Knight of Cups

Por Hernán Schell

Caballero de copas (Knight of Cups)
EEUU, 2015,118′
Dirigida por Terence Malick
Con: Christian Bale, Cate Blanchett, Natalie Portman, Brian Dennehy, Antonio Banderas, Freida Pinto

Mirando el volcán

Por Hernán Schell

El comienzo es desconcertante. Encontramos tres voces on off (la de un sacerdote, la del protagonista llamado Rick y la del padre del protagonista) diciendo frases y reflexiones que no terminan de armarse. El sacerdote expone lo que pareciera un sermón, el protagonista habla de que no se reconoce a sí mismo y el padre cuenta una historia acerca un príncipe que tenía la misión de buscar una perla. Que las tres reflexiones no terminen de concretarse y se corten cuando uno espera mayores explicaciones no sorprenden tanto como el hecho de que es imposible terminar concentrando la atención en las dos cosas que suceden en la película: lo que se dice en off y lo que se ve en imágenes. Básicamente porque lo que se ve no tiene una relación ni siquiera indirecta con lo que se está contando. La única película que conozco que empieza de esa forma es Pierrot, el loco de Jean Luc Godard. Allí JLG ponía en voz en off una reflexión sobre la pintura de Velázquez mientras ponía imágenes que no tenían nada que ver con eso. El resultado tanto en Pierrot, el Loco como en Caballero de Copas es el mismo: uno no termina de escuchar bien lo que se dice, ni termina de ver bien lo que pasa y esto en ambos casos es absolutamente intencional. En Pierrot, el Loco esto encerraba la idea de presentarnos una película que hablaba sobre el acto de transgredir: desde un protagonista que rompía con su rutina; pasando por un cineasta que estaba rompiendo con su propio cine y llegando a una película que oscilaba entre un discurso y otro opuesto a cada momento. Pierrot, el Loco es una película destructiva y autodestructiva, y como tal se encarga de colisionar imagen y palabra para confundir y tomar posición. Lo de Malick es otra cosa, se trata de que no terminemos de percibir ninguna imagen como algo totalmente imponente ni cada frase como una sentencia firme, sino que por el contrario, que todo luzca como insatisfactorio, como frustrante. Esto tiene que ver con la lógica de una película que elige de un modo absolutamente pertinente un preciosimo extremo, casi omnisciente.

Caballero de copas cuenta la historia de Rick, un millonario que trabaja en Hollywood (nunca se sabe exactamente de que), y se pasa la película entre el deambular melancólico, las fiestas, y el sexo con mujeres hermosas. También hay en medio de esto una buena cuota de dudas existenciales que el personaje va expresando con reflexiones que se escuchan en voz en off. Su trama parece sacada bastante de La dolce vita, e incluso la división en capítulos recuerda la estructura episódica de  la obra maestra de Fellini. Sin embargo, basta ver sus primeras escenas para darse cuenta que la película pasa por un lado muy distinto y que los elementos comunes con el largometraje italiano sólo pueden encontrarse apenas en ciertas cuestiones argumentales.

Pero el de la comprensión no es el único de los problemas de las películas de Malick. Uno de los inconvenientes reiterados es la obsesión de aquel porque cada plano sea espectacular. Películas como El Árbol de la Vida o El Nuevo Mundo me recuerdan aquella reflexión del personaje de Cautivos del Mal (The Bad and The Beautiful de Vincente Minnelli) cuando decía que toda belleza tiene que basarse en el contraste, y que si todas las escenas son espectaculares ninguna terminará por serlo. Esta obsesión por el plano hiperestilizado ha hecho justamente que el cine de Malick pueda volverse insoportablemente pomposo. Sin embargo, en Caballero de Copas esa característica que a veces resiente el cine de TM se vuelve a favor. Desde ya que la abrumadora belleza de esta película puede hacer que ningún plano termine por volverse especialmente memorable, pero justamente esa idea termina siendo funcional a una película en la cual un personaje está siempre buscando una belleza reveladora que (acaso) nunca llega. De hecho, parte de la lógica de Caballero de Copas es poner una cantidad importante de escenas que podrían aparentar un quiebre importante en la vida de su personaje (como una entradera a su casa, un terremoto, o la visita a un templo budista) que luego no terminan derivando en nada especial. Ni siquiera lo hace acá Hollywood, industria relacionada o bien con el glamour o bien con la decadencia moral, que Malick se limita a mirar con distancia y extrañamiento, sin caer ni en la condescencia superadora y muchísimo menos en una condena cínica. Es, acaso, una promesa de lo que no llegará nunca. Y quizás esa conciencia sea lo que permita que la película se vuelva más interesante de lo que podría parecer.

