El cazador

Por Carla Leonardi

El cazador 
Argentina, 2020, 101′
Dirigida por Marco Berger
Con Juan Barberini, Juan Pablo Cestero, Lautaro Rodríguez, Patricio Rodríguez

El lado oscuro

Por Carla Leonardi

El realizador argentino Marco Berger a lo largo de su filmografía, y ya desde su opera prima Plan B (2009), nos mostraba las dificultades que tenían ciertos hombres adultos para asumir el deseo homosexual, fundamentalmente debido a los prejuicios que impone el patriarcado. En esta misma línea, subvertía el estereotipo del gay que se representaba, predominantemente, de manera caricaturesca y peyorativa, exacerbando un amaneramiento que se tornaba ridículo y extravagante. En su última película, El cazador, Berger vuelve sobre el terreno fértil que ya asomaba en Ausente (2011), para mostrarnos que el hedonismo del deseo homosexual en la adolescencia es sólo una parte potencial de las experiencias humanas. Más allá del reino del placer, hay un territorio donde reina la oscuridad de un goce en el cual uno puede perderse y quedar atrapado de manera letal como una mosca en la telaraña, tal como lo plantean las imágenes de apertura con los créditos. Avanzar en este registro impone entonces un cambio de género. Si al conflicto neurótico en torno al despertar del deseo y el amor homosexual conviene la comedia o el drama romántico, el terror psicológico en clave de thriller se vuelve acertado para poner en escena la experiencia de lo siniestro. 

Elcazador Destacado

Ezequiel (Juan Pablo Cestaro) es un adolescente de 15 años que se encuentra solo en su casa. Mientras tanto su familia acomodada se encuentra de viaje por Europa. En plena ebullición hormonal, el joven atraviesa sus primeras experiencias sexuales e intenta fervientemente ligar con algún chico. La avidez del deseo de Ezequiel, se traduce en la potencia de su mirada que se posa sobre los cuerpos masculinos con un deleite que la cámara logra transmitirnos. Los privilegios de que dispone en la casa (la pileta, la playstation, la ausencia de adultos) son los brillos agalmáticos con que intenta seducir a los chicos que le gustan. Son las redes del juego del deseo con las cuales, como un cazador, logra atraer y aproximarse a los chicos deseados.   

Pero la falta de un acompañamiento familiar, las primeras experiencias frustradas (donde el deseo se vuelve inalcanzable como la Tortuga para Aquiles) y el desprecio con que es tratado por algunos a través de la injuria de “puto”, hacen de él un joven inseguro, necesitado del afecto y la aprobación de los demás. Es asi que un día, en la pista de skate, conoce a “Mono” (Lautaro Rodríguez), un chico de 21 años, por lo que su mala racha parece cambiar. Comienzan a frecuentarse y Ezequiel se va enganchando. Cierto día, “Mono” lo invita a pasar en fin de semana en la quinta de su primo “El Chino” (Juan Barberini). Este personaje es un adulto; que se presenta como compinche, con aire despreocupado y cierta opacidad, aunque no directamente intimidante a primera vista. 

Las escenas de la casa quinta se destacan por el acertado trabajo de puesta en escena en clave de terror que realiza Berger, que logran sumergirnos claramente en la experiencia de lo siniestro. Lo ominoso es aquello que irrumpe cuando lo familiar se transmuta en la inquietante extrañeza de no saber qué objeto se es ante los ojos opacos de la Mantis religiosa y estar en el umbral de la posibilidad de quedar tomado como objeto del goce del otro. 

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Hasta este punto de la película, nuestro punto de vista como espectadores es el de Ezequiel. Sabemos lo que él sabe y encandilados por su deseo hacia “Mono”, avanzamos en el relato confiando como él. Tras este fin de semana en la quinta, “Mono” desaparece misteriosamente. Le “clava el visto” a sus mensajes y ya no responde. La incógnita se despeja cuando Ezequiel recibe de parte de El Chino un video porno de él y el “Mono” que fue filmado en la quinta. De aquí resulta la extorsión mediante la cual El chino recluta a las víctimas en su red de delito de pornografía juvenil, al proponerles reproducir la cadena de engaños (como hacía “Mono”) con otros jovencitos, a cambio de que su rostro sea desdibujado en el video. 

