#Polémica: Isla de perros (a favor y en contra a la vez)

Por Federico Karstulovich

Isla de perros (Isle of Dogs)
Estados Unidos-Alemania, 2018, 101′
Dirigida por Wes Anderson.
Con voces de Bryan Cranston, Koyu Rankin, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Jeff Goldblum, Kunichi Nomura, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Yoko Ono, Tilda Swinton, Ken Watanabe, Liev Schreiber, Roman Coppola y Anjelica Huston.

Un genio menos

Por Federico Karstulovich

Cesar Aira está lejos de ser un genio. O quizás sea uno de esos genios que no cuajan en el artefacto interpretativo del canon que supo pensar Harold Bloom. Hay genios que generan prole, que tienen hijos desperdigados. Hay genios a los que les descubrimos precursores cuando es muy tarde (como quienes antecedieron a Kafka para Borges en el gran ensayo de Otras inquisiciones). Pero hay genios-isla, genios que nacen y mueren sobre sí mismos. Lejos me encuentro de iniciar una contienda de poca monta, una escaramuza patética para designar qué genialidad es la que debe prevalecer. Por lo pronto, lo que sé es que cada una de esas formas supone consecuencias. Aira, en alguna medida, es un caso interesante, porque podría entrar en las tres y en ninguna de esas categorías. Y acaso sus textos (y cursos dictados en el Centro Cultural Ricardo Rojas hace casi dos décadas) guarden la clave de una forma de genialidad con la que deberíamos lidiar más seguido, que es la del genio menor. Esta genialidad ya no supone un problema de temporalidades ni de relaciones de parentesco con otros genios potenciales, pasados o presentes. Es, en alguna medida, una genialidad modesta. Quizás se trate de una falsa modestia, al fin y al cabo, pero esa elección -que no deja de tener algo de performativo y teatral- nos devuelve una imagen distorsionada de nuestras angustias contemporáneas como lectores (y como cinéfilos): ver, descubrir, convivir en un mismo mundo con genios que están vivos y en estado de gracia, como si su existencia azarosa cruzada con la nuestra nos pusiera en un lugar destacado de la historia. Nada más lejano.

Un genio menor no apunta a la grandeza, sino a la pequeñez. No deja huellas, las borra. No tiene aprendices, porque no enseña otra cosa que no sea una sucesión de borroneos. En definitiva, esta genialidad parece tener bastante poco de iluminación y bastante más de opacidad. Ojo: no es la genialidad del arte contemporáneo vaciado de ideas que apela a la provocación de la nada por la nada misma (no hay que ir demasiado lejos en Google para encontrar premios a pedazos de tela sucios expuestos contra una pared, a ropas que cubren fragmentos de aglomerados de madera…y así), sino que hay en esa salida hacia adelante un gesto desesperado, que es menos personal de lo que parece en primera instancia, pero que a la larga pone a la obra en el lugar indicado. El salto hacia adelante es el que hace que la obra importe más que la identidad. En alguna medida, ese salto, que puede ser leído como una forma de vanguardia, está mucho más cerca de una categoría que cada vez me interesa más (y sobre la que pronto hablaremos en la revista) que es la del artesano competente. Esa clase de artista busca menos construir fases de una obra antes que avanzar sobre terreno no seguro. Tipos como George Miller, director de las disímiles Mad Max: Fury Road pero también de Happy Feet, de Las brujas de Eastwick, pero también de Un milagro para Lorenzo, son ejemplo de esta idea de genialidad. Ese eclecticismo es menos un acto desesperado (como en muchos casos quiere leerse a cierto cine de autor) que un resguardo vital del genio. Los genios menores, entonces, son genios en tanto su obra desdibuja una imagen definitiva de ellos.

