Dossier Estudio Ghibli (VI): Mi vecino Totoro

Por Gabriel Santiago Suede

Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro) 
Japón, 1988, 86′
Dirigida por Hayao Miyazaki

La gente que sonreía

Por Gabriel Santiago Suede

No tengan la menor duda que si Miyazaki cuenta con obras maestras en su haber, esta es la principal de ellas. Pero no vengo a hablar aquí de las obras maestras del nipón. Ni del trazo. Ni del realismo. Ni del fantástico. Ni siquiera de el sustrato ecológico de buena parte de su obra. Vengo a hablar de la tristeza. Porque si algo contiene Mi vecino Totoro a lo largo de sus 86 minutos es una tristeza infinita disfrazada de felicidad (algo que también nos proporciona la película, en particular en ciertas escenas y en su final hermoso y dulce). La felicidad en esta película es la contracara perfecta de una melancolía perenne, cuyo emergente principal es la sonrisa. Todos o casi todos sonríen en MVT, como si el dolor no existiera. O como si hubiera que conjurarlo de algún modo, atentando contra su presencia. Pero esa presencia no necesita ser refrendada simbólicamente (a tal punto que toda una serie de leyendas urbanas convirtieron a la historia de la película en la figuración infantil de un hecho real y terrible sucedido en 1963, pero para quienes quieran indagar teorías conspirnoicas, les dejo este link), sino que la misma superficie de felicidad artificiosa es el primer síntoma de esa tristeza presente.

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El simbolismo es un arte de conexiones, como todo ejercicio hermenéutico. Y como tal, en muchos casos, logra generar lazos posibles. Si la lectura simbolista convierte a la película en una fantasía tolerable sobre una historia real, en donde una niña-preadolescente fue secuestrada, violada y asesinada en el bosque. O si no es otra cosa que una fábula sobre la inminencia de la muerte y la despedida de los padres. O si se trata simplemente de la historia meta-narrativa sobre un hombre que ha quedado viudo e inventa un mundo autoreferido en el que sus hijas están vivas y su esposa no ha muerto. El punto es que esas lecturas (más o menos forzadas según el caso) no hacen sino pasar por alto el componente superficial (y con esto no menor) de la película, que es el de la perturbadora presencia de la felicidad que opaca otros momentos de melancolía.

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En el cine de Miyazaki los viajes, los saltos hacia otros mundos o realidades paralelas o niveles perceptivos desconocidos, no son un hecho menor. En MVT el fantástico sigue siendo el regente de la organización del mundo entre adultos y niños (con intercesores, que funcionan como puentes de comprensión, como la Nana, personaje de transición entre el mundo adulto y el de las niñas), pero no es necesariamente ninguna metáfora de crecimiento, como con el tiempo nos hemos habituado en el cine de Pixar y de Spielberg, por mencionar casos con los que pueden estimarse puntos de contacto respecto del cine de Miyazaki. En esta obra maestra la superficie no precisa de metáforas ni de simbología alguna para revelarnos su tristeza inmutable. La aventura de Satsuki y Mei por el mundo de las pequeñas cosas (lo grande que se hace pequeño y lo pequeño que se hace grande son una constante en el cine de Miyazaki porque permiten entender los lazos entre los mundos en tensión narrativa: la fantasía y “lo real”) es una aventura de postergación. Es una aventura de la espera y la disimulación mientras las malas noticias no llegan del todo pero las buenas tampoco se imponen. La sonrisa inclaudicable del padre de las niñas tampoco aporta tranquilidad, mas que nada mientras su esposa espera el resultado de una presunta recuperación de un “resfrío leve” (cuando en realidad sabemos que está internada en un hospital de enfermos de tuberculosis).

Mi Vecino Totoro Volar Sombrilla Campo

Nada de lo que vemos en MVT nos permite convencernos plenamente de cualquier tentativa de tranquilidad. Por eso todo el sistema de aventuras paralelas en el mundo de los gigantes, de los peludos voladores, de los vientos, de los árboles infinitos, pero también en el mundo de los fantasmas del hollín, no suena a otra cosa sino a la generación de tiempo, de actividades, de acciones que persisten para que la verdad no llegue, para que el dolor no se instale o para que las revelaciones no destruyan un mundo frágil, quebradizo, como el de dos niñas que deben abandonar lo que conocen para estar cerca de su madre frente a un…leve resfrío? Toda la película parece funcionar entonces como una gran oda al rol de los juegos para paliar el dolor, para administrarlo de alguna manera hasta que ya resulte insoportable. Tendremos que esperar al minuto 69 de la película para que ese dolor se haga patente, se vuelva llanto, se convierta en una emoción dolorosa. Y que, de alguna forma, esa felicidad impostada se transforme catárticamente en dolor.

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Por eso los últimos minutos se vuelven una experiencia descongestiva, porque nos dejan los lagrimales a la miseria, porque moqueamos, porque sabemos que esa madre no se va a recuperar y que ese regalo final tiene gusto a despedida. Y porque entendemos que, simbología mediante o no, todos los ayudantes del bosque no son otra cosa que los acompañantes ideales en un proceso solitario y de emociones dolorosas reprimidas a mas no poder. Los guardianes del bosque no solo cuidan a las hermanas desdobladas (Satsuki y Mei, formas distintas y en distinto idioma de referir al mes de mayo, en el que suceden los hechos), sino que nos cuidan a nosotros hasta que no damos más. Hasta que el dolor no nos entra más en el cuerpo. Para eso eran las lágrimas y estas películas refugio: para contener tanto dolor detrás de tanta alegría y felicidad, que como bien sabemos, no existe.

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