Dossier Estudio Ghibli (V): Puedo escuchar el mar

Por Ariel Esteban Ramos

Puedo escuchar el mar (Umi ga kikoeru)
Japón, 1993, 72′
Dirigida por Tomomi Mochizuki

Magdalenas not dead

Por Ariel Esteban Ramos

Los amigos mayores, los buenos, suelen legarnos palabras que sirven. O mejor, que servirán. Uno de ellos me dijo en una época de tribulaciones familiares: “en la vida, lo único que se puede cambiar es el pasado”. Como corresponde, no lo entendí en el momento y necesité que el aforismo se hundiera lentamente en el mar del pretérito para exprimirle algún sentido. Aunque mi amigo nunca leyó a Marcel Proust, hoy creo que su frase sería un mantra adecuado para esa magia que el francés hace en 7 novelas: el tiempo se vuelve el orden en que, de manera gradual, arrítmica y parcial, la memoria y la experiencia se van esculpiendo o dibujando entre sí, como las famosas manos de Escher. Es este mismo concepto, con las diferencias enormes de escala, de ambiente y de motivos, el que permea Puedo escuchar el mar, película menor de Studio Ghibli.

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Llamarla obra menor (con el debido respeto a la memoria Saeko Himuro, autora del libro que la inspiró) no resulta despectivo por varias razones. Fue creada para la TV y no tuvo una difusión ni una repercusión importantes. Pero quizá debamos decir joven antes que menor, porque el proyecto fue encargado exclusivamente a los talentos sub-40 de Ghibli. La factura de esta historia de amor joven, sin embargo, es excelente: no tiene nada que envidiar en calidad a producciones similares. Su reproducción gráfica del estilo de las distintas ciudades podría ser espectacular, pero está limitada por la búsqueda de un estilo casual y cotidiano en gran parte de las escenas, con planos detalle e hipérboles simples. No falta el contraste de un mundo natural que recuerda permanentemente el orden del tiempo: atardeceres, nubes que pasan, el viento que despeina o corre una cortina, la luz cambiante, las chicharras ensordecedoras del verano. La entrada al caleidoscopio de la memoria no sólo se hace en el relato oral, sino también por medio de una convención visual muy sencilla que, enmarcando el cuadro de la escena en un rectángulo menor, indica la objetivación de la escena en el ojo del recuerdo.

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Los hechos: Rikako es la nueva alumna llegada de Tokio, la gran capital, y despierta la curiosidad de todos los alumnos (y los chismes de la comunidad) de una escuela en la prefectura de Kochi. Aunque el joven Yutaka, un alumno maduro y prometedor, queda perdidamente enamorado, será su amigo Taku quien, por azar y no tanto, siempre quede implicado en algún enredo con la protagonista. Le prestará dinero, la acompañará accidentalmente a Tokio a ver a su padre, ella se apropiará de su cuarto de hotel, ligará algún sopapo… la lista sigue. A pesar de tanta cercanía no conscientemente buscada, Taku siempre se mantendrá a distancia. Es sólo merced a una gran fidelidad a su amigo enamorado que podrá no darse por enterado de que él mismo “siempre había estado loco por ella”, revelación a la que no llega solo, sino que su amigo debe decirlo por él un par de años más tarde para liberarlo y preparar su destino para un posible encuentro en la gran capital. Momento ideal para soltar la frase célebre de otra gran amiga: “en una relación resignamos cierto conocimiento sobre nosotros mismos”. Suele ser el caso en el amor, no en la amistad, pero vale. Cosas de las que nuestra conciencia decide enterarse o no. Mala fe del corazón, diría Sartre, por una causa noble.

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La historia de los cruces, encuentros y desencuentros del destino, se perfilan sobre ese paisaje tan conocido en el mundo Ghibli del coming of age, en donde se toma conciencia de las dificultades para encajar en un lugar que un día nos parece pequeño, restrictivo (la escuela como Big Brother burocrático y distante), provinciano, de la necesidad de emprender un viaje a un ámbito más amplio (la lata de Sprite que señala hacia un mundo globalizado ahí afuera). Meditada entonces la inclusión de Moon river (“There’s such a lot of world to see”) como gran leitmotiv de una banda sonora minimalista pero exquisita que juega a recrear el ritmo de las expectativas del corazón o subrayar el lirismo de los clímax visuales. Esa patria del punto de partida se hace a la distancia cada vez más extraña y ajena. Sólo puede ser redimida en el recuerdo, que le restituye un sentido al precio de cambiarla, de resituarla en la trama de un presente en flujo, abierto también al futuro. 

Todos reconocemos esos hitos y esas vueltas. Quizá se debe a que Puedo escuchar el mar sea en su trabajada sencillez una amalgama tan sutilmente evocativa de todo lo que hemos perdido, hallado y de todo lo que nos espera, que aun sin la fantasía de castillos voladores, espíritus naturales, demonios o Totoros, la sumamos inmediatamente a nuestra familia de memorias entrañables.

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