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Bueno, Wes Anderson es un genio. E Isla de perros es su genialidad más reciente. Y no pasa nada. Y el mundo se mueve. De a poco, película tras película Anderson va construyendo un mundo acerado, perfecto, pero es el mismo mundo en el que la vida se va apagando. O al menos la vida como aquello que se abre ante lo inesperado, lo imprevisible. El problema que tienen estos genios es que lo que hacen, es decir, sus películas, también habla sobre ellos. No se trata simplemente de un mundo de perfección formal (podríamos acusar del mismo problema a directores como Fritz Lang, Alfred Hitchcock o Stanley Kubrick), sino de cómo esa perfección formal habla de un mundo que se cierra cada vez más sobre sí mismo, logrando que el control absoluto no deje entrar ni salir aire. En definitiva, esa perfección es la encargada de cuidar menos a una obra como sacrosanto templo de lo impoluto que de cuidar a un genio. 

Vida. En sus primeras películas, el joven Wes logró incorporar a lo que podría ser un tópico más del indie (aunque filmando para una major como Warner Bros) un toque personal. No solo de estilo, sino de tono, de perspectiva de mundo. Con Bottle Rockett (1996), Rushmore (1998), Los excéntricos Tenenbaum (2001) Anderson construye una intersección perfecta entre el pleno artificio de un mundo de freaks instalado en un espacio retro (en ese entonces no era cool el retro ochentoso, con los años sí) y unos personajes que solo buscaban algo de amor en el mundo en el que cada uno anda cuidándose su propio culo pero le importa bastante poco el ajeno. Resulta particularmente curioso que aquello que nos permite identificar al  mundo personal de WA (los históricos temas de padres-hijos) están desde muy temprano, y no abandonan su cine. Pero el estilo WA no está consolidado en estas tres. Hay, por el contrario, una serie de libertades que con el tiempo el director perdería, como si de alguna manera en sus primeras tres películas las formas fueran más parte de un laboratorio de experimentación antes que ser herramientas de uso cotidiano de un orfebre. Está, sí, el plano frontal como marca, el juego con el montaje abrupto, las simetrías y los paneos, pero se perciben plenamente incorporados al lenguaje de la historia y no al revés, algo que si empezará a suceder en tanto fenómeno dentro de su cine. Las formas, por lo tanto, son un exponente sentimental de un mundo en el que los personajes sufren. Por eso un travelling, un ralenti, un paneo, la decisión de usar cámara en mano en momentos puntuales, sostienen una conexión emocional con ese mundo de gente triste que, en el mejor de los casos, logra encontrar alguna clase de reconciliación consigo misma.

Dims 1

Cambio. A partir de Vida Acuática (2004) y Viaje a Darjeleeng (2007) algo de esto sufrió drásticas modificaciones, como si el estilo se impusiera con más fuerza que los personajes y cualquier potencial conexión emocional. Había, en ambas, una voluntad de forzar a los personajes a adaptarse a un sistema de relaciones predeterminado por la forma. Esto, no obstante, era el principio de una lógica que se profundizaría en películas posteriores. La distancia con respecto a los personajes llegaba en paralelo a una relación de distancia con respecto a ese mundo representado. No es casual que en estas películas empiece a ser determinante el uso del plano general, así como el uso del plano secuencia frontal que conecta espacios, un poco al estilo del plano casa de muñecas de El terror de las chicas (Jerry Lewis, 1964), solo que con la sutil diferencia de que en aquella Lewis era consciente del artificio, y su uso resultaba funcional al gesto reflexivo que tanto celebrara Godard en aquel director. En WA el uso de algunos recursos empieza a delimitar otra cosa, que en realidad es más un sistema en el cual los personajes ingresan al mundo para probar una idea. Estos personajes son, en definitiva, menos personajes que funciones, como cuando uno jugaba con los muñecos y mezclaba mundos sin importar la identidad de los personajes. No, esto no convierte al cine de nuestro director en un juego. Ni siquiera hay una validación del aspecto lúdico. Más bien hay una sensación de estatismo antes que de juego. Me gusta hablar de un concepto para ilustrar la idea, concepto que no es la primera vez que uso. La miniaturización o el mundo-casa de muñecas habla más de personajes sometidos a la voluntad de un titiritero que de la autonomía propia de las primeras películas.

