: frente a la oscuridad del mundo y sus tramas de injusticia, solo un milagro, obrado por el azar, es el que puede traer algo de justicia al mundo. A ver si se entiende esto: en una película canónica como ¡Qué bello es vivir! se nos demostraba, de manera contundente, que el mundo siempre sería un lugar horrible. Que la injusticia, el dolor, los abusos, iban a estar siempre a la vuelta de la esquina. Por eso, tanto en aquella película como en esta (la diferencia es que en la de Capra el milagro procede de la ficción, mientras que aquí lo hace de la realidad pura y dura, lo que hace que el milagro sea doblemente emocionante) el acto milagroso es la perfecta constatación del mal en el mundo. Si la salvación solo puede provenir de esa posibilidad, es decir, de la presencia de un hecho fortuito, fuera de todo cálculo, el mundo seguirá siendo una amarga pesadilla vestida de normalidad.

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En LS, el milagro opera con dos vías que provienen de un mismo origen: el registro automatizado de hechos reales. En un caso por medio de una transmisión de un partido de beisbol en vivo, por tv. En el otro, por el registro real del mismo partido pero para una ficción: la grabación de una de las escenas de uno de los capítulos de Curb Your Enthusiasm, esa genialidad absoluta de Larry David.

El protagonista, un padre de familia latino en tierra estadounidense, es acusado de haber cometido un crimen, frente al cual alega no haber estado en el lugar en el que se señala su presencia, sino mirando un partido de béisbol con su hija. Por obvios motivos, derivados de la sospecha sostenida sobre casi todo inmigrante que pise suelo estadounidense, la defensa no funciona muy bien y el hombre se queda de a poco sin argumentos. Hasta que, en dos partes, sobreviene el milagro en cuestión, que si lo pensamos bien, a esta altura, es casi un milagro baziniano, porque proviene del artefacto cinematográfico como instrumento de acceso a una realidad más allá de lo evidente. El tema es que la metafísica baziniana aparece aquí suplida por la física de los hechos: la cámara en cuestión que registraba el evento deportivo en vivo logra, en uno de sus planos más largos (y menos definidos) registrar una presencia, en ese día y en ese horario, de un hombre muy parecido al acusado en compañía de una niña. No obstante esa prueba no parece ser suficiente. Y el registro es relativamente limitado para la franja horaria que precisa la defensa para justificar la inocencia de su acusado. Ahí sobreviene el segundo gran milagro: en ese mismo día, como si dios existiera y obrara de maneras misteriosas, en la misma zona de asientos en donde se situaba el acusado mientras miraba el partido, se producía un rodaje con extra reales de una de las últimas escenas de un capítulo de la mencionada serie de Larry David. Y ahí donde el plano largo construía el plano de establecimiento, la serie proveía el contraplano perfecto: el mismo hecho pero visto desde otra perspectiva y con un lapso de tiempo que permitía corroborar la inocencia del acusado. El resultado, luego de la angustia, es extraordinario: Larry David ha salvado a una vida, como si fuese una versión cómica de Oskar Schindler. Y como sostiene el proverbio: quien salva una vida salva miles. La ficción, indirectamente, obra con milagros inesperados.

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