Esto contrasta fuertemente con El árbol de la Vida. Allí Malick construía una historia en la cual todo finalmente terminaba encontrándose en una suerte de espacio temporal, acaso una suerte de paraíso imaginado por su protagonista, en el cual todo terminaba adquiriendo sentido. Más allá de que el imaginario de este paraíso era francamente vulgar, el problema residía en que como clímax resultaba imposible en una película que se la pasaba de imagen deslumbrante a imagen deslumbrante desde la escena uno. Caballero de Copas no tiene un clímax final, o o siquiera un acercamiento a esto. Cada escena parece aislada de la otra, como instantes inconexos, apenas relacionados por los recuerdos de Rick.

Hay otra diferencia clave entre una película y otra y es la relación que la película establece con lo religioso. Si hay algo que une claramente a estas dos películas de Malick es que ambas están narradas bajo el punto de vista de alguien cristiano que aplica sus conocimientos bíblicos a sus vivencias. El problema de El árbol de la Vida es que esta relación era más bien obvia y esquemática. Así es como frente a una tragedia familiar Malick utilizaba la parábola de Job -lo hacía literalmente, con cita al principio y todo- y aplicaba la distinción de “gracia” y “naturaleza” de Santo Tomás de Aquino burdamente a las figuras del padre y la madre del protagonista. Caballero de Copas, en cambio, no comete ese mismo error. Si bien la religiosidad existe en esta película, la misma está mucho menos marcada por una concepción teológica rígida o por una parábola y más abocada a preguntarse por distintas sensaciones y vivencias posibles que pueden conectar o no con lo sagrado. Desde este punto de vista, la cita directa a la que quizás sea la frase más famosa de San Agustín (“ama y haz lo que quieras”) es de lo más pertinente. Aquella frase de Agustín de Hipona sugiere justamente la idea de un accionar de consecuencias inciertas antes que algo rígido que necesariamente irá hacia un lugar.

El elemento religioso acá está relacionado con la búsqueda de lo sagrado en el sentido más amplio y más misterioso de la palabra. Sucede que hay una película con la que asocio inmediatamente Caballero de Copas que es Stromboli de Rossellini. En el final de ese largometraje el director italiano nos presentaba a Ingrid Bergman teniendo una revelación mística. Lo interesante de esa revelación es que no estaba expresada en ninguna visión y ni siquiera en una estilización de una imagen. En vez de eso consistía pura y exclusivamente en Bergman mirando un volcán y en una expresión maravillada frente al mismo. Rossellini no explicaba esa sensación mística sino que simplemente la mostraba, dejando que ese misterio revelado quede para el personaje pero confiando además que esa revelación podía salir de una realidad física, que sólo necesitaba registro. En Caballero de Copas está la misma idea de un misticismo salido del puro registro de la realidad, de ahí también que acá el uso de la hora mágica sea el más pertinente que Malick haya usado nunca. La hora mágica, ese momento del día en el cual el director no necesita otra cosa que luz natural, es en esta película el registro del momento en el cual la realidad parece de fantasía y tiene un aire extrañamente pictórico, como si hubiese tras ella algo misterioso e inaprensible, y que se escapa de nuestro entendimiento. De todas esas escenas quizás la memorable sea la que encuentra a Rick siguiendo a un pelícano viejo en la playa. Uno sabe que es un momento improvisado en el rodaje y que su efectividad no consistió en otra cosa que un solo registro de un momento. La cámara posó allí y captó en plena hora mágica un instante de interacción con un animal. Es el momento más baziniano de toda la película, en buena parte porque Bazin, en su rara forma de optimismo católico, creía en la posibilidad de que la capacidad del cine de registrar lo real podía funcionar a veces como una forma de revelación mística ante las maravillas de la creación. Es justamente también en esos momentos donde Malick parece encontrarse en sus momentos más felices de optimismo creyente, ahí cuando su misticismo deja de volverse un suplicio existencial para ser contemplativo y quizás hasta feliz, como Ingrid Bergman mirando el volcán de Strómboli y sintiendo una conexión tan inexplicable como tranquilizadora. Quizás, en ninguna otra película como en esta Malick abrió tanto su corazón. Y acaso que una de sus mejores y más osadas películas haya pasado tan desapercibida es una rara injusticia que, espero, se solucione con el tiempo.

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