Dossier Estudio Ghibli (VIII): El viaje de Chihiro

Por Federico Karstulovich

El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakush)
Japón, 2001, 124′
Dirigida por Hayao Miyazaki

La casa de los espíritus

Por Federico Karstulovich

En 2000 Hayao Miyazaki se encontraba agotado, con un parate creativo, con una crisis en relación al mundo de la animación (sumado al reciente fracaso del estudio Ghibli, Mis vecinos los Yamada, Isao Takahata, 1999). Luego de 15 años de existencia uno de los creadores del estudio puso un freno y decidió mirar atrás, pero sin bronca. Bien por el contrario, el espíritu era otro: entender en dónde estaba parado. Por eso El viaje de Chihiro se percibe menos como una película de ruptura y cambio de época que de recapitulación, reafirmación, una suerte de grandes éxitos del estudio, pero también del mismo Miyazaki y sus obsesiones: panteísmo, representación secularizada de figuras religiosas, el gran pattern narrativo del viaje al otro mundo (propio del fantástico), la obsesión por el miedo al crecimiento, la crítica generacional a la generación de los nietos de la posguerra y el consumismo desmedido, el ecologismo desesperante. Todo eso y más está contenido en esta película que, a título personal, revisada casi dos décadas después, adolece de cierta autoindulgencia, como si Miyazaki comenzara un proceso de autofagia en su proprio cine (algo que confirmarían sus películas siguientes: El increíble castillo vagabundo, Ponyo y Se levanta el viento).

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Pero ojo, esa autoindulgencia no deja de tener un dejo de melancolía por lo que no fue, como si algo de ese futuro imaginado por Miyazaki & Cia se hubiera truncado. Porque quizás a la larga todos los sueños se truncan un poco y las realidades los van rediseñando sin necesariamente renunciar a ellos. En esa perspectiva de revisión, a la luz de volver a ver la película, algo de lo que hace Miyazaki me recuerda (retrofuturísticamente) al Almodovar de Dolor y gloria. Me refiero al momento en el que no se puede salir de la propia obra, en donde la identidad convierte a todo en un espejo irrespirable. Bueno, creo que frente a esa encerrona Miyazaki operó como lo hacen muchos directores al llegar a etapas de su carrera en las que necesitan revisar la propia obra (se me ocurre el Hitchcock de El hombre que sabía demasiado, el Fellini de Entrevista, el De Palma de Demente, el Scorsese de Casino, el Carpenter de Los fantasmas de Marte, el Cameron de Avatar, el Satoshi Kon de Paprika) pero no para abandonar, sino para llevar las marcas personales al paroxismo de una montaña rusa y a partir de ahí ver si se puede comenzar de nuevo o si los gana la petrificación.

La historia es bastante simple y conocida, pero valga el recordatorio breve: Chihiro es una niña que se encuentra en pleno proceso de mudanza junto a sus padres. Para adelantarse al camión de mudanzas, que realiza el trayecto de una ciudad a otra, los padres deciden adentrarse por un atajo internándose en un bosque, que los lleva a un muro con un túnel por el que deben atravesar. Al cruzarlo la familia descubre que ha dado con un pueblo abandonado. Accidentalmente parecen dar con un puesto de comidas, pero no hay nadie que los atienda. Mientras los padres se lanzan a comer sin permiso Chihiro investiga el lugar, pero se encuentra con un joven, que le indica que ella y sus padres deben huir del lugar antes de que anochezca. Al caer el sol, los padres son transformados en cerdos y Chihiro deberá salvarlos y huir de ese mundo. Para ello deberá trabajar a destajo en un complejo de baños termales. Pero eso es apenas el comienzo.

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Con El viaje de Chihiro su director juega al paroxismo, a la hipérbole de su mundo personal, de las referencias mitológico-literarias, pero también juega con el color, con el movimiento, con la percpección, como si se hubiera liberado a si mismo como niño en una noche solitaria en la juguetería de su propio cerebro creativo. Todo lo que vemos, es altamente posible (dependiendo de la cinefilia que cada uno porte encima) que nos resuene conocido, como si Miyazaki se hubiera propuesto un sincretismo de tradiciones, referencias múltiples, alusiones culturales, construyendo una serie de capas hojaldradas de referencias en las que menos vale la pena concentrarse (para eso están los simbolistas, que miran las películas con una enciclopedia y un diccionario personal). Porque en la película lo que importa es el movimiento, el cambio, la sucesión de imágenes, sobre las que la misma película no invita a detenerse narrativamente (de hecho buena parte de lo que sucede podría intercambiar su orden y no sufriría drásticos cambios), ya que la premisa narrativa es una excusa para abrir el mundo audiovisual paralelo sobre el que Miyazaki despliega las obsesiones personales mencionadas que son, a decir verdad, lo menos interesante y original de la película. Es curioso esto, entonces: el director pone en escena todas las marcas personales para, en alguna medida, desaparecer, perderse detrás de ellas, pero en realidad está invocando todo el tiempo a los espíritus de aquello que no fue: una obra que pudiera salir, aunque sea por un momento, de la cárcel de la identidad.

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