Claudia

Por Federico Karstulovich

Claudia 
Argentina, 2019, 87′
Dirigida por Sebastián De Caro.
Con Dolores Fonzi, Laura Paredes, Julieta Cayetina, Julián Kartun, Paula Baldini, Gastón Cocchiarale y Jorge Prado.

El baile de los fantasmas

Por Federico Karstulovich

Hay que suspender preconceptos, ideas, planes. Porque la planificación tiene algo de muerte, pero es al mismo tiempo la que insufla vida por su traición. Planear y salir (al mundo, a la vida, a la improvisación) bien pueden ser juegos opositivos. Aquí apenas si bailan una danza macabra (como la que observamos antes de que todo comience en ese salón de espantos por venir).

Claudia trabaja una secreta lectura a contrapelo de diversas tradiciones argentinas. Esto también es una tradición, claro. Que supo ser secreta, pero que con el tiempo convirtió al secretismo en un gesto obtuso, insulto, acaramelado y narcisista. Que sea Sebastián De Caro (cuya obra previa no da cuenta de indicios posibles en esa dirección de lecturas y paternidades) es un hecho bienvenido. Sebas no pertenece a elites de ninguna clase. Y pareciera que en él se acabaran las grietas invalidantes que hacen que el cine argentino siempre crezca a destiempo entre las formas del clasicismo y los géneros respecto de otras rupturas. Ahí, en esa tradición escondida, en el contrapelo de lectura (como Walter Benjamin: la única lectura válida y posible es a contrapelo) vive su última película. Porque Claudia reúne posibilidades como pocas películas han sabido conjurar y confluir en las últimas cinco décadas de nuestra cinematografía (tengo que pensar en el Agresti de El acto en cuestión, en el Moguillansky de Castro, en el Piñeyro de Todos Mienten, en el Santiago de Invasión, en el Palavecino de Hija única, en el Kaplan de Desearás al hombre de tu hermana, del Llinás de La Flor e Historias extraordinarias): saber hacer el surco y correrse, construir un camino que deje una estela en el cielo para que el suelo se ilumine un rato con fulgores momentáneos que querremos llamar historia.

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Sebastián De Caro no lo sabe, pero su película dejó de pertenecerle hace rato. Su película es nuestra. Pertenece a todos y cada uno de los que la vemos y la llenamos (como sucede con los actos de espiritismo: por un momento nos olvidamos y suspendemos todos y nos dejamos llevar por los espectros), porque en esencia es portadora del vacío. SDC trae una caja para nosotros. Nos provee de adminículos para invocar vaya uno a saber qué seguridades que la cultura argentina impone y dispone al cine comercial. Pero esos adminículos no sirven para enfrentar el artefacto que nos va a entregar, que está más cerca de Cesar Aira. Claudia invoca a las películas secretas que mencionamos antes, películas que son entradas y salidas de una cultura que, usualmente, redunda en expectativas. Pero lo mejor que le pasa a este obra-arte (porque si algo pasa en el film es que estamos ante una metanarrativa sobre el arte de hacer y de saber leer lo que se hace: por eso la clave está en el mago, siempre, con su desdoblamiento entre esas dos acciones para nosotros, los que espectamos) es que no pertenece a un auteur sino que lo excede. Pero lo que vemos es un exceso contenido. Nuevamente el baile de los contrarios, nuevamente, la expectativa entre narrar y describir, ver y hacer, exceso y control. SDC parece saber lo que hace todo el tiempo, sin que nada se le escape. Y a su vez se le escapa todo lo que pueda escaparse, porque como dijimos antes, la película es nuestra.

Claudia es una película en donde el secreto y la lectura (junto a El Aura se trata de una de las películas más gozosamente hitchcockianas que se hayan parido en estas tierras, pero del Hitchcock zumbón de Y quien mató a Harry? no del Hitch metafísico, no el de la culpa) campan a sus anchas. Como si SDC hubiera terminado de entender que en esa figura de borde (hay que dejar de decir que Hitchcock es un director clásico alguna vez) siempre el vacío fue el mejor juego posible (el juego de Intriga internacional, no radica en otra cosa que en el movimiento y el avance girando en torno al vacío: Lynch entendiendo a Hitchcock y De Caro releyendo a Lynch en clave local y oblicua), porque en ella hay un norte posible para una cinematografía que todavía sigue siendo chiquita, todavía vive de las odiseas, de los giles, de los expatriados, de los salvajes, de los clanes y de los especuladores de siempre en los festivales de turno. Hitchcock es un norte para pensar a Claudia. Pero Hitchcock con un humor kafkiano (quizás el escritor checo no fue otra cosa que un precursor del inglés y siempre estuvo siendo una prefiguración imprevisible de aquel).

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Volvemos a Hitchcock y a Claudia, pero no por sus escenas de suspenso (la pobre vulgata ha convertido al genio inglés del vacío en un simple colector de escenas), sino por el eje sobre la mirada que todo lo barre, que todo lo cubre y que a todo lo convierte en información privilegiada. Le hacemos decir a los símbolos algo que no son. Pero quizás en la película de SDC obró una traición al inglés y los símbolos si estaban cargados. Bueno, dirán uds: no todo AH juega al vacío. Ahí están los símbolos plegados y desplegados en la magnánima Vértigo, convirtiéndonos en hermeneutas insoportables. Pero como bien dije antes: en el director de Psicosis siempre han sabido convivir las posibilidades del símbolo y las imposibilidades de la lectura asi como a la inversa: los excesos de lectura y los signos vacíos. Y si a mi me preguntan yo creo que SDC lleva a cabo un sofisticado ejercicio de salirse y entrar en tradiciones cinéfilas (algunas de las cuales lo llevan a Tarantino, quizás en su vertiente más superflua, ya que ahí si las influencias visibles parecen tener principio y fin; las grandes influencias parecen no poder escaparse nunca de la película, como si se las hubiera convocado a una danza macabra con los espíritus), para que seamos los espectadores aquellos que gocemos el síntoma de ese juego: la suspensión de la inverosimilitud funcionando en paralelo a la plena desconfianza buscando el truco: un acto de magia (que el tagline de la película sea “los detalles son todo” es de una perversión ilimitada).

Apertura Claudia

Claudia es una película imperfecta pero notable a la vez. Es una película-pulpo, que repliega y despliega a la vez según cómo la rodeemos, desde donde la miremos. Y es una de las grandes cosas que pudo haberle pasado al cine argentino durante este año pero también en los años que vendrán. Seguramente, a su vez, no engendre prole. Una película sin padres y sin hijos. Pero con hermanos diseminados, con los cuales se puede reconocer, levantando la cabeza y mirándose detenidamente, en medio de una fiesta de sonido: con esas películas hermanadas habrán obrado el milagro secreto de hacernos creer, por algunas horas, que esas historias pudieron ser narradas en un país que nunca deja crecer a nada por fuera de lo que se espera que haga. Claudia va a hacer historia. Pero lo mejor que nos puede pasar es fracasar con ella, en silencio, con la felicidad de las cofradías que se saben parte de algo pero que prefieren bailar en secreto.

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