Dossier estudio Ghibli (I): Kiki’s Delivery Service

Por Ludmila Ferreri

Kiki’s Delivery service (Majo no takkyûbin) 
Japón, 1989, 101′
Dirigida por Hayao Miyazaki

Solas en el mundo

Por Ludmila Ferreri

Me acababa de separar y lloraba como marrana por las esquinas de mi casa y de las de mis amigos. Ya los tenía hartos, mirá. Pero una noche, luego de juntarnos con el grupo que me había hecho en la facultad, luego de estudiar como condenados, nos tomamos unos vinos. Era 2000 o 2001, no recuerdo bien eso. Pero si me acuerdo que Adrián, un amigo de esos que siempre estaban para tranquilizarte, me dio un VHS medio pirata, pero VHS al fin. “Mirá esto”. Esa noche vimos Totoro los cinco o seis juntos, emponchados en una casa medio de prestado donde vivía mi amigo. Y para quienes no conocíamos nada de Miyazaki lo que nos había revelado el chino (asi lo llamábamos a Adrián), era un mundo maravilloso. Me fui como a las 6 de la mañana de ese domingo y el miedo de que me agarrara la depresión en el aire me hizo acordar, varias horas después, tipo 4 de la tarde, cuando recién me estaba despertando, que en la mochila tenía una película. Otra más de el director de Mi amigo Totoro. Con el tiempo me hice amiga de Miyazaki. No de todas. Pero en ese domingo, con Kiki y su escoba, me retumbó todo en la cabeza.

Kiki 1

Kiki’s delivery service es una de esas obras que no necesitan ser maestras para ser películas que te hagan bien, que te cuiden, que te digan que las cosas en algún momento pasan, que lo malo en algún momento se termina y que nos podemos levantar aunque todo complote en nuestra contra. Esa tarde de domingo Kiki fue mi amiga íntima. Pero también fui un poco yo. Esa historia de una brujita lanzada de su casa (no en el mal sentido, sino en la necesidad de obligarla a enfrentarse con las obligaciones del mundo) me retumbaba en la cabeza. Me recordaba mis primeros trabajos a los 13, 14, 15. Me recordaba la necesidad de hacerme un espacio a los codazos mientras tenía que terminar la escuela y seguir estudiando. Pero me recordaba que crecer es también aprender a estar solas. Y en ese recorrido en el que Kiki debe ir ganándose la confianza de la dueña de la panadería entrañable, en cuyo altillo duerme y escucha radio, como alguna vez me había pasado al llegar a capital, lo que vemos es conmovedor. Pero la conmoción en el cine de Miyazaki no es una retahíla de golpes bajos, sino una sucesión de viñetas vitales, en donde el primer trabajo aparece acompañado de un proceso de autodescubrimiento, al mismo tiempo aparecen los amigos que van a acompañar en el camino y la familia está lejos. Me acuerdo de ese VHS y lloro, la puta madre. Debo haber visto KDS unas 10 veces en mi vida, pero ese domingo me entendí como nadie con ella. En mi monoambiente de Congreso con vista interna a la pared me esperaba mi gatita. Pero ese domingo fuimos felices ambas tomando chocolatada y churros, mientras me restregaba las lágrimas porque Kiki y su gatito en la lluvia éramos nosotras dos.

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Kiki’s delivery service es, naturalmente, un gran coming of age, como sucede con buena parte de las películas de Miyazaki y del estudio Ghibli. Pero en su realismo pudoroso no hay una fascinación por el imaginario visual que si podemos reconocer en otras tantas. No. Aqui hay una historia discreta, un aprendizaje agridulce, un lapso vital y una comprensión del tiempo en desarrollo. Kiki crece en el plazo de esa temporada de trabajo. Se hace un poco más grande. Vuelve a confiar en sus poderes, pero su crecimiento es terrenal. En realidad nada de lo que experimenta es definitivo. Y su crecimiento en efecto es un pasaje, pero también es una continuidad. Por eso cuando la película termina y nos restregamos los ojos Kiki seguirá haciendo repartos, dedicándole tiempo al trabajo, curando su corazón roto de distancias. Porque las películas obran esos milagros. Al día siguiente, en un lunes de madrugón y frío, luego de dormir abrazadas con mi michi, me levanté y fui a trabajar. Había superado ese fatídico domingo. Y el trabajo y el cine (pero también los amigos) me habían levantado de la cama. Porque hay que seguir, siempre. Y en algún momento el tiempo cura, como todo.

Gracias, Kiki. Te debía esto desde hace dos décadas.

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