Suspensión. Con Fantastic Mr Fox (2009) la tentación de la miniaturización estaba latente, los temas históricos presentes, pero los personajes se abrían hacia nuevas posibilidades, hacia horizontes que no los dejaran encerrados en un mundo de ideas preconcebidas, de moralinas. Era, en alguna medida, el retorno a las libertades de las primeras tres películas, como si en efecto este experimento con animación fuera el resultado del tiroteo entre un mundo de personajes ricos, variados, no expuestos a un mundo predeterminado sino abiertos a todo posible resultado (cuando digo esto no me refiero a otra cosa que a la alteración del sistema de fábula, que en Anderson parece ser la perfecta excusa para que sus personajes no vivan, sino que pasen por una serie de recorridos obligatorios del guión y se los fuerce a ir en direcciones que los mismos personajes no parecían presentar), por un lado a la vez que un mundo de rigurosidad formal por otro, que en alguna medida también es parte de el mundo de la animación por stop motion. Lo interesante es que de esa mezcla entre libertades, humanidad y rigurosidad técnica aplicada, Anderson no dejaba de mostrar un corazón grande como una casa. Y que, después de todo, las marcas de autor podían ser menos importantes que la posibilidad de generar un lazo de empatía. Pero esto, lamentablemente, sería una excepción.

Ilse Of Dogs

Congelamiento. Con Moonrise Kingdom (2012) y Gran Hotel Budapest (2014), nuestro director no hace otra cosa más que volver al mundo de las fallidas Vida acuática Viaje a Darjeleeng. El problema es que lo hace de una forma todavía más férrea, más dura y en donde el estilo se ha consolidado como una marca de fábrica: montaje disruptivo, frontalidad absoluta frente a cámara, simetrías perfectas o asimetrías controladas para el encuadre, oscilación entre planos generales muy distantes y primerísimos primeros planos, travellings laterales sin rasgos humanos, paneos casi robóticos. Todas esas pequeñas marcas de estilo son aplicadas de manera casi azarosa en sus últimas películas. No, no me refiero a que sean decisiones arbitrarias, sino una lista finita de posibilidades expresivas en el marco de un mundo creativo cada vez más convencido del genio y menos de sus personajes. En aquellas dos nada parece estar vivo, nada parece tener sangre en las venas. Son, en definitiva, películas de un director encantado con su propio diseño pero que ha dejado abandonados a sus personajes, a los que confunde con caracterización elemental, con un par de rasgos destacados y extravagantes.

En este sentido, Isla de perros parece estar más cerca (o quizás sea una mera expresión de deseo) del experimento que fue Fantastic Mr. Fox. Hay en esta última película personajes de carne y hueso, relaciones de amor-odio, abandonos varios, traiciones y algunas cuestiones más. Pero fundamentalmente hay perros (parece que los animales hacen bien al cine de WA), que nos permiten sostener esa incredulidad, nuevamente, en un (nuevo) mundo artificioso de esos a los que WA nos tiene acostumbrados. Y nosotros ingresamos sin dudarlo. Y nos quedamos en él. Y las marcas formales son todavía más extremas y exageradas que en sus dos películas anteriores. Pero nos quedamos y miramos extasiados, porque lo del director también es la búsqueda del placer formal. Y sabemos que no nos mueve un pelo todo ese exhibicionismo, todo ese virtuosismo formal. Pero nos quedamos, porque esos perros son un logro expresivo completo, porque lo que hace con esos ojos es mejor que toda la tecnología formal dispuesta sobre la mesa. Pero sabemos que nos está embaucando con lo mismo, que nos está llevando a la zona de confort de los autores, que es una isla (pero no de perros) en la que nadie arriesga, en la que nadie se mueve de su lugar, en la que nadie piensa en las potencialidades de una obra sino que piensa en su propio trasero. Y me pregunto, terminando una nota sobre una película, sobre la cual he escrito poco pero pensado mucho, si esta nota no habla más sobre mi miedo a salirme de la zona de confort a la hora de pensar en una película problemática y un director problemático. Estimados lectores: a veces el cine no es otra cosa que un frontón cruel que no hace más que devolvernos los pelotazos.

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