Como si se tratara de un efecto de anamorfosis, ahora vemos el verdadero rostro detrás de la máscara. Las bellas formas del amor, se vuelven farsa y se truecan ahora en el horror de ser objeto de goce entregado a una suerte de Dios oscuro. Ahora, retroactivamente, podemos entender junto a Ezequiel la opacidad que nos presentaban “El Chino” y el “Mono” (presentándose con apodos, imprecisos y vagos en cuanto a brindar detalles de su vida íntima) y fundamentalmente comprendemos la tensión y los silencios, que eran notorios en “Mono” durante la estadía en la quinta y viaje de regreso. 

Llegados a este punto, Berger produce un interesante cambio del punto de vista, más distanciado, porque ahora conocemos los hechos de manera más completa. Y nos presenta a Juan, un joven de 14 años, en pleno despertar sexual, que posa con fruición su mirada deseante en hombres adultos. Con sus rasgos todavía aniñados y andróginos, no consigue que los chicos se fijen en él, lo cual lo vuelve inseguro en su autoestima viril. Claramente es un adolescente vulnerable: vive con sus abuelos (desde el trágico accidente automovilístico de sus padres) que lo cuidan como pueden, es ingenuo y necesitado de afecto y valoración. Es una presa fácil para un cazador de pornografía con rasgos psicópáticos o para picar el señuelo encantador de la belleza de jovencitos, que ya fueron victima de la red pornográfica. 

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Como antes Ezequiel ante el atractivo “Mono”, Juan no puede resistirse al influjo magnético que la seducción de Ezequiel ejerce sobre él. ¿Pero podrá el protagonista ponerle cuerpo al cambio de sentido que adquiere ahora el significante cazador? ¿Podrá cruzar la línea que separa el juego del deseo de la macabra complicidad en un abuso, a sabiendas de que Juan ya está flechado de amor por él? Este es el dilema ético que se plantea entonces para el protagonista y con el cual el director nos interpela en tanto espectadores.  

Entre el amante y el amado (cuando no hay reciprocidad), se establece una disparidad de posiciones que coloca al agente activo en una situación de vulnerabilidad, ya que se encuentra desposeído de aquello precioso que el otro posee. Esta fragilidad se acentúa aún más cuando se suman otras desigualdades como la edad, el nivel económico o la etnia. De esta manera, Berger desnuda el influyo que ejerce la maquinaria de una estructura patriarcal, que fundada en el privilegio del poder del propietario, pervierte y degrada los lazos afectivos del mismo sexo, que no quedan exentos de la problemática de la violencia de género. 

Por otra parte, el influjo del patriarcado se hace notar en también en la dificultad que tiene Ezequiel y aún hoy muchos jóvenes de su edad, para dialogar sobre el despertar sexual homosexual con sus padres, todavía tomados por los estereotipos de género. Si a esto sumamos la indiferencia y el desapego afectivo de muchos padres (sea porque están presos en la burbuja del mundo de la productividad capitalista o porque consideran que su función parental concluye en la adolescencia), la situación conduce a los jóvenes a mantener ocultos sus vínculos sexuales y afectivos. Si a esta situación le agregamos además, la modalidad inmediata y líquida que las redes sociales y las plataformas de citas proponen para los encuentros íntimos; se dibuja el cuadro de desamparo en que los adolescentes transitan sus primeras experiencias sexuales y que la película pone en el tapete para agudizar muestra atención y abrir al debate; pero sin caer en el fatalismo de un panorama desolador.  

El Cazador

El cazador no una película más dentro de la filmografía de Marco Berger, tiene todos los elementos de una película que hace marca. Si Plan B, abrió la serie que lo convirtió en un retratista singular del costado romántico, luminoso y hedonista de la asunción del deseo y el amor homosexual, El cazador le permite salir del universo de su zona de confort como realizador. Se trata de su película  acaso más compleja, espinosa y audaz. La experiencia de transitar el lado oscuro de la luna, no es vano. Nos revela las pulsiones de dominio y de agresión que acechan en los vínculos adolescentes homosexuales y nos insta a volver a una ética del cuidado de quienes están a nuestro lado.   

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